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Un palo de escoba puede disparar

Acciones y omisiones en el Estado de Israel

Fuentes: Counterpunch

Traducido para Rebelión por LB

Una victoria es una victoria. Una gran victoria es mejor que una pequeña, pero una pequeña victoria es mejor que una derrota.

Esta semana hemos ganado.

Inmediatamente después de que se nombrara la Comisión Turkel para investigar el incidente de la flotilla, Gush Shalom presentó una petición a la Corte Suprema de Justicia en contra de ese nombramiento. Exigimos que fuera sustituida por una Comisión Estatal de Investigación con plenos poderes. La vista quedó fijada para el pasado miércoles. Sin embargo, en la tarde del martes, la oficina del Fiscal General llamó a nuestro abogado, Gabi Lasky. El Primer Ministro había decidido en el último momento aumentar los poderes de la Comisión y el gobierno estaba a punto de confirmar el cambio. Por lo tanto, el Procurador General nos pidió que aceptáramos aplazar la audiencia diez días.

Ni un solo periódico israelí había publicado una palabra sobre nuestra solicitud, algo impensable de haberse tratado de la iniciativa de una organización de extrema derecha. Pero tras el cambio se hizo imposible seguir ignorándola: casi todos los diarios señalaron que nuestra solicitud había jugado un papel importante en la decisión de Netanyahu.

Jacob Turkel y su amigo, Jacob Neeman, el Ministro de Justicia que le nombró, habían llegado a la conclusión de que serían derrotados en los tribunales. Es por eso que Turkel exigió una ampliación del número de los miembros de la Comisión, así como de sus atribuciones.

Inicialmente, a la Comisión no se le había concedido ninguna entidad legal en absoluto. Netanyahu simplemente había pedido a tres buenas personas que averiguaran si las acciones del gobierno habían sido consistentes con el derecho internacional, nada más. Ahora, al parecer, a la Comisión se le dará el valor legal de una «Comisión Gubernamental de Investigación», pero definitivamente no la de una «Comisión Estatal de Investigación». Hay una gran diferencia entre ambos tipos de comisiones.

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LA INSTITUCIÓN llamada «Comisión Estatal de Investigación» es genuinamente israelí. Se basa en una ley especial de la que todos podemos estar orgullosos.

Tiene un trasfondo histórico interesante. A comienzos de la década de los 60, el país vivía desgarrado por la controversia sobre el asunto Lavon, referente a una serie de ataques terroristas perpetrados por una red de espías israelíes en Egipto. La operación fracasó, los miembros de la red fueron capturados, ahorcaron a dos, y surgió la pregunta: ¿Quién dio la orden? El Ministro de Defensa, Pinhas Lavon, y el jefe de inteligencia del ejército, Binyamin Gibli, se acusaron mutuamente (más tarde le pregunté a Isaac Rabin al respecto, y me dijo: «Tratándose de dos mentirosos patológicos, ¿cómo saberlo?»).

David Ben-Gurion exigió enfáticamente una «Comisión Judicial de Investigación». Se convirtió casi en una obsesión para él. Pero, a la vez, la ley israelí no tenía ninguna noción de semejante criatura. Las emociones estallaron, el gobierno cayó y el abogado del Partido Laborista, Jacob Shimshon Shapira, acusó a Ben-Gurion de fascista.

Parece que Shapira sentía remordimientos por esta acusación, y así, cuando poco después se convirtió en ministro de Justicia, elaboró un ejemplar proyecto de ley para el nombramiento de una «Comisión Estatal de Investigación» que se asemejaría a un tribunal ordinario. Propuso que dicha comisión tuviera la facultad de citar a testigos, de hacerles testificar bajo juramento (con las habituales penas inherentes por perjurio), de interrogarlos, de recabar documentación, etc. A todo ello se sumaba la obligación por parte de la Comisión de advertir de antemano a cualquier persona cuyos intereses pudieran verse perjudicados por los resultados de sus investigaciones y de otorgarles el derecho a ser representados por un abogado. En mi calidad de parlamentario de la Knesset en aquel momento, presenté dos enmiendas que me parecían importantes. La propuesta ley preveía efectivamente que la Justicia Suprema designaría a los miembros de la comisión, pero dejaba en manos del gobierno decidir sobre la creación de la comisión y definir sus competencias. Yo argumenté que ello abriría el camino a manipulaciones políticas y propuse conferir a la Corte Suprema también la facultad de crear una comisión y de definir sus competencias. Mis enmiendas fueron rechazadas. El caso que estamos viviendo ahora demuestra hasta qué punto eran necesarias.

