Es la nueva epidemia que asola el planeta, el sumun de la falta de respeto al hogar común de los habitantes de esta Tierra. Las formas y especialidades en que se concreta este desprecio van en aumento y las consecuencias que de ello se derivan se multiplican en progresión geométrica.
Desde hordas de turistas ávidos de hollar altas cimas hasta hace poco solo al alcance de alpinistas, a grupos que descienden a las profundidades marinas en busca de los restos del “Titanic” o de cualquier otro pecio hundido, eso sí, pagando en uno y otro caso, fuertes sumas de dinero. Desde la apertura por doquier de teleféricos y pistas de esquís mientras los glaciares pierden su nieve hasta moto-cross de montaña que todo lo invade. Desde montar expediciones en forma de trekkings para buscar al leopardo de las nieves o cualquier otro animal «exótico», a invadir los hábitats de pueblos ancestrales… solo por citar algunos pocos ejemplos.
El resultado de todo esto es que muchos lugares atractivos desde el punto de vista paisajístico o que tienen un componente “aventurero” se están convirtiendo en «reservas de caza sin límites» para un turismo de carácter masivo y cada vez más agresivo contra la Naturaleza. Miremos hacia donde miremos, bien sea las Islas Maldivas, la Antártida, Madagascar, la Patagonia o Turkmenistán… ningún espacio se encuentra a salvo de esta nueva fiebre consumista de paisajes. Un hecho que, además, adquiere especial gravedad en países del llamado Tercer Mundo cuyos recursos y ecosistemas naturales son robados o, en el mejor de los casos, «comprados» para el entretenimiento obsceno y compulsivo de quienes consideran que el dinero lo puede todo.
La invasión no parece tener fin. Ya no son solo grandes iconos paisajísticos como las Cataratas del Niágara, las Pirámides de Egipto o la Gran Muralla China los que llaman la atención de las masas. No, ahora la depredación se extiende a pequeños santuarios, a lugares que hasta hace muy poco todavía no habían concitado el apetito voraz de «consumo de experiencias» que esta sociedad decadente nos impulsa a realizar a diario, en buena medida a través de las tecnologías digitales, en especial las redes sociales.
Pero no hace falta ir hasta playas exóticas de Tailandia o a la cordillera del Karakorum. Hablo de aquí cerca, de nuestro país, Euskal Herria. De la playa de Laga o de Laida, aunque bien podría hablar de la de Zarautz, Karraspio, o de las de Biarritz y otras muchas más, acosadas por enjambres de visitantes que acuden a ellas en vehículos privados, con la consiguiente degradación no solo del paisaje sino del medioambiente que las sustenta.
Me refiero, por ejemplo, al nacimiento del Urederra, otrora un lugar casi solitario y ahora sometido a la presión de muchedumbres y a la necesidad de restringir el número de visitantes con reserva para poder visitarlo.
De igual manera, hablo de San Juan de Gaztelugatxe, un lugar al que la famosa serie “Juego de Tronos” puso en el mapa de lugares a invadir y le ocurre otro tanto de lo mismo ante el avance de la estupidez colectiva cuando se junta en manada y esquilma todo lo que encuentra a su paso.
Y hablo, también, de Lemoniz, de esa central nuclear que nos legó Iberdrola, convertida ahora en un Museo del Despropósito (un “rubiales” radioactivo) del que nadie quiere hacerse responsable. ¿Dónde estás Gobierno Vasco?
Lo peor de todo es que no hay más ciego que el que no quiere ver. Y que no parecen importar las lecciones que nos proporciona el pasado. Ahora mismo, este Gobierno Vasco que no sabe qué hacer con la Central Nuclear de Lemoniz y la degradación medioambiental que ha generado aquella imposición a la ciudadanía, nos «regala» una nueva propuesta de supuesto progreso: el Guggenheim-2 a instalar nada menos que en la Reserva de la Biosfera de Urdaibai.
¿Puede haber mayor desatino? De verdad, ¿han pensado estos supuestos responsables políticos acerca del alcance de una medida de estas características? ¿No hay nadie entre ellos con un mínimo de cordura? ¿Alguien en su sano juicio se imagina instalar un Museo Guggenheim en Ordesa o en el parque nacional del Serengeti? ¿O en Yellowstone, las Islas Galápagos o en el Gran Cañón del Colorado?
