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Apuntes críticos para después de Semana Santa

Cera en las calles

Fuentes: Rebelión

«Cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta peligroso se vuelve el conocimiento verdadero.» (Antonio Muñoz Molina: Quieren tradición, artículo publicado en 2017 en El País.)

Llueve de forma benigna sobre la ciudad de Granada en este Domingo de Resurrección. Siempre le viene bien esa agua a los suelos de sus calles; es un buen lavado de cara como se suele decir. Pero la sencilla lluvia no eliminará la cera depositada durante toda la Semana Santa, e incluso en días previos, por las muchas cofradías que han conducido sus procesiones por la anatomía urbana. Un economista diría que es la externalidad negativa resultante de gozar del espectáculo que incluye el desfile de penitentes portadores de velas.

Durante los próximos días todos, obligadamente, recordaremos las celebraciones de la Cuaresma cada vez que paseemos por las calles patinando, y no caminando. Esa cera es el trasunto de la tradición que nos lleva a repetir rituales con los que se ha fraguado una identidad colectiva con la que algunos –seguramente una minoría– no nos identificamos. Somos sufridores prácticamente en silencio y resignadamente de una manifestación cultural que choca con nuestros principios de libre pensadores hijos de la Ilustración.

Durante un tiempo caminaré sintiendo que en cualquier momento puedo resbalarme, que entre mi centro de gravedad y el contacto con adoquines, losas o asfalto media ese resbaladizo fluido pseudomístico que se ha solidificado al contacto con la frialdad terrestre, como si el flujo de lo espiritual sufriera una ineludible transustanciación en la que se encerrase un mensaje oculto: no os esforcéis por trascender la materia; en verdad es ella la que dicta la ley del espíritu. Porque de eso se trata a fin de cuentas: de creer que somos algo más que este cuerpo mortal, un enjambre de átomos al fin y al cabo que la física de partículas se empecina en demostrar, en contra de nuestro sentido común, que no son nada. «Cuanto más sabemos sobre la materia, más vemos que no es nada» es la frase nihilista que se atribuye al científico británico William Thomson (Lord Kelvin).

Y sin embargo, en otro alarde más de la sublime naturaleza contradictoria del ser humano, la Semana Santa es la manifestación de la superioridad de la sensualidad sobre la espiritualidad o también del indisoluble vínculo existente entre los sentidos y la experiencia mística. De ello tenemos múltiples ejemplos en la historia del catolicismo, pero mi favorita es la que nos ofrece la vida de Sor Benedetta Carlini, una monja italiana del siglo XVII, en la que se confunde la experiencia mística con los deleites lésbicos de la carne (para quien desee saber más de ella le recomiendo que lea Sexualidad lesbiana en la Italia del Renacimiento: el caso de Sor Benedetta Carlini de la historiadora Judith C. Brown).

La Semana Santa y la Cuaresma que la precede son ante todo sacrificio y penitencia, simbolizados en la abstención de la ingesta de carne y en un luto público que en la muy católica España franquista de mi infancia se traducía en la emisión tanto por la radio como por la televisión de sólo música fúnebre durante el jueves, viernes y sábado santos; todos de luto hasta que llegaba la celebración de la resurrección. Así eran las cosas en la España nacional católica. No se debe ignorar la genealogía de esta manifestación étnica, que desde finales del siglo XIX y principios del XX tiene un valor político nada despreciable, como lo demuestra el hecho vergonzoso de que representantes políticos de todo signo ideológico, salvo contadísimas excepciones, no falten a su cita con la procesión de turno. Como señala el historiador César Rina Simón en su artículo La Semana Santa Andaluza. Una breve historia de casi todo: «la Semana Santa fue la expresión más imagotípica del nacionalcatolicismo. El franquismo resignificó las procesiones para empaparse de la unción sagrada y popular que atesoraban». Eso explica que en muchas procesiones suene el himno nacional mientras el santo de turno baila en su trono mecido por los viriles costaleros. Y asimismo explica que durante la transición y primeros años de la democracia la Semana Santa estuviese en notable decadencia, congruentemente con la aspiración dominante de superación de la dictadura. Hasta que de nuevo el bipartidismo recurrió a los sentimientos tribales para sus propósitos políticos mediante el relanzamiento de lo que a partir de entonces adquirió marchamo de tradición indiscutible. Sí, el franquismo dejó su impronta indeleble en nuestra sociedad hoy secularizada, igual que una bacteria tóxica inserta en nuestro ADN democrático que puede terminar por enfermarlo.

