Barcelona es probablemente la ciudad del mundo que más discurso ha producido sobre sí misma, sus excelencias culturales, su clima, su urbanismo progresista… sobre su “modelo”. En términos neoliberales de competencia entre urbes por atraer capitales, la apuesta por el turismo como eje de la economía urbana postindustrial ha sido un éxito. En 2019, antes de la pandemia, este sector suponía casi el 13% de su Producto Interior Bruto (PIB) y daba empleo a más de 131.000 trabajadores y trabajadoras, el 12,5% del total. Pero para sus habitantes, el reparto de los beneficios, como siempre sucede, es muy desigual. Las molestias que produce la turistificación, las dificultades de habitar una ciudad volcada hacia el turismo o la distribución desigual de sus beneficios llevan tiempo formando parte del debate público, con mayor o menor tensión, según el momento.
En esta campaña electoral, la oposición se está centrando en temas netamente de derechas, como la agenda securitaria –delincuencia, okupas y limpieza– donde creen que tienen un marco más fácil. Desde estas posiciones, el turismo está poco presente, más allá de la apelación genérica a la necesidad del crecimiento económico y de las facilidades que hay que dar a las empresas. Pero para la izquierda también es un debate incómodo, sobre todo después de ocho años en el poder.
¿Por qué es tan importante el turismo en Barcelona?
Después de los Juegos Olímpicos de 1992, el discurso público omnipresente alababa de forma unánime las “bondades del turismo”. Si algo se podía destacar de aquel “exitoso” modelo fue la apuesta de los diferentes gobiernos municipales por la colaboración público-privada, fundamentalmente a través del consorcio Barcelona Turismo, creado en 1993 con el fin de dar continuidad a la promoción turística de la ciudad. Desde entonces, han sido ingentes las cantidades de dinero público destinadas a publicitar la ciudad en los circuitos internacionales y a construir las infraestructuras urbanas que necesita el sector –tanto en alojamiento como en transportes–. Esto es clave porque una de las lógicas principales con las que funcionan las empresas turísticas es que venden algo que no es suyo. Los turistas no se alojan en un hotel por los servicios que ahí se les proporcionan. Esta es una decisión secundaria; la principal es la ubicación. Lo que les interesa es el entorno, la propia ciudad. El producto es Barcelona. Y eso explica la presión constante sobre las administraciones públicas, y en particular las alcaldías, para que les proporcionen un buen entorno y lo hagan vendible.
La reactivación pospandemia –Barcelona cerró el 2022 con 9,7 millones de turistas alojados en hoteles y viviendas de uso turístico, un volumen equivalente al 81,2% del registrado en el 2019–, con el miedo a la crisis, ha permitido al empresariado redoblar su presión sobre el sector público para incentivar la promoción internacional, desarrollar macroproyectos (como los Juegos Olímpicos de Invierno o la Copa América), y mejorar sus infraestructuras, ya sea la ampliación del aeropuerto o la construcción de plantas desalinizadoras para evitar restricciones en el consumo de agua. También ha servido como excusa para que el año pasado se aprobara un acuerdo municipal –con el apoyo de las principales patronales vinculadas al turismo, los sindicatos mayoritarios y todos los partidos con representación en el consistorio, con la abstención de ERC– para reformar los horarios comerciales en 27 barrios de Barcelona y que se pueda abrir en domingos y festivos durante cuatro meses al año, con el fin de aprovechar la llegada de cruceristas. Una vuelta de tuerca más en el proceso de turistificación.
Protestas y acusaciones de turismofobia
Inevitablemente, esta reactivación conlleva el regreso del conflicto social. Un ejemplo: el fin de semana anterior al inicio de la campaña, el del 6 y 7 de mayo, coincidieron en la ciudad tres manifestaciones relacionadas con el turismo. El sábado por la mañana, el vecindario de los barrios de El Carmel, La Salut y Vallcarca se manifestaba contra la gestión que ha hecho el ayuntamiento del espacio donde se encuentran las baterías antiaéreas, convertidas años atrás en un nuevo atractivo turístico. Su protesta finalizó bloqueando la entrada del Park Güell, ejemplo de privatización y exclusión al que parecen condenados ahora los búnkers del Carmel. A la misma hora, el sector de trabajadoras del comercio, convocado por la plataforma Stop Domingos y Festivos, se concentraba en el Passeig de Gràcia contra la reforma de horarios comerciales Al día siguiente, tuvo lugar otra manifestación en el Puerto de Barcelona, que exigía el fin de su ampliación y el decrecimiento en la llegada de cruceros.
