«Alejandro, el grande», le decía, entre risas, el mayor de mis hijos que aún no se había enterado de la existencia del conquistador macedonio cuando él lo tomaba con sus manos enormes y lo lanzaba hacia arriba desde su fortaleza de campeón de natación, mientras todos en la casa aguantábamos la respiración hasta que los […]
«Alejandro, el grande», le decía, entre risas, el mayor de mis hijos que aún no se había enterado de la existencia del conquistador macedonio cuando él lo tomaba con sus manos enormes y lo lanzaba hacia arriba desde su fortaleza de campeón de natación, mientras todos en la casa aguantábamos la respiración hasta que los pies del niño volvían a estar sobre el suelo.
Recuerdo exactamente el día que lo conocí. Cuatro años menor que yo, Alejandro Herrera Ajete era el jefe de la brigada en su aula, donde fui a informar los resultados de un Congreso de la Federación Estudiantil Universitaria y lo escuché hablar con tal asco sobre el fraude académico que pensé fingía. Luego, vi en un mural de la facultad su nombre en los resultados de los Juegos Deportivos «13 de Marzo» y leí varias veces porque no podía creer que una sola persona pudiera ganar tantas medallas de oro -practicamente todas las especialidades en todas las distancias de la natación-, gracias a lo cual los de Industrial ocupábamos el primer lugar. Su relación con el deporte era una obsesión por no someterse a los límites que le costaría absurdamente la vida.
Años más tarde, alguien me contó que entrenaba de madrugada para no perder turnos de clase, junto a la anécdota de cuando se tiró en el Malecón para salvar a una muchacha que se ahogaba y la sacó a tierra casi por Jaimanitas porque el oleaje no le permitió hacerlo más acá. Pudiera parecer exageración pero tratándose de él no lo dudo, subimos juntos el Pico Turquino y allí terminó cargando las mochilas de medio grupo y ayudando a las mujeres más atrasadas; al llegar arriba regañó a los primeros por olvidarse de los demás -«el campeoncito», bautizó con ironía al que reposaba orgulloso de arribar en el número uno- y viró a buscar a Ulises, el periodista que creo todavía andaba por el Pico Joaquín. Cuando alcanzó la cima otra vez, con Ulises casi a cuestas, y muchos hablaban pestes del «gordito», Alejandro se deshizo elogiando la voluntad de su rescatado y comenzó a contar cómo era éste el que lo animaba a seguir en los momentos más difíciles del escarpado ascenso.
Pero eso fue después. Yo practicamente no coincidí con él en la CUJAE, salí casi de allí para Angola y no volví a ver a Alejandro hasta que comenzó a trabajar como «instructor» de la UJC en Marianao. Pero poco a poco me fue llegando su leyenda. Había terminado su Ingeniería en Sistemas Automatizados de Dirección con Título de oro y a pesar de ser de los primeros en el escalafón, pidió lo ubicaran en Antillana en Acero, donde pasaron buscando gente para la zafra y allá se fue. No sé si estuvo allí uno o dos años, incluyendo las campañas de siembra de caña, hasta que Nieto lo fue a reclutar para el trabajo profesional en la Juventud Comunista. Una vez le pedí que me contara sobre la zafra, pensando que me hablaría de los miles de arrobas que cortaba y cómo sobrecumplía, pero me dijo que pasaba mucho trabajo para hacer la norma y se puso a hablarme de unos que «eran fieras en el corte» y él jamás podía alcanzar. No sé si sería verdad, nunca lo vi cortar pero sí recuerdo una vez que fuimos a limpiar caña en unos surcos larguísimos y cuando yo iba todavía por la mitad, apareció -ya concluido el suyo- por el final del campo dándome contracandela con el pulover amarrado cubriéndole la cabeza y gracias a él pude terminar mi meta a tiempo.
Un caballero, jamás lo vi utilizar su evidente superioridad física para imponer nada pero sí interpelar con educada indignación a alguien que no cedía el asiento a una mujer o se expresaba de manera soez. Lo resolvía todo con el ejemplo, siendo ya Secretario de la UJC en San Miguel del Padrón, le pedí me ayudara a organizar una actividad en la Casa de Hemingway en Finca Vigía y el modo que encontró de acercarse a la directora del museo fue hacer un trabajo voluntario para chapear la hierba de gran parte de la instalación. Lo material para él como que no existía, en el fondo del Período Especial -cuando en Cuba por un dólar daban 150 pesos y su salario era de alrededor de trescientos- la Juventud Comunista lo envió a un viaje a Nueva Zelanda y Australia y supe por David -su jefe y el mío entonces- que devolvió al regreso 100 dólares, practicamente el total de los viáticos que le habían entregado para sus gastos.
