Anunciada como inminente hace varios días, después de que Israel conminara a más de un millón de habitantes de la mitad norte de la Franja de Gaza a huir hacia el sur en un plazo de tan solo 24 horas, la embestida terrestre de las fuerzas armadas israelíes contra Gaza aún no ha comenzado en el momento de escribir estas líneas. A pesar de los intentos de transmitir una impresión contraria, este retraso refleja el hecho de que la dirección política y el mando militar de Israel no tenían un plan elaborado para la invasión de Gaza de la magnitud que han estado contemplando desde el asalto lanzado por Hamás el 7 de octubre.
Las fuerzas armadas israelíes difícilmente podían prever una reocupación de Gaza, que evacuaron hace 18 años. Las sucesivas operaciones que lanzaron contra la franja en 2006, 2008-2009, 2012, 2014 y 2021 ‒por mencionar solo las de mayor envergadura‒ fueron limitadas, consistiendo esencialmente en bombardeos, junto con breves incursiones terrestres en 2009 y 2014. Pero la amplitud extraordinaria y el efecto traumatizante del 7 de octubre hicieron imposible que los dirigentes de Israel se fijaran un objetivo menor que la erradicación total de Hamás de Gaza y la pacificación de la franja.
Se trata de un reto enorme, ya que la invasión de un territorio tan densamente poblado no solo implica una guerra urbana de un tipo sumamente arriesgado para el asaltante, sino que plantea de forma más aguda el problema de qué hacer con el territorio conquistado el día después. La cuestión no es solo militar, huelga decirlo; es también, e incluso principalmente, política. La estrecha interdependencia de las consideraciones políticas y militares es especialmente clara en la situación actual. La escala de violencia que acompañará forzosamente al intento de alcanzar los objetivos proclamados por Israel tendrá inevitablemente secuelas políticas, que afectarán al desarrollo de la propia guerra.
El factor más evidente en la ecuación es que la tolerancia de Israel a las bajas entre sus tropas es muy limitada, como ilustra de forma espectacular el intercambio en 2011 del soldado israelí Gilad Shalit, cautivo en Gaza, por más de 1.000 prisioneros palestinos. Esto impide que el ejército israelí lance asaltos terrestres en condiciones que impongan un alto coste en vidas de soldados, como los asaltos que las tropas rusas (las regulares y/o las contratadas por el grupo paramilitar Wagner) llevan lanzando en Ucrania desde 2022, por no hablar de casos extremos como las olas humanas de Irán durante su guerra de 1980-1988 con Irak.
Así, la superioridad del ejército israelí es máxima en terrenos como el desierto egipcio del Sinaí o los Altos del Golán sirios, donde hay pocos edificios y la potencia de fuego a distancia es decisiva. Por el contrario, cuando Ariel Sharon, ministro de Defensa de Israel en aquel momento, ordenó a sus tropas entrar en la sitiada Beirut a principios de agosto de 1982, tuvieron que abandonar el intento al día siguiente. Las fuerzas israelíes solo consiguieron tomar la ciudad a mediados de septiembre tras la evacuación negociada de los combatientes palestinos de Beirut. Se retiraron a finales del mismo mes después de que un incipiente movimiento de resistencia urbana libanesa empezara a atacarles.
Un corolario de esto es que la única forma de que el ejército de Israel invada cualquier parte de un paisaje urbano tan denso y vasto como la Franja de Gaza con un mínimo de bajas israelíes pasa por arrasar las zonas que pretende ocupar mediante bombardeos intensivos antes de lanzar la ofensiva terrestre. Esto es, de hecho, lo que comenzó inmediatamente después del 7 de octubre, con un nivel de daños que, tanto en extensión como en intensidad, va mucho más allá de anteriores campañas de bombardeo israelíes, desde el Líbano en 2006 hasta las sucesivas guerras contra Gaza. Aplastar vastas franjas de territorio urbano no fue posible para el ejército israelí en ninguna de las guerras anteriores, no por falta de poder destructivo, por supuesto, sino por la ausencia de las condiciones políticas necesarias.
Esto se puso de manifiesto especialmente en 1982, cuando el asedio israelí a Beirut provocó una gran protesta internacional y una crisis política dentro del propio Israel, donde la oposición al gobierno del Likud de Menachem Begin y Ariel Sharon se manifestó con movilizaciones masivas. En las anteriores guerras contra Gaza, las fuerzas armadas israelíes no tenían ninguna intención de volver a ocupar parte de Gaza. Esta vez, esta intención se ha evidenciado claramente y la conmoción provocada por la matanza sin precedentes de un gran número de civiles israelíes, así como de soldados, es de tal magnitud que tanto la opinión pública israelí como los apoyos internacionales tradicionales de Israel están aprobando explícita o implícitamente la reocupación de Gaza en su totalidad. ¿Qué puede significar la erradicación de Hamás y la analogía con el Estado Islámico, a falta de llevar a cabo una operación de búsqueda y peinado en toda la franja?
