Pensar el pasado colonial en clave de desplazamiento permite interrogar no solo las exclusiones del presente, sino también las formas históricas de propiedad, ciudadanía y racialización que sostuvieron la construcción moderna del Estado-nación en España.
Pocas historias nacionales han blindado con tanta eficacia su pasado colonial y esclavista como la española. A diferencia de otros contextos europeos, como Francia o el Reino Unido, donde abundan los espacios conmemorativos dedicados a la esclavitud transatlántica, el espacio público en España se caracteriza por la ausencia casi total de lugares institucionales o de memoria vinculados a este tema. Las escasas iniciativas orientadas a descolonizar el legado material han tendido más a debatir la conveniencia de eliminar o modificar monumentos existentes que a generar nuevos espacios y referencias simbólicas que interpelen el pasado colonial. Esta falta de propuestas creativas para actualizar y reimaginar un espacio público dominado por estatuas de conquistadores, militares, monarcas y esclavistas quedó reflejada en la intervención del artista francés James Colomina en la plaza Idrissa Diallo, quien instaló sin autorización una escultura con motivo de la conmemoración de la abolición de la esclavitud en España. La obra Humanity —que muestra a un joven abrazado a un oso de peluche— fue colocada sobre la peana vacía que, durante décadas, sostuvo la estatua del esclavista Antonio López y López, retirada por el Ayuntamiento en 2018.
Abrir el debate sobre la memoria a la herencia colonial implica descentrar el relato nacional y hacerlo permeable a las experiencias de desplazamiento y desposesión que definen el presente. En el siglo XX, el debate en torno a los legados del colonialismo se articuló en Europa a través del trabajo de intelectuales como Frantz Fanon, Awa Thiam, Édouard Glissant, o Stuart Hall, para quienes el desplazamiento desde el Caribe o África hacia Europa fue parte constitutiva en la formación de una conciencia del sujeto colonial en el siglo XX. Como señalaba Stuart Hall, esta toma de conciencia emergió precisamente desde la experiencia del desplazamiento, al articularse entre comunidades que buscaban escapar de la sociedad colonial para convertirse en “sujetos modernos”. Para Hall, entender el devenir del sujeto colonial no implicaba simplemente recuperar un pasado auténtico silenciado por los marcos de representación occidentales. Más bien, suponía reconocer las múltiples formas “en que somos posicionados por, y nos posicionamos dentro de, los relatos del pasado”. Como afirma en Identidad cultural y diáspora, esta comprensión del sujeto colonial se enmarca en una política del posicionamiento que “carece de toda garantía absoluta [de ser anclada] en una ‘ley de origen’ trascendental e incuestionable”. Más allá de un impulso por reparar un pasado silenciado, la memoria traumática del sujeto colonial se nutre de la necesidad de dar sentido a la experiencia histórica del desplazamiento desde posiciones situadas, contingentes y abiertas al conflicto.
El contexto político actual ha reabierto la necesidad de repensar de manera crítica los marcos teóricos que, desde los años setenta, han configurado la memoria del colonialismo. El “colapso de las utopías alternativas” en esa década —como el socialismo internacional o el espíritu antiimperialista articulado a partir de la conferencia de Bandung en 1955— propició la emergencia de un marco neoliberal de la memoria, fundado en la idea de una ruptura con el colonialismo que dejaba atrás, como resueltos, sus antagonismos y violencias estructurales. Hoy, sin embargo, presenciamos una rearticulación etnonacionalista del orden político que rechaza el lenguaje de los derechos humanos, naturaliza la violencia y neutraliza la posibilidad de crear nuevos espacios de solidaridad transnacional. En este contexto, el presente exige articular un lenguaje de la subalternidad que ponga en el centro los antagonismos y conflictos estructurales del legado colonial, a través de una lectura histórica situada capaz de movilizar a las colectividades desplazadas por las formas de explotación y desposesión propias del siglo XXI.

