Trato cuatro cuestiones controvertidas sobre el análisis y las estrategias políticas para un cambio profundo, que suscitan debates en las izquierdas y sus tradiciones teóricas, dejando al margen las diferencias de contextos: el concepto de régimen de guerra, el significado del malmenorismo, el error de la prioridad anti reformista y la crisis centrista proveniente, sobre todo, por la derecha autoritaria.
Parto de la relevancia de un asunto fundamental, la construcción procesual y conflictual del sujeto colectivo transformador, capaz de modificar la relación de fuerzas con los poderosos. En ese sentido, es una idea sencilla y con gran carga política, la expuesta por Lenin, en tiempos convulsos, sobre que la “acción independiente de las masas”, respecto de la gestión institucional y los aparatos de las corrientes oportunistas, es una condición necesaria pero no suficiente para el cambio radical.
El concepto de ‘régimen de guerra’
Uno, el concepto de ‘régimen de guerra’ y más aún de ‘sociedad de guerra’ es problemático para analizar la actualidad europea o española. Aunque haya guerras abiertas (Ucrania/Rusia, Palestina/Oriente Próximo…) y tendencias militaristas y belicistas en los países occidentales, es excesivo hablar hoy de sociedades de guerra en la Europa occidental con implicación masiva de la población en una pugna militar abierta. No se trata solo de una situación con el incremento de la polarización social, de la represión coactiva a movilizaciones y organizaciones populares o de rasgos autoritarios o iliberales, con sus correspondientes dinámicas de rearme y militarización. Al introducir la palabra guerra, se interpreta una situación real e inmediata de enfrentamiento o conflicto armados, sean civiles o entre países. Y no conviene utilizar el mismo significante para las dos situaciones.
El problema no es solo analítico sino, sobre todo, político. Todo el poder establecido de la UE pretende basarse en la llamada crisis existencial europea por una situación de guerra en Ucrania para justificar una economía de guerra con un fuerte rearme militar, innecesario para garantizar la paz y la autonomía estratégica, y vinculado a un recorte de la inversión social y protectora y un refuerzo de las élites derechistas.
Podemos afirmar que, desde sus comienzos, el capitalismo y el colonialismo han recurrido a la violencia militar para imponer sus instituciones a las capas subalternas o países subordinados, y que en el actual estado de la pugna interimperialista, se están desarrollando dinámicas belicistas, intervenciones militares limitadas y una preparación occidental encaminada hacia una conflagración más general, particularmente, entre EEUU y China.
Se puede decir que el capitalismo y el imperialismo conllevan la guerra para asegurar su hegemonía, su expansionismo y sus beneficios. Pero no de forma exclusiva, fatalista y generalizada. En ese sentido, la democracia o el liberalismo político es instrumental para los grandes grupos de poder, a efectos de legitimidad popular y cohesión social o, simplemente, de equilibrio de fuerzas. Tampoco se puede decir lo contrario que, siempre y en toda circunstancia sociohistórica, apuestan por las dictaduras, el fascismo y la guerra. La realidad y la historia son más ambivalentes y los sistemas políticos y la paz dependen de las relaciones de fuerza en cada país y a nivel geopolítico. Las democracias y la paz han sido fruto de la presión cívica de mayorías sociales.
Ante las amenazas de seguridad y de cambios de estructura de poder, las relaciones institucionales antagónicas terminan por dirimirse a través de conflictos político-militares, con reequilibrios de hegemonía político-cultural y sometimientos, más o menos violentos y coercitivos. Se puede reinterpretar aquello de ‘socialismo o barbarie’, ahora también en el plano mundial y con la (in)sostenibilidad del planeta al fondo.
En estos momentos, a pesar del rearme militar y el creciente discurso belicista, las sociedades europeas, las mayorías sociales, no están inmersas -todavía- en una contienda armada generalizada; no se pueden hacer paralelismos con el nazi-fascismo de los años cuarenta, aunque haya ciertos parecidos con las décadas de pugna interimperialista precedentes y posteriores a la primera guerra mundial. Sin ánimo de ingenuidad histórica, todavía hacen falta tiempo y condiciones para la tercera guerra mundial o un conflicto armado generalizado en el núcleo de Europa. Hay tendencias hacia ello y hay que ampliar en la sociedad una acción y cultura pacifistas pero, al mismo tiempo, hay que criticar la dinámica del miedo y la instrumentalización derechista de la llamada crisis existencial europea, con una situación de preguerra que conduce al rearme, la hegemonía de los grupos de poder, la degradación ética y democrática y la justificación del desmantelamiento del Estado de bienestar europeo.