Hay tanto de pagano en esta manifestación tan turística como religiosa que resulta apasionante desde el punto de vista de la antropología cultural. La obsesión por el cuerpo lo demuestra. Toda la imaginería religiosa que es objeto de exhibición y adoración durante estos días consiste prácticamente en su totalidad en la representación escultórica de cuerpos humanos. Vírgenes, santos y cristos son plasmaciones artísticas o artesanales de personajes de las Sagradas Escrituras que están mucho más allá de la pretendida historicidad de unos hechos que supuestamente dan categoría de verdad a la religión cristiana. Es esa determinada virgen objeto de culto, y no otra, en su corporeidad plástica, tal y como aparece vestida y engalanada, la que recibe piropos que ante todo tienen que ver con sus cualidades estéticas. Lo mismo cabe decir de Jesús de Nazaret en sus diversas versiones, en las que la desnudez de su cuerpo en la mayoría de los casos, es un elemento central de la pasión de Cristo, es decir, de su sufrimiento, que es ante todo dolor sentido en el cuerpo. Como los penitentes que lo emulan, hasta extremos en algunas manifestaciones locales que rayan con el masoquismo. Como los que comparten la experiencia colectiva en las calles al paso de las procesiones, que gozan de la alteración de sus conciencias mediante la manipulación de sus sentidos a través de los olores (incienso, azahar…), sonidos (música, saetas…), imágenes transidas de dramatismo. Y esos cuerpos masculinos bajo los pesados tronos, haciendo alarde de fuerza y resistencia a partes iguales: «¡al cielo con ella, valientes!». Al cielo a través del sufrimiento corpóreo. Es todo un rito montado sobre la alienación del cuerpo o una de las muchas formas que nos hemos inventado los seres humanos para huir de él, como diría el filósofo Santiago Alba Rico. El cuerpo siempre fue una obsesión para el cristianismo desde sus mismos orígenes, como lo demuestran las cartas de Pablo, el auténtico fundador de la Iglesia, y hasta nuestro tiempo presente como prueba la compilación de catequesis bajo el título Teología del cuerpo de Juan Pablo II. Nadie como Friedrich Nietzsche, el filósofo martillo de creyentes, para expresarlo en uno de sus sublimes aforismos recogidos en El crepúsculo de los ídolos: «¡Y, sobre todo, fuera el cuerpo, esa lamentable “idée fixe” (idea fija) de los sentidos!, ¡sujeto a todos los errores de la lógica que existen, refutado, incluso imposible, aun cuando es lo bastante insolente para comportarse como si fuera real!».

Es idolatría pura y dura lo que se practica en cada procesión, y en multitud de expresiones rituales católicas. En contradicción con la raíz judía que forma parte inextricable de la doctrina originaria. ¿O pasamos por alto el pasaje bíblico del becerro de oro? En Éxodo, 32 se cuenta cómo los israelitas, mientras Moisés estaba en el monte Sinaí recibiendo los Diez Mandamientos, construyeron un becerro de oro y lo adoraron. Esto ocurrió porque se habían olvidado de los mandamientos de Dios que prohibía expresamente la adoración de ídolos –es decir, de imágenes– al pueblo de Israel: «Y el Señor hirió al pueblo por lo que hicieron con el becerro que Aarón había hecho», concluye el pasaje bíblico.

Este fue uno de los motivos que llevaron al cisma de Martín Lutero hace quinientos años. La Reforma Protestante criticó la adoración de imágenes por considerarla idolatría, un pecado. El culto a Dios se debía realizar únicamente a través de la fe y la palabra revelada. Los reformadores, como Lutero y Calvino, argumentaban que las imágenes religiosas no tenían fuerza cultual y que su veneración se debía a un malentendido religioso. No es de extrañar, pues, el barroquismo de la mayoría de las figuras que salen a pasear en nuestra Semana Santa, producidas como reacción de acuerdo con las consignas salidas del Concilio de Trento, la respuesta contrarreformista de la Iglesia Católica, en el que se reafirmó la veneración de los santos, reliquias e imágenes, enfatizando la importancia de la imagen religiosa como instrumento didáctico para la enseñanza de la fe.

Pero se trata de la «semana de pasión», ¿verdad? La razón queda excluida, es incompatible con un fenómeno que tiene mucho de catarsis, esa especie de trance emocional del que hablara ya hace dos mil quinientos años Aristóteles al referirse al teatro griego y su poder de fascinación colectiva. Es una de esas representaciones –por tanto, no real– en las que todos los que participan en genuina comunión experimentan la plenitud de sentido de sus vidas. Humano, demasiado humano. Aquí bien vale que no olvidemos la aportación de Émile Durkheim, el filósofo francés de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, pionero de la sociología, que definió la religión como un hecho social fundamental que refleja la existencia colectiva y las representaciones sociales. La religión es un sistema de creencias y prácticas que unen a las personas en una comunidad moral separando lo sagrado de lo profano. En definitiva es un medio para la cohesión social y la construcción de una moral colectiva.

