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Las fronteras del alma

Fuentes: Rebelión

Hay fronteras que no se dibujan en los mapas. No tienen garitas ni aduanas, pero son más crueles que cualquier muro. Son las que separan a quienes llegan cómodamente con una maleta y reserva en hotel, de quienes vienen con el miedo tatuado en la piel y la infancia rota en los bolsillos. Unos cruzan con pasaporte, sonrisa y el todo incluido; y otros, con heridas que no se ven y que nadie quiere mirar. Estos últimos son producto, dicen, del “efecto llamada”, a diferencia de los primeros, que no necesiten ni llamar porque entran directamente por la puerta.

En Bizkaia, según cifras oficiales, hay 561 menores no acompañados acogidos en centros. Son chicos, niños en realidad, que han sobrevivido a lo que muchos de nosotros no soportaríamos ni en sueños. Han cruzado desiertos, mares, ciudades hostiles. Han visto morir a amigos, han sido golpeados, violados, abandonados. Algunos escaparon de sus propias familias. Y llegaron aquí. No por capricho, sino por necesidad. Por instinto, por sobrevivir. Por esa fuerza que solo tienen quienes no poseen nada.

Y sin embargo, se les mira como si fueran una carga. Como si su presencia fuera un problema logístico, un gasto que hay que limitar. La diputada general de Bizkaia,  Elixabete Etxanobe, ha vuelto a repetir lo que ya dijo hace un año: que hay que poner freno, que los recursos no son ilimitados, que no se puede acoger a más. Que ya basta.

Pero, ¿basta de qué? ¿De humanidad? ¿De respeto? ¿De memoria?

Porque mientras se pone límite a estos chicos, Bizkaia abre sus puertas de par en par a millones de turistas sin controles de ningún tipo. En 2024, solo este territorio recibió más de dos millones de visitantes. Y este año serán, con toda seguridad, más. Para ellos no hay techo. No hay límite. Se les recibe con alfombra roja, se invierte en infraestructuras, en promoción, en comodidad. Son activos. Son inversión. Son bienvenidos.

Los menores migrantes, en cambio, son gasto, un problema. Son “MENAs”, ese acrónimo frío y despectivo que borra su nombre, su historia, su dolor. Se les hacina, se les vigila, se les criminaliza. Se les niega lo que más necesitan: afecto, escucha, tiempo. Se les exige que sean dóciles, agradecidos, ejemplares. Pero, ¿cómo se le puede exigir eso a alguien que ha vivido el infierno?

Quienes han trabajado con ellos lo saben. Saben que no son ni dóciles ni sumisos. No pueden serlo. Que a veces se rebelan, se cierran, se pierden. Pero también sabemos que son valientes. Que han sobrevivido a lo insoportable. Que merecen respeto solo por haber llegado. Que son niños, joder. Que tienen trece, catorce años. Que podrían ser nuestros hijos e hijas.

Y aquí es donde la política debería elevarse, si lo que pretendemos es que sirva a fines nobles. Donde el discurso público debería convertirse en pedagogía. En ejemplo. En dignidad. Porque cuando se habla de “gasto social”, habría que decir “inversión social”. Porque lo que se invierte en estos chicos no es dinero perdido: es futuro ganado. Es una oportunidad de construir un país más justo, más educado, más humano.

¿Dónde estamos cada uno de nosotros en este tema? ¿Es que ya no nos interpela la injusticia? ¿Dónde están las voces que deberían ver en estos jóvenes una posibilidad, no una amenaza? ¿Dónde está la memoria de un pueblo que también emigró, que fue acogido en América, en Europa, por todo el mundo, sin reservas ni prejuicios?

¿Vamos a seguir el ejemplo de quienes persiguen a estos chicos como si fueran delincuentes? ¿Vamos a copiar las políticas del PP y VOX, que convierten el miedo en votos y la ignorancia en bandera? ¿Vamos a permitir que el racismo se disfrace de gestión responsable?

No. No deberíamos.

