Hace 57 años del mayor accidente nuclear de la Guerra Fría, cuando cuatro bombas atómicas cayeron sin detonar sobre la pedanía de Palomares tras el choque de dos aviones estadounidenses. El Gobierno español retoma ahora conversaciones con Washington para acometer la limpieza de las zonas contaminadas.
Miguel tenía apenas cuatro años cuando una bola de fuego atravesó el cielo. Era una mañana fría de enero y por San Antón, patrón de los animales, todo el pueblo estaba echado a las calles. Una multitud se congregó alrededor de la finca de su padre: parte del fuselaje de uno de los aviones accidentados cayó sobre los tomates que su familia llevaba generaciones cultivando. Casi 60 años después, Miguel recuerda, con los ojos todavía llenos de asombro, el olor de los cuerpos quemados entre la chatarra.
El 17 de enero de 1966 dos aviones militares estadounidenses, un imponente bombardero B-52 cargado con cuatro bombas atómicas de hidrógeno y un avión nodriza KC-125 que debía abastecerlo de combustible en pleno vuelo, chocaron cuando sobrevolaban Palomares, cambiando para siempre la historia de esta aldea de la costa almeriense de apenas 600 habitantes que por aquel entonces ni siquiera aparecía en los mapas.
“No vimos nada peligroso, hasta que repente pareció desatarse el infierno”, declaró tiempo después el mayor Larry Messinger, a los mandos de la nave principal en el momento del accidente. En plena Guerra Fría, Estados Unidos mantenía aviones de combate siempre en vuelo, capaces de reaccionar en caso de ataque inminente del bloque soviético. La dictadura franquista había cedido la Península a Estados Unidos como entrada al Mediterráneo por lo que, en un punto convenido cerca de la desembocadura del río Almanzora, los superbombarderos ejecutaban a diario este tipo de delicadas maniobras de repostaje en marcha. Era cuestión de tiempo que ocurriera un desastre nuclear.
Se desconoce —o no se quiere saber— qué error desencadenó el accidente. El bombardero no redujo la velocidad lo suficiente y se mantuvo muy cerca del avión cisterna, desde donde tampoco llegaron señales de alarma, según el testimonio de Messinger. La nave principal rajó el fuselaje de la nodriza, derramando combustible y provocando una explosión en el cielo; matando también a los cuatro tripulantes. Tres de los siete que viajaban en el B-52 lograron eyectarse y salvarse.
En tierra, pese a que era época de cosecha, la suerte quiso que aquel nefasto día fuese festivo y los habitantes de la pedanía, eminentemente rural, no estuvieran trabajando en el campo. La primera de las cuatro bombas fue encontrada sin rasguños en el lecho seco del río, a pocos metros de la costa. La segunda, junto a los restos incandescentes de uno de los aviones, cayó en la finca familiar de Miguel, un pequeño valle a las afueras del pueblo muy cerca del cementerio. El explosivo alcanzó tanta velocidad que su paracaídas no funcionó. El choque dejó un cráter de dos metros de profundidad y provocó fisuras en el misil por las que comenzó a dispersarse la carga de plutonio y uranio.
La tercera bomba también fue dañada, esparciendo radiación en una pequeña cañada donde las viviendas, todavía a día de hoy, se levantan a pocos pasos del socavón que produjo el artefacto. Se cree que alrededor del 10% de la carga química explosionó, de una bomba que contenía hasta 65 veces más poder destructivo que el de las lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial.
Aunque ahora se muestran reticentes a hablar con la prensa por la sobreexposición mediática que han recibido todos estos años, los habitantes de Palomares han descrito en numerosas entrevistas cómo se acercaron a los proyectiles que cayeron del cielo: algunos apagaron los fuegos, jugaron con las piezas e incluso se llevaron trozos del fuselaje como centro de mesa o adorno para el salón; los paracaídas de las bombas se usaron como mantas contra el frío y, con los jirones se confeccionaron prendas. Nadie sospechaba del brutal veneno que aquellas bolas de fuego traían a la tierra.