Va siendo habitual el uso de ese significante, guerra, para hablar de guerras culturales, guerras arancelarias, comerciales o tecnológicas, etc. No obstante, el generalizar su uso para designar todos los conflictos de poder, más que crear la suficiente alerta pacifista y movilización cívica, puede generar confusión y pérdida de credibilidad defensiva… respecto de cuando realmente haya un conflicto armado masivo y en el corazón europeo (o mundial) o un riesgo creíble e inmediato, más allá de las guerras anticoloniales o periféricas; por ejemplo, la instalación estadounidense de misiles nucleares en Europa, en los años ochenta, con la generalización de sus bases militares, en el contexto de la guerra fría (o caliente) con la Unión Soviética y que produjo, precisamente, el mayor movimiento pacifista europeo (y español).
Hay que saber cuándo y cómo viene efectivamente el lobo para prevenir su destrozo. El problema para las izquierdas no se resuelve en el plano de la continua alarma discursiva de que viene el lobo sino que, dando por supuesto las amenazas existentes, consiste en adoptar medidas prácticas y contundentes para que, cuando venga, se pueda neutralizar su agresividad. No se trata de la idea tradicional de ‘si quieres la paz, prepara la guerra’, que justifica el rearme y el belicismo, sino de cambiar los factores y condiciones que conducen a la guerra, empezando contra la política del miedo y el crecimiento armamentístico.
Oportunismo y malmenorismo
Dos, es importante la pugna ideológica y política frente al oportunismo político -llámese malmenorismo, reformismo o posibilismo…-, como simple adaptación resignada de las izquierdas a una relación de fuerzas desfavorable, tal como advierte Gramsci; es el peligro principal para criticar. No obstante, en sentido contrario, hay que evitar los idealismos analíticos y discursivos. Hay que contemplar, desde el realismo, que en condiciones defensivas y si realmente solo hay dos alternativas, una mala y otra peor, se pueda elegir la menos mala, creando condiciones para revertirla y preservando las propias fuerzas. No se trata de resignación y pasividad sino de análisis claramente realistas y de treguas activas para impedir la destrucción de fuerzas propias, así como de resistencia transformadora y acumulación de fuerzas para contraatacar.
Por tanto, la opción del mal menor, en el sentido de que ante la única posibilidad es elegir entre un mal malo y otro peor, se puede abordar desde dos perspectivas contrapuestas: la adaptativa y la transformadora. Y, en condiciones desventajosas, hay que partir siempre de una constatación trágica de la realidad, no de las hipótesis discursivas bienintencionadas, o sea, hay que valorar la reducción de otras posibilidades alternativas y la imposibilidad de una tercera opción positiva inmediata. En ese caso, y mientras se cambia la ventana de oportunidad, no es suficiente la toma de decisiones perentorias por una expectativa hipotética pero irreal en ese momento, con escapismo de las responsabilidades políticas para la salida menos destructiva ante una realidad trágica.
Hay ejemplos históricos, especialmente en el marco de la primera guerra mundial y la experiencia antifascista de los años treinta y cuarenta, así como, en otro sentido, en el proceso adaptativo posibilista de la socialdemocracia y el eurocomunismo, sobre todo, a partir de los noventa. Pero, quizá, el caso polémico más inmediato para la reciente estrategia de las izquierdas fue la formación de un gobierno progresista de coalición, anterior y posterior al 23J, junto con el voto de investidura al socialista Sánchez y frente a un gobierno de PP/Vox, situación que se puede repetir en los próximos comicios de 2027.
Este discurso crítico al malmenorismo, puede ser ambivalente, ya que se puede referir a dos actitudes estratégicas contrapuestas, de resignación o de resistencia. Actualmente, ¿se intenta legitimar la oposición al gobierno de coalición y defender una abstención ante la hipotética nueva investidura socialista, considerando por igual de malos los dos posibles gobiernos, de derecha extrema y de coalición progresista con apoyo nacionalista, al que se desecha como un mal menor a combatir?.
Desde luego, esa era la posición de grupo anticapitalista ante la posibilidad de que la izquierda alternativa apoyase y participase en un gobierno de coalición con los socialistas; en gran medida, se escindió de Podemos por ello, pero no fue la idea de su dirección y sus aliados en aquel momento. Ahora las relaciones entre las izquierdas están bloqueadas. Algunos de los dirigentes morados han manifestado su disponibilidad hacia la cooperación con el Partido Socialista, en determinadas condiciones, en especial manteniendo su autonomía política, aunque su prioridad es el desarrollo propio. El tema de las alianzas, con la combinación de los grados de cooperación y diferenciación, de colaboración y autonomía, entre los grupos progresistas, constituye un debate abierto y específico en cada etapa. Veremos cómo se encaran las siguientes elecciones y la próxima legislatura.