Era el primero en todo; como la vez que pidieron buscar jóvenes para integrar la Policía y se apareció con su nombre encabezando la lista, y disgustó a Monsi – entonces Secretario de la UJC en La Habana- que le dijo que eso era lo más fácil para él, que el problema estaba en convencer a otros. Por cierto, a los policías no les gustaba mucho, casi siempre en pulover blanco mil veces lavado, botas, jean y un viejo maletín colgando sobre el pecho, el mulato de cabeza rapada parece se les hacía sospechoso y aún siendo ya Secretario del Partido en San Miguel -con poco más de 30 años- los infantes que hacían ronda en el Municipio lo seguían parando para pedirle el carnet de identidad y solicitarle les mostrara el interior de su humilde equipaje donde lo único que había eran papeles y algún libro.
Huía de los privilegios, por mínimos que fueran. En una etapa en que algunos en la UJC competían banalmente por portar el último pulover proveniente de alguna campaña nacional, jamás se puso uno de aquellos coloridos atuendos. «Se los regalan a mi cargo, no a mi», solía decir quien prefería llevar las imagenes de Mella, Camilo o el Ché bien adentro.
Cuando Fidel lanzó la idea de reparar y construir escuelas en La Habana se dio gusto. Con las habilidades que adquirió cuando era jefe del contigente estudiantil «Ché Guevara» en la construcción de la CUJAE, en el que él era quien más horas de trabajo voluntario acumulaba, llegaba de primero los domingos, a tirar mezcla, cargar vagones y levantar bloques.
En San Miguel -exactamente en el barrio de La Corea- hay una escuela que lleva su nombre y que él ayudó a construir, estuve allí hace como cinco años con Nieto, Monsi y David. Hubo un acto al que asistieron los padres de Alejandro y llevé unos libros para la biblioteca pero casi no pude hablar por la emoción, creo recordar que sólo atiné a decir que era un buen lector. El día de su entierro me pareció que no fue suficiente lo que se dijo y siempre he querido escribir sobre él, pero nunca me había atrevido.
El primero en llegar y el último en irse, sensible con los problemas de los demás, valiente para poner la verdad por delante; sumamente cortés con las mujeres, colaborador indoblegable con el más débil, implacable con lo injusto. Polemista infatigable, jamás lo vi practicar la adulación; su crítica era demoledora con las malas conductas de cualquier persona, no importa cuál fuera su cargo. Siempre se despedía con dos palabras: «Viva Fidel».
Desde que escuché a Díaz Canel hablar en el Congreso de la Unión de Periodistas de Cuba sobre las características que debe tener quien dirija a cualquier nivel en la Cuba actual me ha vuelto la necesidad insoslayable de escribir sobre Alejandro. Creo que no son pocos los cubanos como él y muchos más los que sin alcanzarlos los admiran pero es necesario que aparezcan más en nuestros medios de comunicación, arrojando luz con su opinión, y con su ejemplo, acerca de los problemas que hoy enfrentamos. Buscar el nombre de Alejandro en la web es una amarga lección, sólo dos despachos de la Agencia de Información Nacional lo mencionan, uno que reporta la Asamblea Municipal del Partido donde fue electo y el otro acerca de su sepelio. Fotos -siempre de grupo- sólo en un artículo de Granma sobre el reconocimiento en un barrio de San Miguel a dos compañeros que se infiltraron en la quinta columna organizada por Estados Unidos en Cuba, una de ellas es la que ilustra este artículo. Creo recordar una entrevista que le hizo la periodista Fabiola López para el entonces Canal CHTV en ocasión de los 35 años del asesinato del Ché, como parte de una serie que realizó de conjunto con el Comité Provincial de la UJC en La Habana.
Pienso que esfuerzos como aquel de Fabiola los deberíamos estimular más. Hasta en el bodrio de CNN en Español existe o existía un programa llamado «Héroes». Una tribuna pública -como lo es, por ejemplo, una entrevista de televisión- no debería ser jamás, al menos aquí, -si aspiramos a un futuro diferente de un Miami con más calor y mucha más pobreza- ni un aeropuerto a donde constantemente se llega de viaje, ni una vidriera en la que alguien -generalmente con más fama que talento y más tienda que alma- nos exhiba cualquier cantidad de lugares comunes junto a todo el oro que es capaz de echarse encima. Combatir las carencias cívicas que nos corroen implica movilizar, y también visibilizar, de modo atractivo y creador, lo mejor de nosotros, incluso para criticarnos, más allá de lo artístico literario y deportivo.
Alejandro era grande, con una grandeza que sólo puede nacer de la bondad y la decencia. Aprendió, a decir de Martí, «el gusto de la verdad, y el desdén de la riqueza y la soberbia a que se sacrifica, y lo sacrifica todo, la gente inferior e inútil». Tal vez hubo quien lo llamó extremista, pero sería el lamento del mediocre ante la virtud que sabe jamás llegará a poseer. Hace poco vi a alguien de aquellos tiempos duramente humanos atorarse con la palabra Revolución, no sé si dudando si le convenía utilizarla, o debido a que le pareció no está muy de moda; a Alejandro nunca le hubiera sucedido, porque más que hablar sobre ella, él la hacía.
http://lapupilainsomne.wordpress.com/2013/07/30/alejandro-el-grande/