El Mediterráneo se tragó la cuarta y última bomba, la más difícil de recuperar. La operación Broken Arrow, código del ejército estadounidense para indicar un accidente con armas nucleares, desplegó apenas 45 minutos después del accidente a decenas de efectivos. En pocos días, a lo largo de la costa almeriense se extendía un dispositivo inédito en tiempos de paz con una treintena de buques, más de 3.000 oficiales, buzos de combate y minisubmarinos. 80 días después la bomba seguía sin aparecer. Y no hubiera sido posible encontrarla sin la actuación estelar del que más tarde fue apodado como “Paco el de la bomba”, Francisco Simó, un pescador catalán que presenció la tragedia mientras faenaba en las aguas picadas del Mediterráneo y ayudó en el rescate de tres tripulantes que habían aterrizado con sus paracaídas en el agua.
“Yo sé dónde ha caído la bomba. Me comprometo a sacarla con mi barco sin más ayuda que una red y un gasto de 12.000 a 15.000 pesetas”, declaró Paco al ya desaparecido diario Línea de Murcia, uno de los primeros medios en informar sobre el accidente. El artefacto está hoy en un museo nuclear en Arizona. Palomares se convirtió en aquellos días en un escenario de Hollywood, pues muchos medios se desplazaron a la pedanía almeriense. No fue hasta tres días después del choque cuando periódicos internacionales se hicieron eco de que el B-52 escondía en sus tripas armamento nuclear, explica José Herrera, investigador y quizá la persona que más sepa sobre el accidente.
Aquel mismo 20 de enero, en España, se ordenó la retirada de toda la prensa extranjera de los quioscos. El Régimen tardó una semana en hablar de radioactividad y se escudó en la urgencia de la búsqueda de la cuarta bomba para desviar la atención pública del plutonio que, en forma de polvo invisible, dispersó el viento por más de 200 hectáreas.
Los norteamericanos montaron en la playa de Quitapellejos el campamento Wilson o Ciudad de las Tiendas de Campaña, conocido como Villa Jarapa por los vecinos por el parecido de las telas con este tejido, y desde este punto se coordinaron las labores de búsqueda y descontaminación. Las zonas peligrosas se marcaban con banderines, se quemaron cosechas enteras y vegetación junto al río y la playa, se encalaron fachadas, y tanto se regó el suelo para evitar el polvo que se echaron a perder los pozos. En trajes blancos como los EPI de la pandemia, los norteamericanos se llevaron 4.810 barriles metálicos de 208 litros cada uno con tierras contaminadas, 1,6 millones de toneladas de tierra radioactiva que desde Cartagena debían llegar al cementerio nuclear de Nevada, en Carolina del Sur.
Aunque hay quienes todavía creen que es una leyenda, la historia cuenta que los estadounidenses cavaron zanjas y enterraron residuos contaminados en los alrededores del pueblo. Además, se emitieron 856 certificados de descontaminación a los propietarios de tierras en los que se aseguraba a la población que Palomares estaba limpio.De este momento es el famoso baño de Manuel Fraga, entonces ministro de Turismo e Información del Régimen, junto al embajador estadounidense Angie Biddle Duke en la playa de Palomares para dar por zanjado el asunto dos meses después de la tragedia. Los vecinos cuentan, sin embargo, que Fraga fue a Quitapellejos a hacerse la foto, pero aseguran que el chapuzón frente a las cámaras ocurrió en la playa de Mojácar, a unos 15 kilómetros, a la vez que inauguraba el parador.
El día de la visita oficial, centenares de personas se agolpaban en la plaza Mayor de la pedanía con pancartas en las que podía leerse “Las tropas de Wilson han sido correctas con Palomares”, lo que —pese a las protestas que las escuetas indemnizaciones de los norteamericanos provocaron meses después— da a entender el mensaje de “aquí no ha pasado nada” que quería trasladar el franquismo puertas adentro y, sobre todo, afuera. Había prisa por pasar página por el mismo motivo por el que ahora hay poco interés en volver a abrirla: España se proyectaba entonces hacia el turismo internacional, con toda la costa mediterránea como reclamo.
