Los resultados del referéndum del pasado domingo han servido para acabar con un proceso excesivamente largo y muy costoso en términos de esfuerzos y compensaciones. Los primeros análisis apuntan a que si bien todos los partidos no han logrado movilizar suficientemente a sus electores, ello ha sido especialmente significativo en el caso de Esquerra Republicana. […]
Los resultados del referéndum del pasado domingo han servido para acabar con un proceso excesivamente largo y muy costoso en términos de esfuerzos y compensaciones. Los primeros análisis apuntan a que si bien todos los partidos no han logrado movilizar suficientemente a sus electores, ello ha sido especialmente significativo en el caso de Esquerra Republicana. Nadie puede estar contento del todo, más allá de la sensación general de alivio que se advertía en la noche electoral por haber superado lo que se había convertido en un incómodo trance. La abstención electoral de la mitad del electorado ha aparecido como la principal disonancia. Frente a ello han ido surgiendo voces de justificación, exculpación o en descargo de unas cifras notablemente cortas en relación con la carga histórica con que se revistió el proceso. La comparación con los referendos celebrados en Galicia o con ocasión de la llamada Constitución Europea, la jornada festiva, el sol reinante, el descontado triunfo del sí, la excesiva y extenuante duración de la tramitación del nuevo texto y la desunión posterior al pacto entre Rodríguez Zapatero y Mas, han sido algunos de los muchos argumentos utilizados para descargar de plomo las frágiles alas de la participación ciudadana del día 18.
Una vez más se ha discutido sobre la legalidad, la legitimidad o la autoridad moral que puede desprenderse de que uno de cada dos catalanes llamados a votar no utilizasen esa oportunidad. Nadie puede dudar de la legalidad, ya que no está establecido límite inferior alguno para considerar resuelto el trámite de ratificación popular del Estatuto establecido de forma obligatoria en la normativa de reforma estatutaria. El debate sobre legitimidad es mucho más complejo y no quisiera detenerme en él para conectarlo de manera quizá torticera con lo acaecido el día 18 de junio. Y sobre autoridad moral es mejor no discutir, ya que probablemente ello nos conduciría a relacionar tan etéreo argumento con quién lo plantea y con qué finalidad lo utiliza. Es evidente, por otra parte, que existen suficientes datos comparados para defender sin problema alguno que el 50% de participación no es en absoluto un mal resultado para cualquier tipo de consulta electoral en los tiempos que corren.
A mí me preocupa tanto la abstención en su conjunto, como señal que no se debe despreciar, como el mapa o la localización concreta de ese irregular y socialmente significativo fenómeno de pasotismo electoral. Si en el caso de Barcelona, en el barrio de Sarrià se abstiene el 39% de los electores potenciales y en los barrios de Montjuïc el 72% o en Ciutat Meridiana y Trinitat Vella el 63% y el 62%, respectivamente, ¿le debería importar a alguien? Si en el barrio centro de Badalona vota el 60% de los electores y en Sant Roc o Lloreda de la misma Badalona, sólo el 30%, ¿nos debería preocupar esa gran diferencia? Ocurren fenómenos parecidos de alta abstención en otras localidades; por ejemplo, Vilanova del Camí, Salt y Constantí. Que Badia o Sant Adrià alcancen cifras récords de abstención con el 65% y el 60%, respectivamente, no plantea sombra alguna en relación con la legalidad en el proceso de refrendo del Estatuto, pero a mí me preocupa. Y me preocupa ya que ese fenómeno no es exclusivo de este referéndum como opinan quiénes tratan de deslegitimar la renovación del autogobierno catalán entendiéndolo como artificial y desconectado de la realidad social de la ciudadanía. Lo significativo es que el mapa de las más fuertes cotas de abstención en el referéndum del pasado domingo coincide con el viejo mapa de los sin voz en Cataluña. Las cifras de participación en estas localidades y barrios abstencionistas no son mucho mejores en las locales. Y si bien en las últimas elecciones generales de 2004 alcanzaron registros notables, arrastrados por la fuerte movilización que siguió a las jornadas de marzo de aquel año, lo cierto es que casi siempre la abstención duplica en esos barrios a la que se produce en zonas con mayores niveles de renta y estudios. Porque es de eso de lo que hablamos: de desigualdad social, de exclusión política, de falta de capacidad de hacer oír su voz, de sensación que lo que a ellos les ocurre a nadie parece importarle. Y no me ha parecido que esa reflexión apareciera estos días en boca de unos dirigentes políticos mucho más preocupados por el hecho que la significativa abstención pudiera emborronar el nuevo Estatuto que tanto ha costado sacar adelante.
El Estatuto ya está aprobado, y ni el empecinamiento del PP podrá ya impedir su puesta en práctica. Pero no por ello hemos de evitar el enfrentarnos con esa realidad de falta de posibilidades de participación real de un significativo sector de la ciudadanía catalana, para no hablar de los que pagando sus impuestos y teniendo todo tipo de obligaciones no podrán votar ni en las autonómicas ni en las locales por su condición de inmigrantes. No soy de los que opinan que si los que pudiendo ir a votar no lo hacen, ese es su problema, y que o bien no lo hacen por desidia o bien por que ya les va bien como van las cosas. Ese tipo de reflexiones me parecen muy poco serias. Entiendo que un aumento de la participación política es estrictamente deseable, ya que conecta directamente desarrollo humano y ejercicio de la ciudadanía. La autonomía individual plena se consigue a través de la participación efectiva en la vida pública, y si bien ello no tiene por qué pasar estrictamente por ir a votar a un referéndum, los políticos que acostumbran a centrar la capacidad de transformación social en la acción desde las instituciones no deberían mirar a otro lado cuando esa exclusión política acontece. La incompetencia y apatía políticas no son una causa, sino una consecuencia de la falta de presencia activa de cada quién. Es importante recordar que política y cotidianidad no son compartimentos estancos, y que por tanto, si tu día a día está lleno de sinsabores, problemas, marginalidades y exclusiones, difícilmente podrás imaginarte o pensarte como ciudadano sólo para ir a votar en esa cosa aparentemente lejana, llena de complejidades y recovecos llamada Estatuto. Uno es ciudadano, o sujeto activo, en política si lo es y se siente como tal en su vida cotidiana. La abstención selectiva, ese plus de ausencia de voz en la consulta del pasado domingo en muchos enclaves de Cataluña, no nos debería pasar por alto. Si no recibimos esas señales, estamos de hecho deslegitimando, no el triunfo del referéndum, sino la propia democracia.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.