En años anteriores, cuando se rompió el consenso en torno a las bondades del turismo, los medios de comunicación trataron de explicar las protestas a partir de la idea de la turismofobia. No era inocente. Apelar a razones fóbicas y, por tanto, irracionales, construía un marco que deslegitima estas reacciones. Como era previsible, en estos días, el término ha vuelto a aparecer. En realidad, leer este clima social como manifestaciones de conflictos de clase ayuda a explicar mucho mejor lo que está ocurriendo.
Así es como el turismo ha llegado a la campaña electoral: reactivación turística, movilizaciones populares y presencia en los medios de comunicación. De nuevo, el turismo llama a las puertas de las elecciones.
Gobernar el turismo en tiempos de incertidumbre
En las elecciones municipales de 2015, que llevaron a la victoria de Barcelona en Comú, el turismo fue uno de los temas de la campaña. En consecuencia, una de las primeras medidas que tomó Ada Colau como alcaldesa fue la moratoria de nuevas licencias turísticas. En los siguientes años se tomaron decisiones que trataban de poner ciertos límites al crecimiento del sector, en especial desde el área de urbanismo, como el Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos (PEUAT), la vigilancia sobre la oferta de vivienda turística sin licencia o la regulación sobre las terrazas de bares y restaurantes. Desde 2015 el número de viviendas para uso turístico se ha reducido muy ligeramente: de 9.606 a 9.434 en 2021).
Aunque fueron diversas las medidas adoptadas que trataban de revertir una situación descontrolada durante las alcaldías del socialista Jordi Hereu y el convergente Xavier Trias, en realidad, el primer mandato de los comunes terminó sin mostrar una apuesta clara y decidida por el desmontaje de las bases que permitieron aquella espiral turistificadora. Más bien se intentó pacificar el conflicto para que no acabara pasando factura a un gobierno en minoría, amenazado en diversos frentes. El turismo era una patata caliente y lo que se intentó fue que bajara la tensión a su alrededor.
En buena medida, esta estrategia funcionó en términos político-institucionales, y progresivamente el turismo dejó de ocupar los primeros puestos entre las preocupaciones de la población barcelonesa. Así, en las elecciones siguientes, en 2019, el tema ocupó menor atención. Como consecuencia de los resultados electorales, el pacto de gobierno entre Barcelona en Comú y PSC dio lugar a un gobierno bicéfalo, con las áreas relacionadas con la economía en manos de los socialistas. Las políticas turísticas quedaron también bajo el control de este partido, sin que los comunes dieran muestras significativas de desacuerdo en las principales medidas adoptadas.
Las primeras iniciativas socialistas ya mostraron un carácter político distinto, con la propuesta de creación de “nuevos imaginarios turísticos” que desconcentraran la presión del centro de la ciudad y potenciaban otro tipo de turista. El contexto de reactivación pospandemia ha coincidido con una dinámica global presidida por numerosas crisis: la ecosocial, donde entraría la crisis climática, pero también la de combustibles fósiles que está encareciendo el precio de los vuelos, o el conflicto geopolítico europeo. Todo ello genera enormes incertidumbres sobre la posibilidad de seguir expandiendo el turismo barato como se ha hecho en las últimas décadas. Esta crisis de acumulación trata de encontrar una supuesta salida reconvirtiendo el sector gracias al “turismo de calidad”. Aunque se quiera decir bonito, esto no quiere decir otra cosa que turistas con mayor poder adquisitivo. La propuesta es que vengan menos en cantidad, pero que gasten más. Pero, ¿va a solucionar esto los problemas asociados como el de la redistribución de la renta urbana? ¿Acaso el hecho que alguien pague más es garantía de que se redistribuya mejor? Atraer turismo de alto poder adquisitivo, que tiene un consumo de recursos más elevado que la media, implica destinar un presupuesto público cada vez mayor a hacer atractiva esta oferta. Son recursos que dejan de emplearse en mejorar la calidad de vida de los habitantes de la ciudad o en preparar una transición socioecológica que urge. Además, la competencia con otras ciudades es feroz. Lo mismo están haciendo en Mallorca, Málaga, Ámsterdam o Venecia. Pero, ¿hay turistas ricos para todos?