El error de la prioridad anti reformista
Tres, en algunos planteamientos radicales la prioridad política parece ser la victoria sobre esa tendencia calificada de malmenorista, o sea, el actual gobierno de PSOE/Sumar y, más en particular, sobre Sumar, como expresión mayoritaria -hasta ahora y en el plano institucional- de ese espacio a la izquierda del Partido Socialista. Puede ser un objetivo legítimo, con procedimientos democráticos y frente al adversario común de las derechas. El problema aparece cuando se focaliza la movilización social y discursiva en ese objetivo ‘anti reformista’, para luego, tras desaparecer ese supuesto tapón de la deseada emergencia movilizadora popular, abordar la lucha contra las derechas.
Es un pensamiento irreal y sectario, dominante en los años veinte en sectores comunistas de la Tercera Internacional, para quienes el adversario principal era la socialdemocracia. La lección posterior enseñó a las izquierdas que la estrategia -revolucionaria- sería al revés, priorizar la capacidad movilizadora y de contrapoder popular para transformar las condiciones de las mayorías sociales frente a los poderosos; así se conseguiría mayor apoyo y legitimidad cívica para afrontar mejor el objetivo principal: derrotar a los grupos de poder derechista. Y, en ese caso, evidenciar la retórica vacía o la acción limitada del posibilismo centrista, que quedaría desacreditada.
Es el error estratégico de hace un siglo en los comienzos de la III Internacional -y la IV-, con el principio de ‘clase contra clase’, al considerar el principal adversario el llamado reformismo socialdemócrata, colaboracionista con la guerra interimperialista, cuando asomaba el fascismo, al que supuestamente favorecía; hasta el giro hacia la política de frente popular y las alianzas antifascistas, en los años treinta -incluidas la guerra antifranquista o la larga marcha maoísta-. Aunque luego, en los años setenta, fueron readaptados por el eurocomunismo más pragmático, con la unidad de la izquierda o el compromiso histórico, y la renuncia a una transformación sustancial de las relaciones de poder, sustituida por vagas declaraciones programáticas, mientras el grueso de la socialdemocracia giraba hacia el nuevo centro.
La crisis centrista o liberal viene, sobre todo, por la derecha autoritaria
Cuatro, se está produciendo cierta bancarrota del centrismo político y las derechas liberales, pero por la ofensiva derechista, ya que los grandes poderes fácticos se enfrentan de forma reaccionaria a su ilegitimidad pública, la desafección ciudadana y del Sur global y su necesidad de mayor control social y productivo, subordinación popular y autoritarismo. La crisis del liberalismo político, el posibilismo centrista o la propia democracia, no viene por la amenaza revolucionaria o el desborde popular por la izquierda.
O sea, como apuesta autoritaria se puede recomponer el dominio neoliberal, conservador y ultra en Europa… con la crisis social, ecológica y geopolítica -frente a China- al fondo, y la derrota de las izquierdas, el bloqueo del feminismo y la amenaza militarista de los imperialismos. Es la dinámica de rearme hegemonista, autoritario y regresivo para combatir. Sufren una profunda crisis de legitimidad, pero todavía no hay suficientes fuerzas sociales y políticas para garantizar un futuro de paz y bienestar. La tarea de las izquierdas, sociales y políticas, es acumular esas fuerzas de cambio democratizador.
Por último, hay conflictos entre las dos corrientes progresistas, la moderada u oportunista y la radical o transformadora. Pero, aparte de recordar la importancia de la movilización social para formar fuerza sociopolítica -la acción independiente de las masas- habrá que demostrar la capacidad transformadora o contrahegemónica popular y su representación social y política frente a los poderes fácticos. En esa medida, se incrementará su legitimidad y la insuficiencia del malmenorismo adaptativo. La cuestión es cambiar las actitudes de las bases sociales a través de la experiencia popular, la activación cívica y la credibilidad transformadora, no a través del subjetivismo irrealista o el sectarismo discursivo, que suelen quedar en la impotencia. La relación entre las dos corrientes -y otros sectores democráticos- siempre debe obedecer a la combinación entre unidad y diferenciación. En definitiva, es imprescindible el realismo analítico y la voluntad transformadora.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.
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