El alto el fuego en la Franja de Gaza está siendo celebrado con discursos triunfales en Washington y entre sus aliados. Los grandes medios corporativos —desde Fox News y el New York Post hasta Clarín, El Mercurio, El Deber e incluso La Patria— hablan en sus titulares de una “paz histórica”, presentando a Donald Trump como el héroe de la jornada y al propio Netanyahu, responsable de la masacre, como su fiel escudero y, claro, confidente (sí, de esos infames archivos Epstein).
Las celebraciones por la liberación de 20 rehenes acapararon portadas y horas de cobertura televisiva. Es comprensible. Pero, ¿qué hay de los 1.968 palestinos detenidos y torturados que Israel también liberó? Ni una línea, ni una mención. El doble rasero mediático es tan evidente que uno podría parafrasear a Bill Clinton: “¡Es el doble estándar norteamericano, estúpido!”.
El alto el fuego avanza en su primera fase, pero debe quedar claro que el silencio de las armas no bastará para borrar la devastación en Gaza. Desde mi modesta opinión, la tregua llegó demasiado tarde. Si Trump realmente hubiera querido “traer la paz al mundo”, habría detenido la ofensiva israelí al inicio de su mandato. Pasaron diez meses de horror en los que Israel asesinó a miles y lanzó, ante la complicidad silenciosa de la prensa occidental, toneladas de bombas sobre una población sitiada. Sobre un cementerio de escombros, con millones de desplazados y decenas de miles de muertos, resulta grotesco hablar de “victoria diplomática”.
Israel no libró una guerra: invadió Gaza. Una guerra se da entre ejércitos; lo ocurrido fue la destrucción sistemática de un territorio y de su gente bajo el pretexto de eliminar una célula terrorista que, paradójicamente, el propio Estado israelí ayudó a crear. La historia está documentada: cuando Hamás publicó su carta fundacional en 1988, varios funcionarios israelíes reconocieron haber financiado al grupo durante sus primeros años. En 1981, el general Yitzhak Segev, entonces gobernador militar de Gaza, confesó al New York Times que Israel apoyó económicamente a las mezquitas donde se adoctrinaba a sus seguidores. La intención era dividir y debilitar a su verdadero enemigo político: la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yasser Arafat.
Hoy, mientras Trump se proclama “arquitecto del alto el fuego”, el pueblo palestino intenta reconstruirse entre las ruinas, sin justicia, sin tierra y sin garantías de futuro. Lo ocurrido en Gaza —un holocausto contemporáneo presenciado a la vista y paciencia del mundo— está siendo distorsionado y minimizado por el poder mediático global. La palabra genocidio, acuñada por el jurista polaco Raphael Lemkin en 1944 para describir la destrucción deliberada de un pueblo, se ha convertido en un término prohibido en los salones diplomáticos de Occidente, precisamente porque define con exactitud lo que acaba de suceder.
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