Para la moderna civilización occidental el trabajo es la actividad fundamental del individuo: crea el valor y la riqueza, supone una relación con los demás, domina la naturaleza y es un deber social; es el medio principal de contribución y vinculación social.
Estas ideas básicas son comunes a las corrientes cristianas, liberales y marxistas. La reforma protestante puso el acento en la vocación, en la profesión, en el trabajo metódico, e impulsó un gran cambio cultural y de mentalidad con respecto al trabajo, que se extiende como concepto abstracto en el siglo XVII y XVIII, siendo el instrumento principal para la revalorización de la nueva economía burguesa. Es la escuela británica, con Adam Smith a la cabeza, la que pone al trabajo en primer plano, para oponerlo a la propiedad como fuente de riqueza, es decir, para oponerlo a la aristocracia propietaria de la tierra. Se trataba de arrinconar tanto la ociosidad propietaria como el ‘orar’ cristiano frente al deber de ‘laborar’.
El trabajo tenía entonces un componte progresista frente al poder de la Iglesia y de los terratenientes, haciendo recaer sobre el esfuerzo propio, la valorización de las personas y la creación de riqueza. Pero su función principal era la desposesión del campesinado y el freno al ocio, a la dedicación a la actividad religiosa o cultural de la población, sin las premuras del tiempo. Su objetivo central será el control del tiempo de los sectores populares por parte empresarial y su inversión en la naciente revolución industrial. El trabajo fue un medio de subsistencia para las nuevas clases populares, un salario como medio de garantizar unas rentas, un mecanismo de disciplinamiento y subordinación, y no un fin de los individuos deseosos de su autorrealización humana, como la ideología liberal pretendía hacer creer.
Marx retoma esa centralidad del trabajo y en sus Manuscritos habla de la importancia fundamental del trabajo y de la producción, aunque en un sentido amplio y genérico, tal como señala Paul Ricoeur (Ideología y utopía. Ed. Gedisa-Barcelona, 1999). Todavía con lenguaje hegeliano, estos conceptos tienen un sentido más antropológico que económico. La ‘producción’ no es estrictamente económica, sino el conjunto de la ‘actividad creadora’ del individuo; el trabajo, será la acción generadora de ‘libertad contra la necesidad’. La diferenciación con Smith y los economistas burgueses, vendrá porque esas funciones del trabajo se plantean, sobre todo, como potencialidad, en el terreno de lo ideal, de lo que debería ser, ya que el trabajo ‘real’ está alienado, enajenado. El trabajar no generaría individuos autónomos y libres, sino subordinados a la propiedad privada -al capital- y fragmentados por la división del trabajo. Posteriormente Marx y en especial el marxismo, al concepto producción y trabajo le darán un contenido económico muy preciso, como actividad asociada al proceso de valorización del capital, que genera plusvalía, principalmente en la industria.
Las versiones más economicistas, incluso llegan a considerar ‘improductivo’ una parte del trabajo, el realizado en los servicios, el intelectual o el doméstico. En la tradición dominante de la izquierda y del marxismo las palabras trabajo y producción tendrán, fundamentalmente, un contenido económico y además positivo, alejado del componente más amplio y antropológico y más negativo, como el de la enajenación del primer marxismo. En la sociedad moderna se ha asumido, mayoritariamente, el pensamiento liberal de contemplar el trabajo, en esta sociedad, como fuente de realización humana; no obstante, en las últimas décadas va ganando terreno su papel instrumental como medio -el salario- de subsistencia y poder adquisitivo; incluso pierde relevancia el objetivo del nivel de satisfacción a conseguir mediante el trabajo y aumenta su importancia como medio de estatus, poder y consumo: se valora lo que proporciona el trabajo, pero no tanto el contenido mismo del trabajo.
Hoy día, entre la población, está muy acuñado el concepto ‘producción’ vinculado a la economía formal, y el ‘trabajo’ al trabajo asalariado, al empleo. Así, la utilización de esas palabras -producción o trabajo- para abarcar el conjunto de la acción humana tendría más inconvenientes que ventajas. Genera confusión al utilizar unos términos que, social y públicamente, se interpretan como estrictamente económicos, cuando se pretende revalorizar una acción al margen de la esfera económico-productiva, en sentido estricto.