Etnonacionalismo y narrativas del desplazamiento en el legado colonial
Los
marcos discursivos que hoy dominan el debate sobre el pasado colonial
de América se construyeron sobre la base del gran desplazamiento de
europeos hacia el continente que tuvo lugar a partir de la segunda mitad
del siglo XIX. Esta gran migración —que alcanzó su punto álgido entre
1880 y 1930— se constituyó como experiencia histórica mediante
discursos, monumentos y conceptos que inscribieron la historia colonial
de América en el horizonte de expectativas de una clase europea en
ascenso, minoritaria hasta entonces en el continente. El impacto de este
proceso puede rastrearse en la reconfiguración de una imagen del pasado
colonial que establece una continuidad de carácter etnonacionalista
entre los nuevos migrantes y las figuras fundacionales de la
colonización.
Desde el siglo XVI y hasta mediados del siglo XIX, el número de africanos esclavizados y libres en América superaba al de migrantes europeos: por cada europeo, llegaron al menos cuatro africanos. Como ha demostrado David Eltis, dos tercios de todas las personas esclavizadas desembarcaron en las Américas ibéricas. A esto se sumaba la presencia aún predominante de comunidades indígenas en vastas regiones del continente, donde los europeos seguían siendo una minoría demográfica. Si bien la alta mortalidad causada por las condiciones de explotación y las enfermedades dificultó que una mayoría demográfica no europea se sostuviera de forma homogénea en todas las regiones, la influencia cultural, social y, en muchos territorios, numérica de africanos e indígenas fue central durante los primeros siglos de colonización.
Desde sus orígenes, las repúblicas liberales anglo-europeas han colocado en el centro de su configuración histórica la figura del colono blanco como agente modelador de la identidad nacional. A comienzos del siglo XX, muchos estadounidenses concebían su país como el resultado de un proceso de asentamiento europeo destinado a poblar América del Norte y fundar, en términos étnico-raciales, una república de ciudadanos libres. Al igual que en otros contextos marcados por formas coloniales de poblamiento blanco —como Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica o Israel— la expansión de asentamientos de poblaciones anglo-europeas se articuló a partir del desplazamiento o eliminación de comunidades indígenas. Como ha señalado Aziz Rana para el caso de Estados Unidos, la redacción de constituciones se convirtió en un marcador central del orden político, al restringir el acceso a la libertad, la igualdad y la tierra a colonos blancos, cuya ciudadanía se definía estructuralmente a partir de la exclusión y subordinación de afroamericanos y pueblos indígenas.
Aunque la historiografía en España ha tendido a silenciar cómo la subordinación racial en las colonias estructuró la construcción del Estado nacional, su evolución presenta notables paralelismos con el tipo de colonialismo de asentamiento blanco característico de las repúblicas liberales anglo-europeas. En Cuba, la lógica racial de la propiedad y la ciudadanía, articulada a través de la expansión de zonas productivas esclavistas, dio lugar hacia 1841 a un orden demográfico en el que cerca de la mitad de la población —unas 436.000 personas— era esclavizada. Esta orientación demográfica permitió que una nueva clase de migrantes españoles se integrara en las estructuras productivas de la isla mediante el acceso preferente a tierras y a mano de obra esclavizada, consolidando así un régimen racial de propiedad vinculado a la incipiente construcción del liberalismo español.
La estructuración racial de la propiedad y la ciudadanía en España y sus colonias puede rastrearse en numerosos textos y documentos oficiales. Como la Real cédula de 1789, que liberalizó el “comercio de Negros” en las “Colonias de América” —así denominadas en el documento— al abrirlo a súbditos españoles y extranjeros; o la Real cédula sobre aumentar la población blanca de 1817, que otorgaba privilegios de acceso a la tierra a europeos blancos. Esta misma lógica se manifiesta en textos fundacionales del liberalismo español, como la Constitución de Cádiz de 1812, que negaba la ciudadanía a las personas no libres —es decir, a los africanos esclavizados en las colonias— (artículo 5) y restringía explícitamente su acceso a los libres de origen africano (artículo 22).
