Tras la muerte de Julio Anguita me siento, sobre todo, muy solo. Eso que decía Althusser de que «un comunista nunca esta solo», debería haber ido acompañado de un «mejor solo que mal acompañado», porque siempre ha habido y sigue habiendo comunistas nada recomendables, en primer lugar por sus actos políticos de los que el estalinismo y el maoísmo pueden dar una idea, y en segundo lugar, porque la interpretación escolástica que hicieron de su maestro Marx fue, muy a menudo, nefasta (tal y como he intentado explicar en mis dos últimos libros Marx desde cero y Marx 1857). Pero Anguita no, Anguita ha sido la mejor compañía que hemos tenido desde los años ochenta, los comunistas y, en realidad, este país por entero.
Ante todo, se puede decir que Anguita no sólo interpretó bien el legado de Marx, sino que, de alguna manera, inventó muy pronto la estrategia política que luego a Podemos le ha costado tanto abrazar. En lugar de pedir la luna inventando lo que ya estaba inventado, como tantos y tantos izquierdistas han intentado hacer desde mayo del 68, Anguita se limitó a levantar la Constitución y la Declaración de los derechos humanos y desafiar a los políticos y los poderes económicos a que tuvieran la decencia de hacerlas cumplir. En lugar de abogar por una nueva sociedad de camaradas y exigir un «hombre nuevo» más allá de la idea de «ciudadanía», Anguita dejó muy claro que si los comunistas somos comunistas no es para ser comunistas, sino para ser ciudadanos. En tanto que comunista, vino siempre a decir, me conformo con que se cumpla la Constitución, con que la Constitución deje de ser un papel mojado. Para ello era preciso armar al aparato constitucional con las debidas instituciones de garantía, dotándola de las condiciones materiales para hacer posible el derecho a la vivienda, el derecho al trabajo, el derecho a la sanidad y la educación. El derecho también a una verdadera libertad de expresión, para lo que sería necesario acabar con el monopolio de la voz pública que tienen un puñado de oligopolios mediáticos. El derecho a la participación política, para lo que, nos dijo, había que acabar con ese «cáncer de la democracia» que es la propaganda electoral. Sobre todo, en fin, el derecho a la existencia, que proclamó Robespierre. La ciudadanía es un mero flatus voci si no viene acompañada de las condiciones materiales que permitan a la personas decidir sin «tener que pedir permiso a otro para existir». Lo que define al ciudadano es la «independencia civil», el no depender de otro, como un hijo depende de un padre, un siervo de un señor, un esclavo de un amo, o como (hasta no hace mucho tiempo) una esposa de un marido (no hace tanto que la esposa era nombrada como la «señora de fulano»).
No era una fórmula tan difícil. Los comunistas no luchamos por un mundo de atletas morales edificados por la ideología proletaria del Partido, sino por un mundo en que de una vez por todas, se haga posible el programa político que la Ilustración propuso a la Humanidad: una república de ciudadanos, una sociedad en la que, los que obedecen la ley sean al mismo tiempo colegisladores, de tal manera que al obedecer la ley no se obedezcan más que a sí mismos. Pero para que se haga posible semejante programa es necesario que las personas participen en la vida política en tanto que ciudadanos de pleno derecho, y eso no es compatible con que al mismo tiempo sean siervos, siervos de un señor, de un amo, de un marido, o como hoy en día ocurre hasta el delirio, siervos de eso que solemos llamar «los mercados», esos nuevos dioses caprichosos, locos y tiránicos que día a día chantajean la voz de nuestros poderes legislativos. Probablemente, nunca en la historia, había ocurrido que la población en general fuera tan «dependiente de otro» como lo es ahora, cuando ni siquiera los Parlamentos se atreven a llevar la contraria al metabolismo económico de los negocios. Los poderes económicos toleran la democracia mientras esta no ose llevarles la contraria, es decir, mientras esta sea económicamente superflua o impotente. El siglo XX fue suficientemente explicativo al respecto: todos los intentos de intervenir parlamentariamente en la esfera económica que tuvo la izquierda, fueron seguidos de un golpe de Estado, de una invasión o un bloqueo (lo hemos documentado bastante en nuestro libro Educación para la Ciudadanía).
De modo que los comunistas no teníamos por qué inventar la pólvora. Bastaba con mostrar que el capitalismo convierte en imposible un orden constitucional coherente. Y eso es lo que, mejor que nadie, proclamó Julio Anguita. Nosotros teníamos que aparecer como los verdaderos defensores de la Constitución. No paré de repetirlo cuando se fundó Podemos. Ahora, Pablo Iglesias ha adoptado esta fórmula y lo está haciendo muy bien. Pero el primero que la practicó sin tregua ni descanso en este país, fue Julio Anguita. «Afortunadamente» (se decía desde el PSOE sarcásticamente por aquél entonces) «nosotros no pensamos que la Constitución diga lo que dice el señor Anguita, porque si fuera así, creemos que habría que cambiarla». Y así lo hicieron; llegado el momento, la cambiaron, con la firma (con nocturnidad y alevosía) del artículo 135, que dejaba de una vez por todas bien claro que todo el texto constitucional estaba supeditado a la voluntad de los poderes económicos. Es impresionante leer el libro de Jose Luís Rodriguez Zapatero, El dilema, en el que explica con toda sinceridad (y no poca honradez) hasta qué punto un Parlamento y un Gobierno no son nada cuando tienen en contra al poder económico.