La ley proporciona una alternativa: el nombramiento de una «Comisión Gubernamental de Investigación», que goza de un status mucho más bajo. Se diferencia de una Comisión «Estatal» en un aspecto muy importante: sus miembros no son designados por el Presidente del Tribunal Supremo, sino por el propio gobierno. Eso supone, sobra decirlo, una enorme diferencia. Cualquier persona con una comprensión elemental de la política sabe que el que nombra a los miembros de una comisión influye poderosamente en sus conclusiones por adelantado. Si un colono de Qiryat Arba es nombrado presidente de una comisión sobre la legalidad de los asentamientos, su conclusión no puede ser exactamente la misma que la de una comisión presidida por un miembro de Paz Ahora.

Eso ha quedado demostrado en el pasado. Tras la masacre de Sabra y Chatila el Primer Ministro Menachem Begin se negó inicialmente a nombrar una Comisión Estatal de Investigación. Sin embargo, bajo la intensa presión de la opinión pública israelí se vio obligado a hacerlo, y la Comisión destituyó a Ariel Sharon como responsable del Ministerio de Defensa. Ehud Olmert lo recordó y llegó a la siguiente conclusión: tras la segunda guerra del Líbano se negó obstinadamente a poner en marcha una «Comisión Estatal» y solamente aceptó nombrar una «Comisión Gubernamental» cuyos miembros nombró él mismo. No es sorprendente que saliera del asunto prácticamente de rositas.

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El nombramiento de la comisión Turkel fue recibido por la opinión pública israelí con evidente cinismo. Los mismos medios de comunicación que de forma casi unánime habían apoyado el ataque a la flotilla se unieron ahora en su ataque al pobre Turkel y a su comisión. Bromearon sobre la avanzada edad de sus miembros, uno de los cuales solo puede moverse con el auxilio de un ayudante filipino. Todos los comentaristas coinciden en que la comisión no ha sido creada para aclarar las cosas sino para ayudar al presidente Barack Obama a obstruir la formación de una comisión de investigación internacional.

Todos estuvieron de acuerdo en que se trata de una comisión ridícula, sin dientes, que su composición es patética y sus competencias marginales. Parece que incluso el propio juez Turkel se sintió avergonzado. Tras aceptar su nombramiento en los términos fijados por Netanyahu, esta semana amenazó con renunciar si sus poderes no se extendían. Netanyahu cedió.

Jacob Turkel, de 75 años, es una persona decente, nacida en Israel, hijo de inmigrantes procedentes de Austria (Turkel -en realidad Türkel-, es un nombre alemán que significa «pequeño turco», lo cual suena bastante irónico tratándose de una persona encargada de investigar el ataque a un barco turco). Es una persona religiosa cuyo historial como juez revela una orientación derechista. Por ejemplo, decidió que la conducta criminal del ultraderechista Moshe Feiglin no fue «deshonrosa», lo que permitió que Feiglin se presentara a las elecciones. Se negó a condenar al rabino Ido Alba por incitación después de que el rabino hubiera afirmado que la religión judía aprueba matar a los no-judíos. Decidió absolver de un cargo de incitación a Benjamin Zeev Kahane, el hijo de[l ultimado líder racista neoyorkino] Meir Kahane. Cuando Ehud Barak fue primer ministro, Turkel decidió que no podía desarrollar negociaciones de paz debido a la proximidad de las elecciones. Y así sucesivamente.

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La decisión de Netanyahu de ampliar las competencias de la comisión para que tenga la potestad de convocar a testigos está aún lejos de lo que se necesita. La comisión no podrá investigar cómo y quién decidió imponer el bloqueo a Gaza, cómo se decidió atacar a la flotilla, cómo se planeó la operación y cómo se llevó a cabo. Por lo tanto, no vemos ninguna razón para retirar nuestra petición a la Corte Suprema para que disuelva la comisión Turkel y nombre una Comisión Estatal de Investigación. Tanto más cuanto que el propio Turkel, una semana antes de su nombramiento, también solicitó que se constituyera una Comisión Estatal de Investigación.

¿Posibilidades? No muchas, la verdad. El Tribunal Supremo puede intervenir en este asunto sólo si demostramos que la decisión del gobierno es «altamente irracional». Y, de hecho, en el pasado se han nombrado Comisiones Estatales de Investigación por asuntos mucho menos importantes que éste, que ha minado la confianza de la opinión pública israelí en el ejército y en el gobierno, que ha generado una oleada universal de reprobación contra Israel y que ha asestado un duro golpe a nuestras relaciones con Turquía. Si esto no es una cuestión de «interés público», como la ley exige, ¿qué es?