La pedanía sigue viviendo hoy de sus playas y su clima magnánimo, y es habitual ver turistas achicharrados al sol tomando una cerveza por el centro —muy cerca, por cierto, de la calle 17 de enero de 1966, prácticamente el único recuerdo del accidente—. Más relevante para la economía es la agricultura de frutales y hortalizas, repartida en invernaderos que forman parte del paisaje de Palomares. No en vano, Almería ha sido apodada como la huerta de Europa. “Y encima de todo lo que pasó… engañaos”, continúa narrando Miguel, a medio camino entre el enfado y la desidia. Señala su finca, hectáreas de maleza valladas y selladas por un cartel que reza “Área restringida” con la firma del Ciemat, el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas, el organismo que se encarga de vigilar Palomares, heredero de la antigua Junta de Energía Nuclear (JEN) de Franco.
“A mi padre le engañaron, le dijeron que no había nada y ahora, después de tener esta tierra años en alquiler, nos la van a expropiar”, lamenta Miguel. En los años 80, la construcción de dos balsas para el riego agrícola a pocos metros de donde había caído la segunda bomba, que al fracturarse había derramado plutonio, elevó los niveles de contaminación en la zona. Sin embargo, las alarmas no saltaron hasta finales de los 90, con el boom inmobiliario que experimentó entonces la costa española. Nuevos proyectos urbanísticos, además de la transformación de Almería en un vergel con la llegada del riego intensivo, removieron la tierra, con el riesgo de desenterrar las partículas contaminantes.
España se exponía a construir viviendas, residencias de verano para turistas de todas partes de Europa y en especial británicos, sobre una tierra contaminada. Este fue el detonante para que, en 2001, el Ciemat volviese a realizar mediciones, alertando de que el nivel de radiación en algunas zonas llegaba a ser hasta veinte veces superior a lo permitido en un área habitada, según documentos filtrados por Wikileaks en 2010. Resulta curioso que no exista ningún estudio que demuestre una mayor propensión de los habitantes de Palomares a padecer enfermedades como el cáncer, algo que podría esperarse de una zona contaminada.
Plutonio y americio
El plutonio es una especie de polvillo que puede entrar al organismo a través de la respiración o la ingestión de alimentos contaminados, pero contra el que un elemento tan ligero como una hoja de papel actúa de barrera. El problema del plutonio, y lo que resulta más preocupante a largo plazo, es que con el tiempo deriva en americio, un elemento del que emana radiación alfa, la misma que devastó Chernóbil. Aunque su periodo de transformación está en torno a los 80 años, ya se ha detectado una presencia significativa de este metal pesado tóxico en Palomares. Al final resultó que Estados Unidos no se había llevado todas las tierras contaminadas.
Tras ese primer atisbo de preocupación al comienzo de siglo, España tomó en 2004 la decisión de descontaminar Palomares, coincidiendo con la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero a la Moncloa y el cambio de mando en el Ciemat. La nueva dirección expropió los terrenos donde habían caído las bombas —gracias a una ley promulgada por José María Aznar en 2003— y puso en marcha nuevas mediciones. Tras décadas de silencio durante la dictadura y un interés tan nimio que llegó a sorprender a los propios norteamericanos, la democracia retomó conversaciones con Washington para que Estados Unidos pagase parte de la limpieza, de la que se haría cargo España, y se llevase las tierras contaminadas.
De todo esto ha ido informando el diario El País a través de filtraciones a lo largo de los años. Tras años de reticencias de Washington, hubo atisbos de entendimiento entre ambos ejecutivos ya en 2006. En 2008 se conocieron los resultados del estudio del Ciemat, que llegaba a la escalofriante conclusión de que todavía quedaban 50.000 metros cúbicos contaminados —4.200 de ellos en niveles de alto riesgo—. Tras varias peticiones de España a Estados Unidos, apelando a la mala prensa que podría generarle a Washington no hacerse cargo de sus propios errores, en 2015 el entonces ministro de Exteriores, José Manuel García Margallo, y su homólogo estadounidense, John Kerry, alcanzaron en Madrid una declaración de intenciones en la que ambos países se comprometían a la limpieza de Palomares.