Todo ello, y sobre todo a partir del 15M, brindaba a la izquierda anticapitalista una oportunidad. La de presentarse en sociedad como la verdadera defensora del orden constitucional contra los extremistas y radicales revolucionarios del liberalismo económico, que, por el contrario, están dispuestos a no dejar institución republicana en pie con tal de abrir el paso a los dementes y ciegos mercados que nos llevan no se sabe a dónde a toda prisa, quizás quién sabe si a la destrucción misma del equilibrio ecológico y social más elemental. Ellos son los revolucionarios, los radicales, los extremistas, que carguen con ese legado. Por primera vez, los comunistas podíamos aparecer, al contrario como los defensores del orden, la democracia y el imperio de la ley. Ellos son los anarquistas que no respetan ningún marco legal, puesto que operan y trabajan desde los paraísos fiscales. Ellos son los antipatriotas. Y, en efecto, como no pararon de repetir Pablo Iglesias e Iñigo Errejón, nosotros, en realidad, somos los verdaderos defensores de la patria.
Era una inesperada vuelta de tuerca que nos brindaba el destino. Pero hay que decir que ya estaba inventada. En primer lugar, por Julio Anguita, en los años ochenta. Esta estrategia de Anguita dio tanto miedo al PSOE como en su momento tuvo por el nacimiento de Podemos. Hasta el punto de que decidieron matarle a disgustos y no pararon hasta que le provocaron dos infartos, utilizando al grupo PRISA de una forma tan canalla que rebajó a El País a los niveles de Okdiario o El Español. No había día en que no se vertieran calumnias y sarcasmos sobre el califa rojo, al que llegaron a acusar de ¡tener un chalet! Como Anguita se negaba a recurrir a la propaganda y se empeñaba en explicar las cosas despacio, le acusaron de ser ¡un maestro de escuela! Pese a todo, la figura de Anguita era tan intachable que no había forma de arruinar del todo su reputación. Joaquín Sabina lo resumió bien en una de sus canciones: «¿Y qué vas a hacer? ¿Votar al Califa? Será mu honrao, no digo que no, ¡pero desfasao! ¡pero desfasao!». En resumen, eso de tener razón estaba ya muy pasado de moda: era el auge de la postmodernidad y la lobotomizada «movida madrileña».
Acabo de decir que fue un invento de Anguita en primer lugar. Es falso, fue en segundo lugar, porque en primero, como mínimo, esa estrategia política ya la había inventado en su momento Marx. Suelo citar un texto que merece reflexión:
«El reino de la libertad sólo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores; con arreglo a la naturaleza de las cosas, por consiguiente, está más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha. Así como el salvaje debe bregar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar y reproducir su vida, también debe hacerlo el civilizado, y lo debe hacer en todas las formas de sociedad y bajo todos los modos de producción posibles. Con su desarrollo se amplía este reino de la necesidad natural, porque se amplían sus necesidades; pero al propio tiempo se amplían las fuerzas productivas que las satisfacen. La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego, que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero éste siempre sigue siendo un reino de la necesidad. Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica.»
Lo que este texto tiene de más interesante es el «pero» en cuestión. Eso de que «el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como por un poder ciego» es en realidad lo que siempre hemos entendido por socialismo o por comunismo. Y sin embargo, Marx añade: «pero» eso forma parte «todavía» del reino de la necesidad. Hay un «allende el mismo», un «más allá» que es lo interesante: el «reino de la libertad», donde por primera vez aparecerán fines que merece la pena perseguir «por sí mismos». He intentado demostrar en otros sitios que no hay otra manera de interpretar este giro de Marx que comprendiendo que el comunismo no es un fin, sino un medio para conseguir otra cosa: una sociedad de ciudadanos libres, iguales y fraternos, un orden republicano, un orden de fines en sí. Hasta el momento, «supervivir nos ha impedido vivir», como recordaba en los años setenta Raoul Veneigem. El «comunismo» no es una receta vital, sino un medio imprescindible para comenzar un nuevo tipo de vida, más allá de la mera lucha por la supervivencia. Y no hay que inventar la pólvora a este respecto, ya está inventado cómo sería la cosa: es el orden republicano de una sociedad de ciudadanos. Así es que Anguita tenía, como marxista, toda la razón: si somos comunistas es porque estamos convencidos de que nuestros órdenes constitucionales no son factibles bajo el capitalismo. Pero no es que queramos ser «comunistas». Es que queremos ser republicanos.
Carlos Fernández Liria. Profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y escritor.
Fuente: https://blogs.publico.es/otrasmiradas/33143/anguita-entre-podemos-y-marx/