Esa tentativa seguiría alimentando la importancia de la esfera económica y, en consecuencia, la prioridad del empleo actual como actividad fundamental. Se mantendría la separación y la jerarquización de una actividad más importante, la económica -el empleo- de las otras, el resto de las actividades, más secundarias y subordinadas a la primera, cuando se trata de romper esas barreras y jerarquizaciones. Subsumir hoy toda la acción humana al concepto producción o trabajo, tendría ese sesgo economicista, de relativización de la actividad no remunerada y de estigmatización de las personas y actividades no vinculadas al mercado laboral.
Para revalorizar la función creadora o de relación social de la acción humana, y aunque se pudiera recuperar ese doble sentido de la palabra trabajo -liberador y alienante- del primer Marx, convendría utilizar dos conceptos diferentes. Así trabajo, definiría la actividad en el plano económico; una parte, la formal, es el empleo, trabajo asalariado, y otra parte es el trabajo no formal: doméstico, formativo, sumergido…. Pero el resto de la acción humana sería ‘actividad’, a veces interrelacionada con el llamado trabajo no formal; conviene diferenciarlos conceptualmente, sobre todo, en la problemática de la relación de trabajo y ciudadanía donde, fundamentalmente, actividad sería acción o práctica ‘sociocultural’, dejando en otro plano el ‘ocio’.
Esta diferenciación nos situaría mejor para ampliar el campo de la ‘cultura’ y reducir el campo de la ‘economía’, para aumentar la llamada ‘actividad autónoma, social y cooperativa’ y reducir el trabajo asalariado y su lógica. En definitiva, se pueden distinguir los dos campos de acción humana, el trabajo -sobre todo el empleo- por un lado, y la ‘praxis’, la práctica sociocultural, por otro. Este segundo tipo de actividad recuperaría la tradición griega de praxis ciudadana, con un componente fundamentalmente ético y político, en un sentido amplio, es decir, de acción y participación pública.
La modernidad se ha asociado a esta cultura del trabajo que se está agrietando. Sería de interés revisar otra tradición cultural cuyos componentes principales nacieron en la polis griega. En esa tradición, lo principal como vínculo e identidad social eran los asuntos de la polis, la política entendida en sentido amplio, ya que abarcaba la actividad pública de tipo social y cultural; por otra parte, estaba el trabajo privado y que ocupaba una parte del tiempo aunque, posteriormente, trataban de dejarlo para los esclavos. En la comunidad local de la Edad Media, también había cierto reconocimiento igualitario de las personas y un marco de relaciones locales comunitarias, pero en un orden social desigual basado en la división estamental y un orden moral bajo hegemonía eclesiástica. La economía, la disciplina laboral y la subordinación del trabajo no fueron los fundamentos de la sociedad hasta el siglo XVIII o el XIX, en algunos países europeos. El empleo y la sociedad salarial trajeron una nueva explotación y opresión, pero también supuso una mejora con respecto a otros privilegios y subordinaciones, como la servidumbre o un tipo de dependencia femenina, proporcionando un nuevo estatus y cierta autonomía individual
En las dos grandes corrientes mayoritarias de la modernidad, el socialismo y el liberalismo, se consolidan la preferencia hacia la justificación del trabajo y la economía como elementos centrales, complementadas por los derechos sociales y la ciudadanía, según los énfasis. La actitud frente al trabajo es un elemento clave de las sociedades modernas. La ética protestante y el liberalismo utilitarista promovieron la transformación en los siglos XVII y XVIII, de poner el trabajo y la economía en el centro de la vida y de la sociedad; la moral productivista se desarrolla sin freno desde entonces. También en la izquierda se abraza, mayoritariamente, esa actitud y pensamiento, aunque a veces se ponga el acento en la explotación del trabajo.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.
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