La visión de una migración blanca, propietaria y libre —opuesta a otros desplazamientos considerados ilegítimos y peligrosos— comenzó a consolidarse a través de un imaginario etnohistórico que legitimaba las políticas raciales orientadas a restringir el acceso a la libertad, la igualdad y la tierra en las nacientes naciones liberales. Reactivado en múltiples contextos y periodos, este imaginario fue sostenido por una larga lista de autores, no solo por esclavistas, sino también para figuras centrales del abolicionismo como el historiador cubano José Antonio Saco o el cónsul británico en Cuba David Turnbull. Para estos abolicionistas, la presencia africana en América, especialmente cuando esta se erigía como mayoritaria, iba contra el destino “natural” del continente: ser habitado, modelado y poseído por población de origen europeo. Asentada en la idea de que la presencia de africanos representaba un peligro para el orden social, moral y político en Cuba, la urgencia por abolir la esclavitud respondía, en los escritos de estos abolicionistas, a la defensa de formas de poblamiento y propiedad de la tierra alineadas con las nuevas lógicas coloniales de los estados liberales modernos.
La emergencia de
discursos en torno a desplazamientos migratorios percibidos como
peligrosos, forzados e ilegítimos —una forma temprana de la teoría del
“gran reemplazo” actual— coincidió con una nueva orientación
civilizatoria del naciente colonialismo blanco: no solo el de los
migrantes europeos en América, sino también el de los nuevos
imperialismos en el Sudeste Asiático y África, donde las retóricas
antiesclavistas sirvieron para justificar la nueva ola colonial. Esta
lógica civilizatoria se manifiesta en múltiples publicaciones de finales
del siglo XIX. En la ilustración The White Man’s Burden (La carga del
hombre blanco), publicada por la revista Judge en 1899, el Tío Sam y
John Bull ascienden por una empinada colina, arrastrando a figuras
racializadas representadas con grotescas caricaturas. Inspirada en el
poema homónimo de Rudyard Kipling, la imagen de la “carga del hombre
blanco” sirvió en Estados Unidos para justificar el control imperial
sobre Filipinas, Cuba y Puerto Rico, apelando a una supuesta necesidad
moral de derribar obstáculos como la “opresión”, la “ignorancia”, el
“canibalismo” o la “esclavitud”. Desde esta perspectiva, durante el
periodo de intensificación de las migraciones europeas hacia América
—entre 1880 y la Segunda Guerra Mundial—, la abolición de la esclavitud
funcionó como un elemento legitimador de nuevas ideologías coloniales de
poblamiento blanco, articuladas tanto en las nacientes repúblicas
liberales americanas como en los proyectos coloniales en África y el
Sudeste Asiático, en un contexto de profundas transformaciones en los
patrones globales de desplazamiento demográfico.

Memorias desplazadas en disputa en el legado colonial de la Hispanidad
¿Qué papel han desempeñado las experiencias de desplazamiento en la configuración de la memoria pública? ¿Qué formas de desplazamiento han sido privilegiadas y cuáles han sido silenciadas o excluidas de la esfera pública de representación, tanto en discursos históricos como en espacios expositivos y lugares de memoria? A diferencia del contexto anglosajón, donde los discursos antiesclavistas sirvieron para legitimar un nuevo régimen civilizatorio, la esfera postesclavista española se articuló en torno a una narrativa antimoderna que situaba el legado colonial en sintonía con el horizonte de expectativas de la nueva clase europea asentada en América. De esta experiencia histórico-ideológica surge, ya en el siglo XX, un conjunto de discursos y textos que, en torno al concepto de Hispanidad, articularon un nuevo relato del pasado colonial de América escrito en clave etnonacionalista.
