“El reconocimiento de los valores intrínsecos de la naturaleza impone mandatos universales, ya que la vida debe ser protegida en todos los rincones del planeta. Problemas ambientales globales, como el cambio climático o la acidificación de los océanos, refuerzan todavía más esa ética como un valor esencial.” (Eduardo Gudynas, intelectual uruguayo)
Cuando algo nuevo asoma en el horizonte, como son para muchas personas los derechos de la naturaleza, al desinterés le sigue la burla. Poco más adelante, en la medida que avanzan esas ideas innovadoras, mientras se mantiene una ignorancia bastante generalizada, que normalmente es terreno fértil para alimentar los miedos a lo desconocido, no faltan amenazas e incluso acciones represivas violentas.
La posibilidad de que algo distinto al ser humano pueda ser pensado como sujeto de derechos constituye una “aberración”. Este es un criterio bastante generalizado en círculos sociales considerados ilustrados. Es más, muchos juristas reconocidos y personalidades influyentes ven grandes dificultades en la aplicación de una jurisprudencia que reconozca a la naturaleza como sujeto de derechos.
Esto no es nuevo. A lo largo de la historia, toda ampliación de derechos fue, en un comienzo, impensable. Recordemos que al iniciar la colonia los pueblos originarios no solo no tenían derechos, sino que incluso se afirmaba que carecían de alma. La emancipación de los esclavizados o la extensión de los derechos a los afroamericanos, a las mujeres y a los niños y niñas fueron rechazadas en su tiempo por considerarse un absurdo.
Bastaría recordar que, cuando las personas esclavizadas fueron liberadas, no faltaron quienes reclamaron por las “pérdidas” sufridas por sus “propietarios”, cuya “libertad” para comercializarlas, utilizarlas y explotarlas resultó irremediablemente restringida. Algo similar pasó cuando se cuestionó el trabajo infantil –una bienvenida mano de obra barata en el naciente proceso de industrialización– en Inglaterra a inicios del siglo XIX. La polémica fue grande. “La propuesta socava la libertad de contratación y destruye los cimientos del libre mercado”, proclamaban los ilustrados de la época. Finalmente se pudo eliminar ese tipo de trabajo casi esclavo, al menos en términos legales, aunque todavía está presente incluso en muchas cadenas de valor transnacionales.
En el mundo en el que todavía vivimos parece “normal” que las empresas disfruten de derechos casi humanos. En países como los Estados Unidos, modelo de la justicia universal para algunas personas, la ley extendió el ámbito de los derechos a las corporaciones privadas a fines del siglo XIX. Desde entonces se les reconoce a las empresas derechos equiparables a los de las personas humanas: derecho a la vida, a la libre expresión, a la privacidad, etc. Esta realidad –distópica a nuestro juicio– está vigente de diversas maneras en el resto del planeta. Y a nadie le llama la atención puesto que se trata de una tradición de larga data.
En la actualidad muchas de esas posiciones se mantienen más o menos estancadas, a tal punto que pretender que incluso científicos o juristas connotados entiendan y acepten este tema equivale a pedirles que escapen de su propia sombra. Y de eso exactamente tratan los derechos de la naturaleza: tenemos que huir de las sombras de la Modernidad. Solo con esa firme convicción podremos superar las taras que arrastramos desde hace cientos de años. Y eso no es fácil, pues alterar esa verdad casi revelada, que considera al ser humano como una especie superior, y aceptar que la naturaleza es sujeto de derechos resulta una tarea mayor.
Estos nuevos derechos –que en realidad son una suerte de derechos originarios– no son simplemente otro campo del derecho cuyo fin es asegurar un ambiente sano para los humanos; esa es tarea de los Derechos Humanos en su faceta ambiental. Los Derechos de la Naturaleza son algo diferente, plantean un giro radical. Aunque de entrada cabe apuntar que no se oponen a los Derechos Humanos, pues no solo que complementan, sino que se potencian entre si.
Si se acepta la totalidad de su complejidad jurídica, estos Derechos de la Naturaleza rompen con las bases mismas de la modernidad, abriendo la puerta a una subversión epistémica en todos los ámbitos de la vida humana, incluido el económico. Estamos frente a una suerte de GIRO COPERNICANO. Así, desde estos derechos podemos prefigurar cambios estructurales que tarde o temprano nos permitirán transitar hacia otros horizontes civilizatorios. En realidad, no habrá una gran transformación si simultáneamente no hay cambios en la humanidad misma.
Estas son algunas de las reflexiones con las que empezamos este libro que recoge propuestas y reflexiones de varios grupos humanos y de muchas personas comprometidas en la construcción de otros mundos posibles, en clave de PLURIVERSO: un mundo donde quepan otros mundos -según la fórmula zapatista-, sin que ninguno de ellos sea víctima de marginación y/o explotación, y donde todos los humanos y no humanos vivamos con dignidad y en armonía con la naturaleza. En palabras del gran intelectual colombiano Arturo Escobar, precisamos “mundos y saberes construidos sobre la base de los diferentes compromisos ontológicos, configuraciones epistémicas y prácticas del ser, saber y hacer”.
NOTA: Una lectura ampliada sobre este apasionante tema se encuentra en nuestro libro: La Naturaleza sí tiene derechos – Aunque algunos no lo crean, publicado por la Editorial Siglo XXI, en la serie que coordina Maristella Svampa: OTROS MUNDOS POSIBLES. Ver en https://sigloxxieditores.com.ar/libro/la-naturaleza-si-tiene-derechos/
Alberto Acosta y Enrique Viale: Economista ecuatoriano y abogado ambientalista argentino, coautores del libro La Naturaleza sí tiene derechos – Aunque algunos no lo crean. Jueces del Tribunal Internacional de los derechos de la naturaleza. Miembros del Pacto Ecosocial, Intercultural del Sur.
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