Como informó recientemente el Financial Times, basándose en entrevistas con expertos militares:
El ejército de Israel desplegará su llamada doctrina de la victoria, que requiere que la fuerza aérea disponga de un profundo banco de objetivos preseleccionados, destruidos en rápida sucesión. Ya está en marcha, con aviones de combate que bombardean intensamente amplios sectores de Gaza, deteniéndose solo para repostar, a menudo en pleno vuelo. La campaña pretende superar la capacidad de reagrupamiento de Hamás y, según una persona familiarizada con los debates que dieron lugar a la doctrina en 2020, “alcanzar el máximo de objetivos antes de que la comunidad internacional presione políticamente para que se frene».
Este es el plan militar que se está gestando. Ahora viene la dimensión política. Efectivamente, si el objetivo militar es volver a ocupar Gaza para erradicar a Hamás, las siguientes preguntas, naturalmente, son: ¿Por cuánto tiempo y por qué otra entidad sustituir a Hamás? Hay mucho más margen para el desacuerdo en estas dos cuestiones de estrategia política que en la estrategia militar, cuyos parámetros son mucho más estrechos, ya que dependen de consideraciones objetivas y de la naturaleza de los medios militares de que se disponga. Los dos polos opuestos de la divergencia política se traducen en dos hipótesis que podríamos denominar la hipótesis del Gran Israel y la de los Acuerdos de Oslo.
La hipótesis del Gran Israel es la que más atrae a Beniamin Netanyahu y a sus acólitos de la extrema derecha israelí. El Partido Likud es heredero de la extrema derecha sionista, conocida como sionismo revisionista, cuyos vástagos armados perpetraron la masacre de Deir Yassin, el más infame asesinato masivo de palestinos en 1948, en medio de lo que los árabes llaman la Nakba (catástrofe). En el 78 % del territorio de la Palestina del mandato británico que las fuerzas armadas sionistas lograron conquistar durante la guerra de ese año (a los sionistas les habían concedido el 55 % en el plan de partición aprobado por una naciente Organización de las Naciones Unidas, dominada entonces por los países del Norte global), desplazaron al 80 % de la población palestina.
Esta había huido de la guerra, atemorizada por atrocidades como la de Deir Yassin, y nunca se les iba a permitir regresar a sus hogares y a sus tierras. Aun así, la extrema derecha sionista nunca perdonó a la mayoría sionista, dirigida entonces por David Ben-Gurion, el haber aceptado parar la guerra antes de conquistar el 100 % de la Palestina del mandato británico entre el mar Mediterráneo y el río Jordán.
En su reciente discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York, tan solo dos semanas antes del 7 de octubre, Netanyahu mostró un mapa de Oriente Medio que muestra el Gran Israel abarcando Gaza y Cisjordania. Más relevante todavía para la nueva guerra de Gaza es el hecho ‒apenas mencionado en los medios globales‒ de que Netanyahu había dimitido del gabinete israelí encabezado por Sharon en 2005 en señal de protesta por la decisión de este último de retirarse de Gaza (Sharon había sucedido a Netanyahu en la presidencia del Likud en 1999, tras la derrota electoral de este último frente al partido laborista, dirigido entonces por Ehud Barak. Sharon logró entonces ganar las siguientes elecciones, en 2003 y ofreció la ministerio de Hacienda a Netanyahu.)
Mucho más hombre del ejército que político, Sharon se mostró atento a la petición de los militares de retirar las tropas de la revoltosa Gaza, prefiriendo controlar la franja desde fuera. No veía perspectivas de una anexión de Gaza similar a la que se ha producido en Cisjordania desde su ocupación en 1967. Por lo tanto, juzgó que sería más sensato dejar que la Autoridad Palestina, creada en virtud de los Acuerdos de Oslo de 1993, se ocupara de Gaza, mientras él se centraba en Cisjordania, un objetivo sionista mucho más preciado y consensuado.
Oslo implicaba la retirada de las tropas israelíes tan solo de las zonas de Cisjordania densamente pobladas por palestinos, al tiempo que permitía a Israel mantener el control de la mayor parte del territorio. Para demostrar su desprecio por la Autoridad Palestina, Sharon optó por una retirada unilateral de Gaza en 2005, es decir, sin prepararla con la Autoridad Palestina. Dos años después, Hamás se hizo con el poder en la franja. Netanyahu protestó contra la retirada decretada por Sharon. Encabezó la oposición a Sharon dentro del Likud y reunió fuerzas suficientes para incitarle a abandonar el partido y fundar otro ese mismo año, 2005.