Aunque utilizado por Miguel de Unamuno en un discurso pronunciado en Buenos Aires en 1909, el término Hispanidad adquirió un perfil ideológico definido en manos de autores conservadores como Zacarías de Vizcarra y, especialmente, Ramiro de Maeztu. Nombrado embajador en Argentina en 1928, Maeztu trabó relación con círculos conservadores en Buenos Aires, ciudad epicentro de la emigración española en América con alrededor de un 20 por ciento de personas nacidas en España. Desde las páginas de Acción Española, Maeztu formuló una teoría de la Hispanidad como empresa espiritual de reconquista. En Defensa de la Hispanidad (1934), propuso una relectura del pasado imperial centrada en el catolicismo como núcleo esencial de lo hispánico a través de mitos fundacionales, como el de “raza hispana” o “España misionera”, que daban sentido a la experiencia histórica de desplazamiento de europeos en América en el siglo XX.
La idea de una Hispanidad formulada en clave etnonacionalista ha perdurado hasta hoy en numerosos espacios y lecturas histórico-políticas del pasado colonial. Lejos de limitarse a las narrativas antimodernas del legado imperial —omnipresentes hoy en múltiples discursos históricos y lugares de memoria—, la visión etnonacionalista de la Hispanidad se manifiesta también en la incapacidad de articular marcos críticos alternativos que descentren dispositivos de memoria que silencian las genealogías de resistencia de sujetos y pueblos colonizados. Esta carencia se debe, en gran medida, a la falta de referencias vinculadas a las tradiciones intelectuales y movimientos antiimperialistas de América y África en la esfera pública española. Este vacío, evidente tanto en los programas educativos y espacios expositivos como en las referencias culturales y políticas predominantes en la discusión pública en torno al legado colonial, dificulta hoy la posibilidad de confrontar los discursos de odio hacia comunidades migrantes y desplazadas en España y Europa.
La proyección de un relato que proyecta la experiencia moderna de movilidad euroatlántica sobre el relato fundacional de la América colonial es evidente en espacios como el Museo de América de Madrid. Inaugurado en 1941, el edificio fue concebido como parte de un programa ideológico más amplio que trazaba un paralelismo entre la épica del descubrimiento de 1492 y el alzamiento militar de 1936, reinterpretado por el franquismo como una nueva gesta al servicio de la “resurrección nacional”. Aunque el museo ya fue objeto de renovación entre 1981 y 1994, la exposición se encuentra hoy en proceso de revisión de un marco expositivo que enfatiza una visión europeizante de América. Esta visión en clave europea es evidente desde las secciones iniciales, centradas en textos y referencias a conquistadores y exploradores, así como en una sala que recrea el Real Gabinete de Historia Natural de Carlos III, origen de las colecciones más antiguas del Museo de América. Desde el inicio, resulta reveladora la elección de un espacio expositivo modelado según los dispositivos de acumulación, posesión y representación propios de las élites aristocráticas y culturales del siglo XVIII español.
En contraste con este inicio del museo, destaca la invisibilización del mundo africano, presente únicamente como sujeto pasivo en algunas pinturas, así como la completa omisión de toda referencia a la esclavitud. En este sentido, si el discurso curatorial del museo aspiraba a reproducir las lógicas de acumulación de las élites de los siglos XVIII y XIX, hubiera sido necesario situar la figura del esclavo como parte fundamental de ese sistema de posesión y reproducción. Ello incluiría, por ejemplo, referencias a la posesión de personas esclavizadas por figuras como el propio Carlos III, o la incorporación de cédulas y documentos emitidos por la monarquía en los siglos XVIII y XIX para promover y regular la esclavitud —elementos lamentablemente ausentes en la exposición. En sintonía con estas referencias, habría sido pertinente incluir espacios dedicados a visibilizar las revoluciones negras en América y el Caribe, una experiencia histórica clave para comprender no solo el devenir de América, sino también la historia colonial de España a través de las rebeliones de esclavizados y las guerras anticoloniales de independencia en Cuba durante el siglo XIX. Estos materiales y referencias tendrían un alto valor pedagógico, especialmente en un país donde amplios sectores de la esfera pública insisten en negar tanto la existencia de colonias bajo dominio español como el papel activo que desempeñaron los antepasados del actual jefe del Estado en la defensa del sistema esclavista en América.
En el museo, el conocimiento sobre las comunidades indígenas queda confinado a una mirada etnográfica del pasado que rehúye integrar sus posicionamientos históricos, luchas y producciones: desde las escrituras del mundo moderno y contemporáneo hasta los múltiples debates en torno al indigenismo que han marcado tanto el periodo colonial como la construcción de las naciones latinoamericanas. En este sentido, la presencia del Códice Tro-Cortesiano, uno de los objetos más importantes del Museo, llama la atención no tanto por mostrar al público la existencia de libros en el mundo prehispánico, como por el hecho de que, en el resto del museo, se asume implícitamente que las escrituras indígenas —ya sea en español, latín, o en lenguas originarias— colapsaron tras 1492. La ausencia de referencias a las escrituras —literarias, históricas, políticas, religiosas y legales— producidas por intelectuales y comunidades indígenas evidencia la incapacidad de reconocer los diversos posicionamientos históricos que han dado forma a las culturas americanas. En lugar de ello, prevalece una imagen esencialista que invisibiliza y desactiva las respuestas históricas de las comunidades indígenas frente a las violencias y desplazamientos de comunidades provocados por el colonialismo.

Si bien aún están en curso los informes técnicos del comité de expertos propuesto por el Ministerio de Cultura, el debate sobre la descolonización del museo se ha reducido, en gran medida, a cuestiones procedimentales: el origen de los objetos, su posible restitución o la actualización de cartelas para dar visibilidad a colectivos históricamente invisibilizados. Queda por ver si estas acciones derivarán en medidas estructurales capaces de cumplir con los objetivos de las prometidas renovaciones: “actualizar el discurso del museo a la evolución que la sociedad española ha tenido en sus valores, ideales y composición”. A la espera de las nuevas orientaciones expositivas, conviene subrayar que dicha actualización exigiría deconstruir la lógica patrimonialista del museo, centrada en reproducir experiencias históricas de acumulación propias de las élites. Implicaría, además, situar en el centro las experiencias de desposesión de sujetos desplazados, junto con sus contribuciones y formas de resistencia.
Desde esa
perspectiva, sería necesario oponer, o al menos contrastar, en espacios
expositivos como el museo de América, las experiencias históricas de
acumulación y posesión de las élites, o las escrituras de exploradores,
conquistadores y misioneros, con la experiencia de desplazamiento
forzado de personas esclavizadas y de comunidades indígenas explotadas
en las minas de Zacatecas, Huancavelica o Potosí, a donde eran
trasladadas desde enormes distancias, dejando atrás sus comunidades, sus
vínculos y sus vidas. También sería necesario situar hoy esas
experiencias del pasado en relación con desplazamientos contemporáneos
de comunidades en América, África o el Medio Oriente, consecuencia de
formas de explotación y despojo en el siglo XXI. Esto permitiría
conectar el presente de ese futuro museo con voces como la de Felipe
Guamán Poma de Ayala, quien, ya a inicios del siglo XVII, se dirigía en
su extensa crónica a otro monarca hispánico para recordarle lo evidente:
“Porque sin los yndios, vuestra Magestad no vale cosa porque se acuerde
Castilla es Castilla por los yndios.”
Reconocer que las comunidades desplazadas forman parte esencial de la historia viva de España implica no solo desmontar las herencias coloniales que aún hoy estructuran desigualdades y exclusiones, sino también abrir la posibilidad de construir una historia desde abajo, escrita contra los discursos etnonacionalistas que han hecho del odio hacia las comunidades migrantes, racializadas y empobrecidas su principal recurso de movilización y reproducción ideológica. Solo haciendo de la historia una práctica abierta a los colectivos que hoy habitan Europa —escrita y expuesta desde los conflictos y antagonismos que la atraviesan— será posible reescribir un legado colonial situado, que permita posicionar a las comunidades desplazadas —del pasado y del presente— en el marco de unas memorias democráticas para el siglo XXI.
Miguel Ibáñez Aristondo es autor de Ecological Imperialism in Early Modern Spanish Narratives (Amsterdam University Press) e investigador especializado en estudios coloniales y poscoloniales en América, el Caribe y el mundo hispano.