Pero aquel “tan pronto como sea posible” suscrito por ambos gobiernos volvió a quedarse en papel mojado. La derrota demócrata en Estados Unidos dejó en el aire el texto en el que debían materializarse los detalles del acuerdo, que ya sí debía ser jurídicamente vinculante. La administración Trump, que dijo “no considerarse vinculada” ni “tener intenciones de iniciar conversaciones bilaterales”, dio al traste con años de negociaciones. El silencio volvió a hacerse en Palomares a la espera de mejores tiempos para la política.
Mientras el viento, que no entiende de parlamentos ni legislaturas, seguía esparciendo plutonio invisible por los campos. “Agradecemos la intención del Gobierno de España de que sean retiradas las tierras contaminadas de Palomares”, empieza su respuesta Maribel Alarcón, concejala de Cuevas de Almanzora, municipio al que pertenece Palomares. “Sin embargo, después de 57 años la población sigue siendo muy escéptica de que esta solución vaya a llegar y hasta que no vea que comienza la limpieza, no lo va a creer”, continúa Alarcón, vecina de la pedanía.
En mayo, tras la visita del presidente Pedro Sánchez a Joe Biden en la Casa Blanca, se daba a conocer que ambos mandatarios habían acordado avanzar en el proceso de descontaminación y urgían a sus equipos técnicos a celebrar una reunión conjunta “cuanto antes”. Vecinos, activistas y organizaciones ecologistas ven positivo este avance aunque mantienen el ceño fruncido propio de quien lleva casi 60 años esperando. “El Gobierno de España se ha comportado sin ninguna diferencia durante la dictadura del general Franco como en democracia, exactamente igual de mal. Olvidándose. Porque Palomares está muy lejos de los centros de poder”, denuncia de manera tajante José Herrera, autor del libro Silencios y deslealtades. El accidente militar de Palomares (Lartes, 2019).
Herrera define Palomares como “el mayor cementerio nuclear de España,” y afirma que el Gobierno tiene y ha tenido la capacidad y los medios técnicos para realizar la descontaminación, “sin esperar a que alguna vez quieran los norteamericanos”. Uno de los motivos por los que España podría no haber acometido la limpieza tendría que ver con la falta de un espacio seguro donde depositar los residuos. No existe en Europa un lugar similar.
En este sentido, Ecologistas en Acción presentó en febrero un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional para pedir, entre otras demandas, que la Justicia evaluase la urgencia de rehabilitar Palomares y, si es procedente, construir algún tipo de almacén temporal para depositar los residuos nucleares. Por otro lado, el responsable de combustibles nucleares de Greenpeace, Francisco del Pozo, en conversación con El Salto se muestra preocupado por el precio que España tendrá que pagar a costa de avanzar hacia la descontaminación: “Es curioso que el tema de Palomares se esté negociando a la par que se desarrollan las conversaciones sobre el aumento de fragatas norteamericanas en la base naval de Rota. En un contexto de escalada militar por la guerra de Ucrania, no sabemos si estas naves portan nuevo armamento nuclear”.
Lo que sí es cierto es que casi 60 años después, la mirada desconfía de un paisaje en el que la finca vallada de Miguel convive a escasos cinco metros de campos de hortalizas y sandías fashion —con el logo de Ágatha Ruiz de la Prada— que engordan bajo lonas de plástico perfectamente alineadas. Ya sesentón, Miguel, con una vida desarrollada en paralelo al silencio y el abandono en torno al mayor accidente nuclear de la Guerra Fría, desconfía hasta de su sombra. “Los americanos no se lo van a llevar en la vida porque tienen problemas como estos en todo el mundo”. Y con el dedo apuntando al mismo cielo del que cayeron las cuatro bombas nucleares, sentencia: “Esos, en la vida”.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/andalucia/palomares-cementerio-nuclear-ilegal-grande-espana