Netanyahu ha dirigido el Likud desde entonces. En 2009 maniobró para llegar a primer ministro aprovechando la fragmentación de la escena política israelí ‒un arte en el que, como oportunista consumado, destaca‒ y permaneció en el cargo hasta junio de 2021. A finales de 2022 estaba de nuevo al frente, encabezando el gobierno más ultraderechista de la historia de Israel, un país en el que varios gobiernos sucesivos desde la primera victoria del Likud en 1977 han sido calificados como los “más derechistas de la historia” en una deriva interminable hacia la derecha. Netanyahu asintió al plan de paz de Donald Trump (y Jared Kushner) en 2020 solo porque sabía muy bien que los palestinos no podrían aceptarlo. Probablemente vio este rechazo inevitable como un buen pretexto para una anexión unilateral de la mayor parte de Cisjordania en algún momento posterior.
La perspectiva de reconquistar Gaza exigía una gran convulsión que no se vislumbraba en el horizonte. Nadie podía esperar que esta surgiera, de repente, a raíz de la operación Marea de Al-Aqsa de Hamás. De hecho, fue el equivalente israelí del 11 de Septiembre. En realidad, el 7 de octubre fue 20 veces más mortífero que el 11-S en proporción a la población de cada país, como señaló Netanyahu a Joe Biden durante la visita de este a Israel el 18 de octubre.
Al igual que el 11-S creó las condiciones políticas que permitieron a la administración Bush llevar a cabo su proyecto favorito de invadir Irak, el 7-O de Israel creó las condiciones políticas para la reconquista de Gaza, cosa que Netanyahu llevaba tiempo deseando, si bien hasta entonces resultaba demasiado salvaje y desmedido para plantearla abiertamente. Está por ver si este objetivo es realizable o no, por supuesto, pero es a lo que aspira la derecha dura sionista.
Los egipcios entienden, con razón, los repetidos llamamientos de las autoridades políticas y militares de Israel a los habitantes de Gaza para que huyan hacia el sur, hacia la frontera con Egipto, y su afán por convencer a El Cairo de que abra la puerta de la península del Sinaí y acoja al grueso de la población de Gaza (2,3 millones de personas), como una invitación a dejar que los gazatíes se asienten en el Sinaí durante un periodo indefinido, del mismo modo que los palestinos desplazados de su tierra en 1948 y 1967 se han convertido en refugiados permanentes en los países árabes vecinos. El 18 de octubre, el presidente egipcio Abdel Fattah el-Sisi desechó esta idea, aconsejando astutamente a Israel que diera refugio a los gazatíes en el desierto del Néguev, dentro de su propio territorio de 1948, si realmente pretende concederles solo un refugio temporal.
Sin embargo, el Gran Israel no es una ambición unánime de los dirigentes israelíes, ni siquiera después del 7 de octubre. Cuenta con cierto apoyo en Estados Unidos por parte de la extrema derecha del Partido Republicano y entre los sionistas cristianos. Pero desde luego no cuenta con el apoyo del grueso del establishment de la política exterior estadounidense, en particular, los demócratas. El gobierno de Biden ‒de sobra conocido por su escasa simpatía por Netanyahu, quien en 2012 apoyó abiertamente al candidato presidencial Mitt Romney frente a Barack Obama (y a Biden, su vicepresidente)‒ se aferra a la perspectiva, creada por los Acuerdos de Oslo, de un Estado mutilado palestino, proporcionando una coartada para marginar la causa palestina y abrir la vía para el desarrollo de relaciones y de la colaboración con los países árabes.
Por eso Biden declaró a la CBS el 15 de octubre que “sería un grave error” que Israel ocupara Gaza. El presidente estadounidense no quiso decir que la invasión de toda la franja para erradicar a Hamás fuera un error. Al contrario, afirmó claramente que “entrar, pero para eliminar a los extremistas… es indispensable”. A la pregunta de si “¿Cree que hay que eliminar a Hamás por completo?”, Biden respondió:
Sí, lo creo. Pero tiene que haber una autoridad palestina. Tiene que haber un camino hacia un Estado palestino. Ese camino, llamado la solución de los dos Estados, ha sido la política de Estados Unidos durante décadas. Se trata de crear un Estado independiente junto a Israel para los cinco millones de palestinos que viven en Gaza y en Cisjordania.
El propósito de la visita de un día de Biden a Israel no era solo mejorar su imagen política de cara a las elecciones presidenciales de 2024, asegurándose de que Trump, los republicanos de derechas y los sionistas cristianos evangélicos no puedan superarle en su apoyo militar a Israel (nótese que, al hacerlo, Biden va en contra de las opiniones de la mayoría de los ciudadanos estadounidenses, y especialmente de la mayoría de los demócratas, que están a favor de un enfoque más equilibrado del conflicto palestino-israelí). El propósito de Biden tampoco era únicamente negociar un gesto humanitario simbólico para fingir que su administración está haciendo todo lo que puede para aliviar el desastre que se está produciendo.