Porque cada vez que se niega la acogida, se niega también la historia. Se niega la ética. Se niega la posibilidad de ser mejores. Y cada vez que se criminaliza a un menor migrante, se perpetúa una injusticia que empezó mucho antes de que llegaran aquí. O es que podemos robar o, en el mejor de los casos, aprovecharnos de los recursos de sus países de origen y luego abandonarles?

Bizkaia puede y debe ser un territorio de acogida. No solo para quienes vienen a gastar, sino para quienes vienen a vivir. No solo para quienes traen divisas, sino para quienes traen esperanza. No solo para quienes tienen voz, sino para quienes la han perdido.

Las instituciones tienen una responsabilidad que va mucho más allá de gestionar cifras. No están para administrar límites, sino para ampliar horizontes. No están para decir “ya basta”, sino para preguntarse “¿qué más podemos hacer?”. Porque cuando se trata de menores migrantes, no hablamos de cupos, hablamos de vidas. Y cada vida que se deja fuera es una herida en nuestra conciencia colectiva.

Es inadmisible que se destinen millones a subvenciones para grandes empresas, sobre todo armamentísticas, o a infraestructuras que benefician a quienes ya tienen, mientras se escatima en recursos para quienes no tienen nada. ¿Cuántos millones se han invertido en atraer turistas, en construir carreteras y viaductos, en promocionar eventos? ¿Y cuántos se han destinado a crear centros de acogida dignos, a formar educadores, a ofrecer apoyo psicológico a niños que han vivido el horror? ¿Puede señora Etxanobe mostrarnos esas cifras?

La pedagogía de la ayuda debería ser una asignatura obligatoria en cada despacho público. Porque no basta con decir que somos solidarios: hay que demostrarlo. Y no con rankings, ni con comparaciones con otros territorios o comunidadess. La ayuda no se mide en relación a lo que hacen otros. Se ejerce porque es lo correcto. Porque es lo humano. Porque es lo que nos define.

Decir que “ya acogemos más que otros” es una forma elegante de lavarse las manos. Como si la solidaridad tuviera un límite. Como si el sufrimiento ajeno pudiera ser relativizado. Como si el hecho de que otros hagan menos nos eximiera de hacer más.

Y no, no es solo responsabilidad de las instituciones. También lo es de cada uno de nosotros. Cada vez que callamos, por ejemplo, ante un comentario racista. Cada vez que justificamos el rechazo con argumentos económicos. Cada vez que miramos hacia otro lado cuando un menor migrante es tratado como una amenaza. Cada vez que olvidamos que también fuimos emigrantes, que también fuimos acogidos, que también fuimos niños.

La lucha contra el racismo no se hace solo con leyes. Se hace con palabras, con gestos, con decisiones. Se hace en las aulas, en los medios, en las plazas. Se hace, sobre todo, en el corazón de cada política pública.

Porque si no somos capaces de defender a quienes más lo necesitan, ¿qué clase de sociedad estamos construyendo?

Las fronteras del alma no se cruzan con papeles. Se cruzan con empatía. Con coraje. Con humanidad.

Y si no somos capaces de abrir esa frontera, entonces no somos tan libres como creemos. Ni tan dignos como deberíamos.

Señora Etxanobe: Hay fronteras que no se ven porque no están hechas de piedra, sino de indiferencia. Usted puede elegir en qué lado de la historia quiere estar: si del que levanta muros con excusas, o del que tiende puentes con coraje. Cada menor que llama a nuestras puertas no es un problema: es un espejo. Uno que nos devuelve el reflejo de lo que somos, o de lo que podríamos ser si decidiéramos mirar más allá del miedo.

Porque, al final, diputada general, la política también escribe poemas—pero algunos lo hacen con tinta de justicia, otros con tinta invisible. Y los versos que nos definen no están en los discursos, sino en los silencios que permitimos. Haga que Bizkaia sea eco de abrazo, no de frontera. Que su gestión no sea geografía fría, sino geografía humana. Porque si algo merece ser defendido, es esa parte del alma que aún se atreve a acoger.

Txema García, periodista y escritor

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.