Poco después de las 4 de la mañana, el zumbido de mosca de un avión no tripulado israelí surgió en el cielo, arriba de mi casa. Las madres libanesas han aprendido a amenguar los temores de sus hijos ante esta ominosa criatura transformando su nombre en clave -MK- en Um Kamel, la Madre de Kamel. […]
Poco después de las 4 de la mañana, el zumbido de mosca de un avión no tripulado israelí surgió en el cielo, arriba de mi casa. Las madres libanesas han aprendido a amenguar los temores de sus hijos ante esta ominosa criatura transformando su nombre en clave -MK- en Um Kamel, la Madre de Kamel. Anda en busca de objetivos y de noche, como en todas las masacres que perpetra la fuerza aérea israelí en el sur de Líbano, por lo regular no se le puede ver.
El modelo más reciente hasta puede lanzar misiles. Voló en círculos unos minutos antes de moverse hacia el sur, en busca de otra presa. Una hora después se escuchó el siseo de los jets, seguido por cinco tremendas explosiones al recibir los suburbios del sur su ataque aéreo número 29. Los israelíes deben estar convencidos de que debajo de los escombros dejados por sus incursiones anteriores Hezbollah tiene fortalezas secretas para dirigir su guerra; que si la estación de televisión de Hezbollah -cuya sede de cuatro pisos es un montón de cascajo aplastado- sigue al aire es porque tiene estudios debajo de las ruinas. Yo lo dudo.
Unos 900 mil desplazados
Después del amanecer, salgo a ver a algunos amigos en los suburbios, entre los pocos chiítas que no han abandonado sus hogares. Hassan y Abbas viven en dos edificios de desgastadas escaleras de piedra y paredes húmedas; cada uno vive con sólo dos familias más en estas vecindades ruinosas de ocho pisos, pues sus vecinos han buscado refugio con otros 700 mil desplazados -200 mil más han volado al extranjero- en las montañas drusas de Chouf, o en las montañas cristianas del norte, o en los derruidos parques o las atestadas escuelas de Beirut.
«No tengo otro lugar dónde ir», me dice Hassan mientras su hijo de dos años se entretiene con una Pantera Rosa de juguete. «En Chouf un departamento de dos recámaras cuesta ahora 800 dólares.» Bueno, los drusos sí que están ganando dinero, me digo. «Nadie viene en nuestra ayuda.»
Miramos con coraje la estación de televisión Al Manar, de Hezbollah, cuyo anunciante proclama los méritos -y deméritos- de la reunión de ministros árabes del exterior que está por empezar en Beirut. Estos acaudalados príncipes y emires del Golfo y el profundamente aburrido Amr Moussa de Egipto rugen y se pavonean en el escenario, y sólo guardan silencio cuando Fouad Siniora -el dulce primer ministro libanés- tiene otra de sus sesiones de llanto público y demanda un inmediato cese del fuego. Las propuestas de Líbano deben agregarse al proyecto de resolución de la ONU, dice entre sollozos, gemidos y sonadas de nariz. Las Granjas de Shebaa deben regresar a Líbano. Los israelíes deben irse. Sólo entonces podrá Hezbollah acatar la resolución 1559 del Consejo de Seguridad y deponer las armas.
Los ministros resuelven enviar una delegación a la sede de la ONU en Nueva York -Washington se pondrá a temblar-, y los sauditas acceden a realizar una cumbre árabe en La Meca, pero sin prisas, porque hay que prepararla con cuidado, lo cual hace recordar la mendaz advertencia de George W. Bush de que el cese del fuego tenía que prepararse con cuidado. Y eso debe de tener temblando a los jefes en Tel Aviv.
Es ridículo, escandaloso y vergonzoso escuchar a estos lambiscones envueltos en túnicas -la mayoría pagados, armados o patrocinados en alguna otra forma por Occidente- derramar lágrimas de cocodrilo ante una nación puesta de rodillas. El canciller egipcio, Ahmed Aboul Gheit, había dicho en El Cairo que esta reunión «es un claro mensaje al mundo para demostrar la solidaridad árabe con el pueblo libanés». En los suburbios del sur -donde nadie toma en serio esta tontería-, Abbas me habla de una vecina que había apoyado al movimiento rival chiíta Amal hasta que su casa fue destruida por los israelíes. Ella dijo entonces, «Ahora todos somos Hezbollah», relata mi amigo, y recuerdo que hace menos de tres años nosotros -nosotros los occidentales, bravos creyentes en los derechos humanos- decíamos «ahora todos somos neoyorquinos».
Lo que provoca el acceso de llanto de Siniora es el informe de que 40 civiles libaneses han sido masacrados en el pueblo de Houla por un ataque aéreo israelí: se confirma que 18 personas quedaron sepultadas en una casa. Otros dos edificios se vinieron abajo. Y sin embargo existen temores mucho más terribles de que cientos de cadáveres más se encuentren bajo las ruinas de las casas después que los israelíes volaron en pedazos sus aldeas en las montañas.
Según la ONU, 22 mil libaneses -vivos o muertos- permanecen en los 38 poblados del extremo sur, de una población original de 913 mil. En Mays al-Jabal, por ejemplo, se cree que se quedaron 400 de 10 mil civiles, pero nadie sabe qué suerte corrieron. La cuota de muerte de libaneses -incluida la cifra conservadora de víctimas en Houla- es de 932, casi todos civiles, aunque bien podría pasar de mil. Hay 3 mil 293 heridos.
¿Qué saldrá de todo esto?
A la hora de la comida visito a Suheil Natour, funcionario palestino del pequeño campamento Mar Elias. Su gente -palestinos del éxodo de 1948 y sus descendientes- albergan ahora miles de refugiados chiítas del sur de Líbano, así como alguna vez los abuelos de estos refugiados albergaron a los palestinos de 1948. Natour no pasa por alto esta ironía, y señala que los chiítas -la comunidad más numerosa de Líbano- están ahora esparcidos por todo el territorio. «¿Qué clase de Líbano saldrá de todo esto?», pregunta. «¿Cuánto tiempo pasará para que los chiítas sientan que pertenecen a las zonas del país adonde han huido, más que a las ruinas de los hogares de los que los arrojaron los israelíes?»
Y cuando vuelvo a casa encuentro que mi casero ha echado triple llave a la puerta de mi edificio de departamentos, no sea que los refugiados sientan que pertenecen a este edificio… o que el edificio les pertenece.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya