Cuando los empresarios hablan de “innovación para salir de la crisis”, lo que vuelven a exigir es que se reduzcan aún más los impuestos a las grandes compañías, que el Estado siga subvencionando sus costes laborales y que se las rescate con fondos públicos.
liminar trabas burocráticas. Estimular un clima de confianza. Establecer reglas de juego claras. Mejorar la competitividad. Apostar por la innovación. Profundizar el saneamiento de las cuentas. Promover una fiscalidad eficiente. Proporcionar incentivos adecuados. Fomentar la colaboración público-privada. Impulsar el diálogo social. Fortalecer consensos amplios. Generar riqueza, crear puestos de trabajo y liderar el futuro.
Cualquiera de estas frases hechas podría servir como resumen de cualquiera de las intervenciones de los grandes empresarios que tuvieron lugar durante las dos semanas que ha durado la “cumbre empresarial” organizada por la CEOE. También valdrían para titular cualquiera de las entrevistas dominicales a los líderes del capitalismo español que ha venido publicando El País durante ocho semanas. “Hace falta un nuevo contrato social”, proclamaba Ana Botín en la primera de ellas, antes de insistir en que lo fundamental es que se mantengan los mecanismos de extracción de riqueza: “Solo apoyando al empresario y a las empresas es posible todo lo demás”.
Es la retórica habitual de las grandes corporaciones para avalar las bondades del modelo económico y otorgar legitimidad social a sus objetivos de negocio. Crecimiento, desarrollo, inversión, empleo, sostenibilidad e innovación son conceptos recurrentes en el relato empresarial. De la misma manera que las petroleras abanderan la transición ecológica y los bancos la educación financiera, las compañías que acumulan ganancias con un sistema que destruye los derechos humanos son las que ahora nos vienen a hablar de reconstrucción.
La “reconstrucción” de la CEOE
Las grandes corporaciones tienen claro por dónde pasa la “reconstrucción económica”: “Más flexibilidad laboral y rechazo al alza de impuestos”, sintetizaba la portada de Expansión tras la inauguración del show de la patronal. O, dicho de otro modo, por dónde no: se trata de blindar las conquistas empresariales obtenidas tras las sucesivas reformas laborales y rebajas fiscales que tuvieron lugar en las últimas décadas. Cuando los empresarios hablan de “innovación para salir de la crisis”, lo que vuelven a exigir es que se reduzcan aún más los impuestos a las grandes compañías, que el Estado siga subvencionando sus costes laborales y que se las rescate con fondos públicos.
Ante la profunda crisis socioeconómica que viene, las élites político-empresariales que han venido dominando el capitalismo español desde mediados del siglo pasado saben que está en juego su propia supervivencia. De ahí que, dando carpetazo a la década en que su presidente acabó en la cárcel y las grandes compañías llegaron a montar su lobby paralelo —el Consejo Empresarial para la Competitividad—, la CEOE haya renovado su imagen y su discurso para volver a presentarse como la gran aglutinadora de los intereses de “nuestras empresas”.
Sin apenas declaraciones altisonantes y mostrando su predisposición al “consenso y diálogo social”, la patronal continúa con el mismo objetivo de siempre: presionar al gobierno para que continúe con sus políticas business friendly. Hasta la fecha, con un éxito indudable: a la línea del ICO de 100.00 millones de euros en avales a créditos bancarios para que las empresas dispusieran de liquidez, hay que sumarle ahora 40.000 millones más en avales para inversiones productivas y otros 10.000 millones para que el Estado entre en el accionariado de empresas en quiebra. De nuevo, socialización de pérdidas sin redistribución de ganancias. Todo ello, a pesar de las declaraciones sobre la “recuperación verde” y la necesidad de un “cambio de modelo productivo”, sin plantear siquiera unas mínimas exigencias socioambientales.
Mantener intactas las fortunas y privilegios empresariales, en época de incertidumbres, requiere también fortalecer la hegemonía cultural de la gran empresa como pilar fundamental del modelo socioeconómico. Así, junto a la batería de términos positivos asociados al eslogan “Tenemos futuro”, los buques insignia de la Marca España han apostado por difundir por tierra, mar y aire su supuesta función estabilizadora del sistema. El presidente de Inditex, Pablo Isla, subrayó esta idea al abrir la cumbre de la CEOE y al cerrar la serie de entrevistas del diario de Prisa: “Es muy importante dar seguridad jurídica y confianza para atraer y retener inversiones”.
A vueltas con la “seguridad jurídica”
Invocar la noción de “seguridad jurídica” como fundamento central de la protección de los contratos y los intereses comerciales se ha convertido en un clásico en el discurso habitual para apoyar la expansión de las grandes empresas españolas. Lo pudimos comprobar, durante las dos décadas pasadas, cada vez que “nuestras empresas” tuvieron conflictos con los gobiernos latinoamericanos que quisieron renegociar las condiciones tan favorables con las que operaban en sus países. “El gobierno de Buenos Aires está dispuesto a pasar por encima de contratos, concesiones y cualquier idea de seguridad jurídica que pueda atraer en el futuro a la inversión extranjera”, decía El País en 2012 tras la expropiación de YPF a Repsol, sin tener en cuenta que la decisión del ejecutivo argentino estaba avalada —como lo estaría en España una intervención similar— por la constitución del país.
Cuando hoy vuelve a desempolvarse este concepto, es para recordar una vez más la fortaleza de la armadura jurídica internacional que tiene como razón de ser la defensa de los negocios de las compañías multinacionales. Hablamos de todas esas miles de normas, acuerdos y tratados bilaterales, multilaterales y regionales que han sido promovidos durante medio siglo por los Estados centrales e instancias como el Banco Mundial, el FMI y la OMC, para conformar la arquitectura de la impunidad en la que desarrollan sus negocios las grandes corporaciones. En el marco de esta nueva lex mercatoria, la seguridad jurídica únicamente se concibe como un principio vinculado a los intereses económicos dominantes.
Pero la seguridad jurídica es un principio internacional que no solo debería estar vinculado a valoraciones económicas. Las medidas que tomaron en la última década los gobiernos de Bolivia, Venezuela y Ecuador para nacionalizar algunos sectores económicos, al igual que las medidas contempladas por el gobierno español en el decreto del estado de alarma en relación a la intervención estatal en sectores estratégicos —que nunca han pasado de ser una mera declaración de intenciones—, demuestran que los Estados se encuentran facultados para modificar leyes y contratos con las transnacionales si estos establecen un trato que vulnere los derechos fundamentales de la mayoría de la ciudadanía. Hay abundante doctrina jurídica al respecto: las normas imperativas sobre derechos humanos y ambientales tendrían que prevalecer sobre las leyes comerciales y de inversiones. La práctica, sin embargo, nos muestra una y otra vez que la realidad no funciona así. Porque no se trata de una discusión de técnica jurídica, sino de un conflicto de raíz político-económica.
Las grandes empresas desarrollan sus negocios con único objetivo: maximizar el beneficio y la rentabilidad para sus propietarios. Pero cuando hay crisis recurren a una vieja estrategia: identificar su interés privado con el interés general. Por eso vuelven a exigir seguridad jurídica, para dar cumplimiento a su “derecho” a continuar con el proceso de reproducción del capital. Con el lema “Empresas españolas liderando el futuro”, trata de reflotarse la marca-país para asegurar la centralidad de las grandes corporaciones en el modelo económico. Bajo el mantra de la colaboración público-privada, pretenden imponernos el enésimo plan de ajuste estructural; tanto en las empresas (despidos, precarización, devaluación salarial), como en los presupuestos públicos (exenciones fiscales, préstamos a fondo perdido, rescates para las grandes compañías).
La asimetría del horror
La historia de la globalización capitalista es la historia de una asimetría normativa que se articula en torno a una idea central: proteger a toda costa los negocios de las multinacionales mediante un ordenamiento jurídico internacional fundamentado en las reglas de comercio e inversión, a la vez que sus obligaciones se reenvían a las legislaciones nacionales —previamente sometidas a la ortodoxia neoliberal— y se desdibujan tras la voluntariedad de la “responsabilidad social”. Mientras que hemos perdido la cuenta de cuántas reformas laborales y del sistema de pensiones hemos sufrido, el Estado ha ido firmando cientos de tratados comerciales y acuerdos de protección de inversiones para asegurar los negocios de “nuestras empresas” por todo el mundo.
Quienes hablan de emplear con fuerza el principio de seguridad jurídica para proteger con la máxima eficacia los negocios de las transnacionales, no lo tienen en consideración cuando se trata de desregular los derechos de las mayorías sociales en todas aquellas materias susceptibles de comprarse y venderse. Reacios a controlar los abusos cometidos por las grandes corporaciones e imponerles contrapesos y sanciones, los Estados se muestran decididos a la hora de blindar sus fronteras y aplicar “todo el peso de la ley” a quienes están por debajo del vértice de la pirámide de las relaciones de poder. Podrían citarse miles de ejemplos.
