Malí, que alojó en febrero 2007 el Foro Mundial de Soberanía Alimentaria «Nyéléni», es uno de los diez países más pobres del mundo, si se mide en dinero. Sin embargo el país tiene recursos como oro y algodón -del cual es uno de los principales productores del continente-, pero la herencia colonial y las imposiciones […]
Malí, que alojó en febrero 2007 el Foro Mundial de Soberanía Alimentaria «Nyéléni», es uno de los diez países más pobres del mundo, si se mide en dinero. Sin embargo el país tiene recursos como oro y algodón -del cual es uno de los principales productores del continente-, pero la herencia colonial y las imposiciones de la Organización Mundial de Comercio, el FMI y el Banco Mundial han sumido a su población en la miseria. Aún así, Malí sigue siendo un país rico. No por esos recursos, muy vulnerables a cambios tecnológicos y de mercado, sino por otros tesoros: el 80 por ciento de la población sigue ejerciendo cotidianamente la compleja sabiduría de cuidar y producir, en formas diversas y locales, sus alimentos y medicinas y los de sus animales, la fibra de sus vestidos y tejidos y los materiales para sus viviendas, pese a climas de intenso calor y sequía y a las múltiples capas de dominación externa.
Por esa riqueza y contrastes, Malí fue un escenario adecuado para que más de 500 delegados de 118 países y de diversos movimientos sociales -campesinos, trabajadores sin tierra, migrantes, mujeres, pastores, pescadores artesanales, consumidores, ecologistas, indígenas- se encontraran para avanzar análisis y estrategias comunes hacia la soberanía alimentaria, concebida como el derecho y la capacidad de los pueblos, desde sus bases, a producir sustentablemente y en forma diversa y adecuada a sus culturas, alimentos de calidad, suficientes y accesibles para todos.
Pese a las dificultades para llegar a Malí, a la debilidad o falta de presencia real de algunos movimientos importantes en el tema -como los indígenas- y la contradicción de hacer una reunión global para discutir un tema que necesariamente nace y se realiza en la diversidad local; el encuentro fue un hito importante, sobre todo como germen de la colaboración entre movimientos, tanto para la construcción como para la resistencia.
Entre los movimientos allí presentes existen los conocimientos, experiencias y en varios casos, colaboraciones de redes locales y/o que se enlazan a nivel internacional, en temas como la resistencia contra los tratados de libre comercio, los transgénicos, la privatización de conocimientos, semillas, tierras y agua, la devastación de suelos zonas pesqueras y de pastoreo tradicional, la migración forzada y criminalizada, la imposición de normas legales para impedir que los pequeños productores puedan llegar a los mercados y otras. Nyéléni fue una oportunidad para rehacer mapas, reafirmar y fortalecer acciones comunes y construir nuevas.
Entre éstas últimas, surgió con fuerza la denuncia de las amenazas que representan los agro-combustibles, mal llamados «biocombustibles». Delegados de las Américas, de Asia y de Africa, aportaron sus conocimientos para armar el rompecabezas de esta nueva trampa, así como la construcción de un amplio frente de resistencia a ella.
Al contrario de lo que afirman sus promotores, como Estados Unidos y la Unión Europea, que serían una respuesta ambientalmente amigable frente al cambio climático producido por los combustibles derivados del petróleo, esta nueva ola de monocultivos industriales no mitigarán ninguno de los problemas existentes y creará nuevos.
Aunque la cantidad de biodiesel o etanol que se puede obtener, varía con el tipo de cultivo, se necesitan enormes extensiones de tierra cultivable para producirlos. Con la cantidad de cereales que se necesitan para llenar el tanque de una camioneta se puede alimentar una persona un año entero. Además, la mayor parte de la energía producida, se consume en el cultivo y el procesado -en petróleo, agrotóxicos, riego, maquinaria, transporte, refinamiento. Según las condiciones y el cultivo, puede incluso dar saldo negativo. Si se incluyen en la ecuación la destrucción de ecosistemas como bosques y sabanas, o el hecho de que las refinerías de etanol y las plantas de procesamiento de celulosa son una fuente de contaminación del ambiente y la salud de los habitantes cercanos, el saldo definitivamente es negativo. Irónicamente, las industrias argumentan que los cultivos normales no rinden lo suficiente, e intentan justificar cultivos y árboles transgénicos -para producir etanol a partir de celulosa-, que agregarían otra gama de amenazas.
Las industrias y gobiernos del Norte necesitan que la producción sea en los países del Sur, en parte porque no disponen de tierra o no quieren usarla para esto, y porque asumen que en esos países los problemas ambientales son obviados por gobiernos ávidos de «inversión» extranjera y de promover la agricultura intensiva de exportación, en desmedro de sistemas locales integrales que constituyan su propia soberanía alimentaria. Las instituciones financieras internacionales (Banco Mundial, Banco Interamericano) ya anuncian que «apoyarán» esta conversión, metiendo en la trampa a pequeños y medianos productores y aumentando las deudas externas de los países.
Claramente hay un proyecto geopolítico de Estados Unidos para disminuir su dependencia de las naciones petroleras, pero además, un interés propio de las empresas que están detrás de esta nueva devastación agrícola: para las industrias que controlan los agrocombustibles (grandes distribuidores de cereales como Cargill, ADM y Bunge, productores de semillas transgénicas como Syngenta, DuPont, Monsanto, Bayer, Dow y las automotoras, todo son ganancias: reciben subsidios directos o indirectos, leyes a su favor y una significativa extensión de las tierras y agricultores dedicados a producir las materias primas que necesitan, al precio que definen, y cada vez más controlarán al aumentar la competencia entre países.
Los agro-combustibles constituyen así un proyecto de recolonización imperial, en un nuevo asalto de las industrias transnacionales a las economías campesinas y a la soberanía alimentaria.
– Silvia Ribeiro es investigadora del Grupo ETC.
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