Hay un chiste judío sobre una mujer que arroja un plato de carne a la taza del inodoro. Cuando le pregunta al rabino si todavía es kosher, el rabino le responde: «Es kosher, pero apesta». El tribunal podría decidir con ese mismo espíritu.

Turkel y sus colegas pueden, por supuesto, sorprender a quienes les han nombrado y ampliar arbitrariamente el alcance de su investigación. Cosas así ya han sucedido en el pasado. Como dice otro proverbio judío: «Si Dios quiere, hasta un palo de escoba puede disparar». Pero las probabilidades son escasas.

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Este asunto tiene implicaciones mucho más amplias que el incidente de la flotilla. Vale la pena detenerse en ellas.

La mayoría de los críticos de Israel, especialmente en el extranjero, ven al país como algo monolítico y unidimensional. Creen que todos sus ciudadanos (judíos) marchan al mismo paso tras su gobierno derechista, inmersos en una ideología oscura, apoyando la ocupación y los asentamientos y perpetrando crímenes de guerra. Esto, por cierto, es una imagen clónica de [lo que piensan] los admiradores de Israel de todo el mundo, los cuales también ven a Israel como algo monolítico y unidimensional donde todos los ciudadanos desfilan orgullosamente detrás de sus valientes y decididos líderes Benjamin Netanyahu, Ehud Barak y Avigdor Lieberman.

La verdad está muy lejos de estas dos caricaturas. Basta con que un visitante extranjero permanezca varias semanas en Israel y entre en contacto con su población para que vea que la realidad es mucho, mucho más compleja (de hecho, me atrevería a decir que cualquiera que no lo haya hecho no puede entender lo que pasa aquí).

Todas las sociedades humanas son complejas y tienen múltiples facetas, y la sociedad israelí, con su pasado único, es más compleja que la mayoría. El asunto de la flotilla -relativamente pequeño, pero muy típico- lo viene a demostrar de nuevo.

La exigencia de que se revele la verdad sobre este asunto es una parte de la batalla por la democracia israelí, por el buen nombre de la Corte Suprema y, desde luego, tiene que ver directamente con la esencia del Estado.

Algunos ven esta lucha como una batalla entre dos grandes bloques: por un lado, la derecha nacionalista, religiosa, militarista y antidemocrática, y por otro la izquierda liberal, democrática, secular y amante de la paz.

Cualquier persona con una imagen así en su cabeza se imagina algo parecido a la batalla de Waterloo, en la que dos grandes ejércitos chocan en el campo de batalla y uno vence al otro. Sin embargo, la lucha de Israel es más parecida a un enfrentamiento medieval en el que el choque de dos ejércitos se convierte en un cuerpo a cuerpo entreverado de miles de duelos individuales que pueden prolongarse durante mucho tiempo.

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La batalla por Israel se compone, en efecto, de cientos de miles de pequeñas batallas que se libran en mil y un escenarios diferentes. Todos los ciudadanos israelíes están involucrados por activa o por pasiva -jueces y profesores, oficiales del ejército y políticos, votantes y soldados, activistas y espectadores, periodistas e ídolos juveniles, obreros y magnates, rabinos y antirreligiosos, activistas del medio ambiente y activistas sociales-, cada uno de nosotros con sus acciones y sus omisiones, toma parte en esta batalla en la que se ventila el carácter de nuestro Estado.

La lucha contra la ocupación y contra los asentamientos forma parte de esta guerra. La guerra misma es por la personalidad de la sociedad israelí, una sociedad todavía en formación. El resultado de esta guerra está lejos de haberse decidido. Quien piense que el fin está próximo, que tal o cual cosa «debe» suceder, y que debe hacerlo de una manera determinada y no de otra, se equivoca. Perder una batalla, o incluso varias, no será algo decisivo, porque habrá más batallas en los próximos días. Cuando millones de personas están involucradas -hombres y mujeres, jóvenes y viejos, judíos y árabes, occidentales y orientales, ortodoxos y seculares, ricos y pobres, veteranos y nuevos inmigrantes, todo el amplio espectro de la sociedad israelí-, nada es seguro por adelantado.

La controversia sobre la comisión Turkel, así como la lucha por la liberación de Gilad Shalit y el resto de las luchas que tienen lugar en Israel en este momento, debe considerarse desde esta perspectiva: como pequeños fragmentos de una gran lucha, larga y continua, en la que nuestros hechos por acción y por omisión decidirán el futuro de nuestro Estado.

Ese fue, después de todo, el propósito de todo el ejercicio histórico de la creación de Israel: tomar nuestro destino en nuestras propias manos y ser responsables de las consecuencias.

Fuente: http://www.counterpunch.org/avnery07052010.html