La otra pieza de la política turística practicada durante los últimos años es la apuesta por la “desconcentración”, es decir, sacar a los turistas del centro y poner en valor atractivos de otros barrios. Pero esta propuesta sin una política real de decrecimiento, de momento, lo único que ha conseguido es multiplicar y dispersar por toda la ciudad los problemas ya conocidos. Repartir el turismo por la ciudad no es sino otro de los nombres del crecimiento, como demuestran los ejemplos tanto del Park Güell como de los búnkeres del Carmel.
Entre la barra libre y el decrecimiento
En esta campaña electoral, el marco general de la mayoría de candidaturas es el de no meterse mucho con el turismo, ya que la ciudad “vive de él”. Los socialistas de Jaume Collboni se han convertido en los mejores representantes de los intereses del empresariado. Por ejemplo, están netamente a favor de la ampliación del aeropuerto, que implica más llegadas, y, por tanto, más crecimiento y proponen abrir “una nueva etapa” en el Consorcio de Turismo de la ciudad para reimpulsar el negocio turístico.
La derecha tiene un discurso parecido. Xavier Trias, de Junts per Catalunya, dice que el turismo es vital para la ciudad, pero quiere promover que sea “familiar, cultural, de congresos, de eventos profesionales” y evitar el de “drogas y prostitución” –como hemos dicho, la agenda securitaria es central en esta campaña–. Vox también se centra en este discurso y propone una apuesta vaga por el “turismo de calidad” que no concreta. Mientras que el PP va un poco más lejos y asegura que pondrá la “alfombra roja” al sector e incluso eliminará la tasa turística, un discurso muy parecido al de Ciudadanos y Valents.
ERC, con Ernest Maragall, quiere parecer un punto medio, haciéndose eco del malestar social, pero sin hablar de reducir la actividad. Así, apoya la ampliación del aeropuerto, pero sin que implique “más llegadas”, y habla de desconcentrar o hacer más sostenible la actividad, pero no de decrecer, ni siquiera en el número de cruceros. Aunque proponen aumentar la tasa turística y también reclama que Barcelona sea una ciudad más cara para hacer turismo.
Los únicos que hablan de poner límites a la actividad turística son la CUP –con un programa de decrecimiento turístico radical, que sabe que no va a enfrentarse a las contradicciones de gobernar la ciudad, y Barcelona en Comú. Pero para los Comunes el turismo es claramente un asunto controvertido, después de ocho años en la alcaldía con una acción de gobierno que se ha debatido contradictoriamente entre tratar de limitar y regular la actividad, y al mismo tiempo intentar bajar la intensidad del conflicto y dejar la iniciativa en esta materia a los socialistas. Por un lado, Ada Colau ha hecho manifestaciones rotundas contra la ampliación del aeropuerto y en su programa dicen apostar por “una firme regulación” de la actividad. También recogen la redefinición del Consorcio de Turismo de Barcelona “para garantizar su vocación pública”, o asumen la necesidad de “poner límites al turismo y mitigar sus impactos negativos”, así como “intensificar las inspecciones para garantizar el cumplimiento del Plan especial urbanístico de alojamientos turísticos” –que tiene problemas en su aplicación–. Sin embargo, va a resultar difícil situar este marco de discusión, ya que, durante los últimos cuatro años, prácticamente lo han abandonado al ceder toda la iniciativa en política turística a los socialistas y han apoyado iniciativas como la apertura de los comercios en domingo o han asumido eventos como la Copa América, por señalar algunos de los episodios más recientes.
Para la izquierda, el turismo se ha convertido en un asunto incómodo, no solo por los poderes urbanos a los que hay que confrontar, sino porque hay que construir un discurso político en el alambre, atrapado entre la necesidad de decrecer y la dependencia económica y de los puestos de trabajo que genera el sector que, aunque precarios, son los que hay.
El conflicto social en torno al turismo no puede adormecerse, por miedo a que pueda pasar otras facturas. Sin movilización vecinal, comunitaria, ecologista y sindical el proceso de turistificación de la ciudad no se detendrá, aun a costa de profundizar todavía más en su vulnerabilidad. El conflicto turístico emerge tímidamente de nuevo en el debate electoral, pero esto no puede ser un hecho puntual. Sin contrapesos sociales permanentes no hay posibilidades de una política transformadora que trate de revertir las dinámicas de apropiación de la ciudad por parte de los capitales turísticos.