Su propósito era también, y quizás principalmente, convencer a la clase política israelí ‒con o sin Netanyahu‒ de la necesidad de seguir defendiendo la perspectiva de Oslo. Quiso subrayar esta idea reuniéndose con Mahmud Abbás, el presidente de la Autoridad Palestina, y con el rey de Jordania. Sin embargo, la destrucción del hospital árabe Al-Ahli en la víspera de su visita truncó sus planes. La indicación más clara de que una parte del establishment militar-político israelí está de acuerdo con el gobierno de Biden la ha dado Ehud Barak, exjefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas israelíes y exprimer ministro. Describió en detalle la perspectiva de Oslo en una entrevista con The Economist:
El Sr. Barak cree que la salida óptima, una vez hayan degradado suficientemente las capacidades militares de Hamás, pasa por el restablecimiento de la Autoridad Palestina en Gaza. (…) Sin embargo, advierte de que Mahmud Abbás, el presidente palestino, “no deberá regresar apoyado por las bayonetas israelíes”. Por tanto, hará falta un periodo transitorio durante el cual “Israel capitulará ante las presiones internacionales y entregará Gaza a una fuerza árabe de mantenimiento de la paz, que podría incluir a países como Egipto, Marruecos y los Emiratos Árabes Unidos. Estas mantendrán la seguridad en la zona hasta que la Autoridad Palestina pueda asumir el control”.
El hecho de que el proceso de Oslo se estancara poco después de lanzarse con bombo y platillo en 1993 ‒lo que condujo al estallido de la Segunda Intifada en 2000, seguida de la reocupación temporal por Israel de las partes de Cisjordania que había evacuado en favor de la Autoridad Palestina‒ no parece disuadir a Washington y sus aliados de considerarlo el único acuerdo viable. Probablemente creen que algún tipo de intercambio territorial como el que se contemplaba en el plan de paz Trump-Kushner podría acabar cuadrando el círculo de conciliar la anexión de las zonas de Cisjordania, donde han proliferado los asentamientos de colonos, con la concesión a los palestinos de un fragmentado Estado independiente en el 22 % de su territorio ancestral al oeste del río Jordán.
En última instancia, los dos planteamientos ‒el Gran Israel y Oslo‒ se basan en la capacidad de Israel para destruir a Hamás hasta un grado suficiente para impedir que controle Gaza. Esto implica la conquista de la mayor parte de la franja, si no toda, por parte de las fuerzas armadas de Israel, un objetivo que solo podrían alcanzar destruyendo la mayor parte de Gaza, lo que tendría un enorme coste humano.
El Washington Post citaba recientemente a Bruce Hoffman, experto en contraterrorismo y profesor de la Universidad de Georgetown, que se remitía a la erradicación de los Tigres Tamiles en el norte de Sri Lanka como el único tipo de éxito alcanzable en este tipo de empresas. Los Tigres fueron aniquilados en 2009 tras una ofensiva militar de las fuerzas armadas de Sri Lanka que comportó la muerte de hasta 40.000 civiles, según cálculos de Naciones Unidas. “Dios no quiera que esta clase de masacre se produzca ahora,” dijo Hoffman en el Post. “Pero si estás decidido a destruir una organización terrorista, puedes. Implica mucha crueldad.”
Salvo que la atención del mundo está incomparablemente más atenta a lo que ocurre en Oriente Medio que en lo que ocurrió en Sri Lanka. Por tanto, la cuestión pasa a ser qué puede conseguir el ejército israelí antes de que una combinación de bajas propias y presiones internacionales le obligue a detenerse, por no mencionar la posibilidad de una conflagración regional en la que participe Hezbolá desde Líbano con el respaldo de Irán. Así que no es en absoluto seguro que se materialice ninguna de las dos hipótesis. El ejército israelí ha elaborado con cautela un plan de mínimos consistente en crear una nueva zona tampón ampliada dentro de Gaza a lo largo de todas sus fronteras, agravando aún más la condición de la franja como prisión al aire libre.
Lo único cierto es que la nueva embestida de Israel contra Gaza es ya más mortífera y destructiva que todos los episodios anteriores en los trágicos 75 años de historia del conflicto israelo-palestino. También es cierto que esto va a empeorar exponencialmente, lo que solo contribuirá a la desestabilización de la que ya es la región más inestable del mundo, y que desempeña un papel fundamental en la desestabilización del propio Norte global, con oleadas de refugiados y la propagación de la violencia. Una vez más, la miopía y el doble rasero de Estados Unidos y sus aliados europeos les van a estallar en la cara, esta vez con consecuencias aún más trágicas.
Traducción: viento sur
Fuente original: https://vientosur.info/hipotesis-alternativas-sobre-el-futuro-de-gaza-gran-israel-o-acuerdos-de-osl/