Las condiciones extremas en las que trabajen y malviven las temporeras marroquíes de la fresa en Huelva. Las redadas policiales que sufren los trabajadores de la fruta en Lleida. Las trabajadoras migrantes que son contratadas como cuidadoras con plena disponibilidad por dos euros la hora en Gipuzkoa. Las prácticas antisindicales de las subcontratas de Inditex en Myanmar. Las multinacionales como ACS, Indra, Telefónica o Ferrovial que se lucran con la industria de control migratorio. Las compañías como Iberdrola y Repsol que hablan de sus horizontes de descarbonización mientras aumentan sus emisiones de gases contaminantes. “La ley es igual para todo el mundo”, decía el rey Juan Carlos mientras urdía una trama societaria para blanquear las comisiones millonarias obtenidas con el proyecto estrella de la Marca España.
La privatización de las normas jurídicas y la mercantilización de la democracia están haciendo que los derechos humanos vayan siendo expulsados del imaginario colectivo. Todo ello tiene una profunda conexión con una lógica colonial y racista que presupone que hay diferentes derechos para diferentes categorías de personas. Para continuar con su dinámica de crecimiento y acumulación, el sistema necesita mantener a personas —principalmente, migrantes— ubicadas en territorios de “no derechos”. Las fronteras, los aeropuertos, la venta ambulante, los invernaderos, los mataderos, el sector agrícola o el trabajo doméstico son limbos jurídicos, funcionales al racismo y la xenofobia. En ninguno de estos casos se ha escuchado a la patronal reivindicar la seguridad jurídica.
Invertir la pirámide normativa
Hace diez años, Díaz Ferrán marcaba la línea de la CEOE para salir de la crisis: “Hay que trabajar más y ganar menos”. Hoy, a pesar de su renovada imagen de marca y de la cuidada puesta en escena, la perspectiva de las clases dominantes que gobiernan el capitalismo español permanece inalterable: “Este año las vacaciones debe tomarlas el que pueda y cuando pueda. Las cosas no están para bromas”, ha dicho el presidente de Viscofan en la reciente cumbre empresarial. El relato de las “propuestas de futuro para la recuperación” pasa por continuar con la lógica de acumulación por desposesión, expulsión y necropolítica.
El Estado de Derecho sufre una fuerte descomposición cuando la asimetría normativa coloniza el núcleo central de su funcionamiento. En la Unión Europea existe un marco institucional que fortalece el mercado, la propiedad privada, la privatización y la desregulación de los derechos sociales. Y este se vincula, a su vez, con acciones públicas que incorporan a la armadura jurídica de dominación la estabilidad monetaria, el control de la inflación, la austeridad fiscal, la “independencia” de los bancos centrales, el pago de la deuda. Normas privadas constitucionalizadas que todo el mundo debe obedecer, por encima de los posibles cambios gubernamentales que puedan darse en el marco de la democracia representativa. Es una arquitectura jurídica imperativa, coercitiva y ejecutiva; ha de cumplirse sí o sí, salvo enfrentamiento descarnado con los poderes financieros, como ocurrió en el caso de Grecia frente a la troika.
En este contexto, frente a esa hiperinflación normativa de la lex mercatoria que contribuye a blindar los beneficios empresariales, ¿qué pasa con la seguridad jurídica de los derechos de las víctimas de las grandes corporaciones y los fondos de inversión transnacionales? La noción de seguridad jurídica no es neutral, objetivable, sino que permite diferentes interpretaciones. Es un concepto que las élites expropian del sistema internacional de los derechos humanos y lo recolocan en favor de la propiedad privada, situando la acumulación de riqueza en el vértice de la jerarquía normativa. La seguridad jurídica, al fin y al cabo, no es sino una expresión más de la disputa frontal entre intereses radicalmente opuestos.
Por un lado, sirve para formalizar las relaciones de fuerza entre los de arriba y las de abajo, que aparece mediatizada por el poder corporativo. Por otro, contribuye a tutelar los derechos humanos, sociales, culturales y medioambientales por encima de los intereses del capital. Esta segunda interpretación enlaza con un uso alternativo de las normas jurídicas a favor de todas las personas que se encuentran al margen del núcleo central del modelo corporativo, en situaciones de “no poder”.
Invertir esta jerarquía normativa, para resituar en su vértice los derechos fundamentales de las mayorías sociales, requiere un conflicto frontal con los grandes propietarios y las corporaciones transnacionales. Es una disputa que exige transitar de lo legítimo a lo legal, para que sean los derechos humanos los que vertebren la seguridad jurídica. Lo contrario, utilizar este principio para blindar las ganancias empresariales, es ilegítimo. Por mucho que la CEOE quiera convertirlo en la única legalidad posible.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/crisis-economica/seguridad-juridica-reconstruccion-ceoe