A una persona como yo, que en tanto valora el pensamiento racional y el conocimiento que de él se deriva, no puede sino admirar el poder que en sociedades como la nuestra, con un notable nivel de secularización y que en tantos aspectos fundamentales depende de los logros de la ciencia, tienen ritos como el de las procesiones de Semana Santa que aquí se cultivan y fomentan mediática e institucionalmente. Esto es lo que resulta difícil de entender y aceptar: que los ayuntamientos subvencionen las cofradías (hasta un 66,67% de incremento en Granada); que se indulten presos con ocasión de las exhibiciones de ciertas imágenes; que se fomente en las escuelas la vocación cofrade entre los menores en un descarado acto de adoctrinamiento promoviendo procesiones infantiles; que nuestros cargos políticos, en tanto que tales, salgan a pasear al frente de los desfiles procesionales acompañados de otras autoridades (Policía, Guardia Civil, Ejército); que los medios –desde luego prácticamente todas las principales televisiones y radios, públicas y privadas– hagan las veces de altavoces propagandísticos de una confesión religiosa, sin el más mínimo atisbo de crítica o discurso alternativo, contraviniendo así lo que establece nuestra Constitución, que consagra la aconfesionalidad de nuestro Estado. Mirando, por ejemplo, Canal Sur, la televisión pública de Andalucía, que financiamos todos, creyentes y no creyentes, no cabe duda de que ser andaluz es ser ferviente partícipe del folclore cofrade; por lo que se ve, es parte esencial de nuestra identidad.

Es la tradición se dirá. Y con eso queda el asunto zanjado. La tradición –como Dios– es uno de esos conceptos talismán con el que la última pregunta sobre por qué hacemos eso de sacar figuras a pasear por las calles cada año haciendo alarde de fuerza masculina, entre música de bandas uniformadas, militares, y señores y señoras disfrazados de forma excéntrica, queda silenciada. La tradición hace que los inventos culturales adquieran la misma categoría de realidad que las cosas naturales (los antropólogos llaman a este proceso reificación, del latín res, cosa). Es la tradición una forma de consolidación de la memoria colectiva, pero al mismo tiempo paradójicamente oculta un enorme olvido, ya que marca un instante alfa en el tiempo, de carácter mítico, antes del cual no existe la identidad, y así desaparece la realidad del cambio que, si se tuviese en consideración, destruiría la sacralidad de la tradición, pues nos permitiría tener conciencia del invento que fue en su día eso que hacemos por tradición y, por ende, de su carácter meramente convencional, no natural, y mucho menos sagrado. La tradición conlleva necesariamente la creencia inconsciente –que es aquella que no pensamos, sino en la que vivimos– que en nuestra mente se funde con la realidad. Se trata de un delirio de origen cultural mediante el que se borra la necesaria existencia del momento fundacional de la tradición, cuando las cosas no eran así; lo que demuestra que no tienen que ser así. Contra esa tradición, que tapona el juicio crítico de la razón, legitimando todo lo que por ella viene avalado, peleó a brazo partido la inteligencia de la Ilustración abriendo la historia europea y mundial a un nuevo horizonte de posibilidades éticas y políticas: eso que se llamó progreso.

A modo de epílogo providencial:

Cosas de la Divina Providencia: en medio de la redacción de este artículo la noticia de la muerte del Papa se apodera de la esfera mediática entera, y ya diríase que no hay otro tema de importancia. El fallecimiento de un solo hombre se convierte en el centro de gravedad en torno al cual gira la actividad de todos los medios. Ya ha empezado la operación hagiográfica urbi et orbi en torno a la persona de Jorge Mario Bergoglio. Oigo en la radio «el planeta llora la muerte del Papa Francisco». Lo mismo, dicho de una manera u otra, repetido una y mil veces en todas partes se convierte en verdad. Esther Muñoz de la Iglesia (qué segundo apellido tan congruente), diputada del Partido Popular, ha reconocido la magnitud del luctuoso acontecimiento para nuestro país al declarar: «España no se entiende sin su alma católica». Nuestro Gobierno debe de estar de acuerdo con esa aseveración, pues ¿cómo hemos de interpretar los tres días de luto en un Estado supuestamente aconfesional?

La cera de la Semana Santa seguirá presente en los suelos de nuestras calles durante días y días, causando resbalones por doquier. El entusiasmo aplastante de la festividad religiosa y la hagiografía mediática del Papa recién fallecido son apabullantes exponentes de las adhesiones irracionales a lo unánime, que ahogan las voces de los discrepantes, lamentables resbalones del pensamiento.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.