Urdaibai es una Reserva de la Biosfera declarada por la Unesco en 1984, precisamente el año en que se tumbó por parte de la ciudadanía vasca el proyecto de Central Nuclear de Lemoniz y las otras tres que le acompañaban: Ispaster-Ea, Deba y Tutera.
Han pasado cuarenta años y, sin embargo, se repiten los mismos errores: el Gobierno Vasco ha decidido de nuevo que, ante un hecho de tanta trascendencia, no haya debate ni ciudadano ni político, para así poder instalar cómodamente la franquicia neoyorkina en uno de los pocos hábitats con biodiversidad paisajística y medioambiental que aún nos queda en nuestro territorio.
El Gobierno Vasco quiere matar moscas a cañonazos y, encima, montarse en la pirueta de una supuesta modernidad. Y propone vincular cultura (un museo) con medioambiente (una reserva natural) y con un supuesto proyecto de relanzamiento económico para una comarca, la de Urdaibai, que la ha dejado abandonada durante décadas a su suerte.
De verdad, no hay por dónde coger todo esto. En primer lugar, el Gobierno del señor Urkullu y de gran parte de los lehendakaris anteriores (salvo el de Ibarretxe, gestor del Plan Vasco de la Cultura) ha tenido escasa consideración por la Red de Museos Vascos, escasamente dotada en presupuestos, con muchos pequeños y medianos museos sobreviviendo a duras penas (véase el Marítimo, por ejemplo), y sin una política clara de favorecer sinergias, evitar duplicidades y, sobre todo, de apuntar hacia objetivos bien definidos respecto a qué nuevos museos se necesitaría impulsar en cuanto a contenidos y lugares.
Suena, por tanto, chocante, cuando no hilarante, que ahora se proponga un duplicado «discontinuo» del Guggenheim, cuando expertos llevan tiempo reclamando al menos dos museos, el Nacional de la Historia y de la Sociedad Vasca, y el Museo de la Industria y de la Tecnología, sin que se sepa nada al respecto.
El Gobierno Vasco está haciendo con esta propuesta de Guggenheim-2 en Urdaibai exactamente el mismo “lavado de cara” que Iberdrola (antigua Iberduero en la época de Lemoniz) hace ahora al aparentar que impulsa energías supuestamente «verdes» mientras sigue destruyendo ecosistemas aquí o en México, con su expolio a territorios comunales e indígenas. Y es que Iberdrola utiliza este concepto de «marca verde» para vender una supuesta «modernidad» al tiempo que aumenta de forma escandalosa sus beneficios.
Hace ya casi medio siglo que quisieron vendernos la idea de que sin centrales nucleares en Euskal Herria estaríamos abocados a «comer berzas». Ahora nos dicen que el futuro para la comarca de Urdaibai es otro Museo Guggenheim. ¿Comeremos berzas de nuevo, caso de rechazarlo?
Debe de ser el signo de los nuevos tiempos: montar «parques temáticos», como sea y de lo que sea, para atraer un turismo especializado en depredar lugares y que, por lo general, más que ventajas, solo acarrean perjuicios y daños irreparables.
Entonces la pregunta es directa: ¿en caso de instalarse un Guggenheim-2, quién va a pagar por los estropicios causados a la biodiversidad de un ecosistema ya de por sí muy frágil como es el de Urdaibai? ¿Se repetirá lo mismo que ha ocurrido con la Central Nuclear de Lemoniz?
El rechazo a este proyecto no es solo una cuestión que atañe a la ecología, que también. Tiene que ver, además, con la economía, con el desarrollo integral de toda la comarca y la mejora de los servicios sociales y, más allá de todo esto, con un cambio de modelo en la forma en que defendemos la Vida en el planeta y cómo construimos un futuro más sostenible sin agresiones a la Naturaleza, gure Ama Lurra.
Para ello, falta debate y articulación de enfoques y propuestas, así como un frente común en forma de plataforma que aglutine todas las luchas, hasta ahora desperdigadas aunque muy voluntariosas.
Por último, es a los ciudadanos y ciudadanas de este país a los que también nos corresponde activarnos, informarnos y obrar en consecuencia. Porque en nuestras manos está que Urdaibai no figure también en esa lista fatídica de lugares sobre los que cae la maldición de ser hermosos y cuyo destino lo manejan políticos y gobiernos como menos irresponsables.
Txema García, periodista y escritor
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