Allí, en el centro de la calle había colgadas unas cortinas para tapar la visión de los francotiradores del régimen que se deleitaban cazando a los transeúntes como si estuvieran jugando a un juego de ordenador. La casa, que cada noche se llenaba de compañeros y cuyos muros escuchaban los chistes y las conversaciones unas […]
Allí, en el centro de la calle había colgadas unas cortinas para tapar la visión de los francotiradores del régimen que se deleitaban cazando a los transeúntes como si estuvieran jugando a un juego de ordenador. La casa, que cada noche se llenaba de compañeros y cuyos muros escuchaban los chistes y las conversaciones unas veces interesantes y otras aburridas, se había desplomado y se había convertido en una montaña de piedras. Mi marido Yusuf y sus amigos esa noche no estaban en allí, pero sí una familia formada por el padre, la madre y tres hijos pequeños, y una madre y su hijo. Todos quedaron sepultados bajo los escombros.
Al día siguiente fui a grabar al mismo sitio ante ese edificio totalmente derrumbado, para contar lo sucedido. Tuve que repetir la grabación muchas veces porque me temblaban las manos con la cámara, ¡tan solo ante la idea de que esos cuerpos estaban aún enterrados bajo esas piedras detras de mí! Nadie había podido levantar las piedras y sacar los cadáveres para llevarlos a una tumba adecuada para su último viaje. A unos metros de allí, en la calle aledaña, hace unos pocos días, un hombre intentaba levantarse, en la acera contraria a la puerta de su casa, sobre sus pies fracturados a consecuencia de un misil que había caído cerca de él. Se frotó la cara con las manos para poder ver y miró sus manos mientras las giraba para darse cuenta de que la sangre de la cabeza desintegrada de su amigo había cubierto su rostro. La metralla había atravesado la cabeza de su amigo para que él se salvara de la muerte de milagro, como siempre se salvaban todos en esta ciudad de leyenda.
Logró levantarse, para toparse con el cerebro de su amigo en el borde de la acera, el cual había dejado de hablar de pronto sin terminar su última frase. A su cerebro se había acercado una gata que lo rascaba e intentaba comerlo. ¡Qué asco! Sí, el mismo asco que provoca el hecho de que, mientras la gata se comía los restos de su cerebro, los países donde se han podrido los eslóganes de la libertad y la humanidad buscaban con toda la calma del mundo algo que justificara este genocidio. El mismo asco que provoca que, tal vez, a esas personas les haya tocado el genio del terrorismo, con el que justifican toda masacre y crimen. Las Naciones Unidas estaban extremadamente preocupadas por cómo justificar la expulsión de personas de su tierra sin que el mundo fuera consciente de la inmundicia de ese crimen. Querían que el mundo les agradeciera a su organización y a los carniceros que hubieran detenido la matanza durante dos o tres días y hubieran permitido a la gente preservar sus vidas unos cuantos días más, personas que salían a cambio de perder su tierra, sus recuerdos y su dignidad.
Durante los años que han pasado, hemos sido meros números en las páginas de los tímidos informes que salían, y unas pocas palabras en los boletines de noticias, que un simple botón del mando a distancia podía borrar. También hemos sido un punto de las listas de temas a tratar en las conferencias que negociaban sobre nuestras vidas y vendían y compraban a través de nosotros – nosotros no merecemos vivir – beneficios para quienes lo merecen. En los medios internacionales éramos un informe más corto que un programa de debate sobre los secretos de las estrellas de Hollywood, o sobre la forma de preparar una deliciosa tarta de manzana. Hemos sido más pequeños que el problema del calentamiento global que amenaza a la humanidad, mientras nuestra muerte colectiva no lo hace.
Dentro de los muros de nuestra ciudad asediada, solo nosotros nos ocupábamos de contar al mundo nuestras masacres colectivas y nuestra muerte ordinaria. Nos ocupábamos de recoger los restos y cavar tumbas en los parques, de retirar los escombros que sepultaban los cuerpos si podíamos, y de levantar algunas cortinas para retrasar en su masacre a los carniceros de las milicias de Asad, los ocupantes iraníes y los rusos, que bailaban de alegría cada vez que sus balas se acercaban a nuestros cráneos, y cuyas risas aumentaban cada vez que se elevaban las voces de los niños y los gritos de las mujeres que lloraban ante tanta atrocidad.
Los días pasaron en la ciudad en continua noche sin día. En la oscuridad, con cada explosión, las imágenes de los mártires atacaban en tropel. Los gemidos de los heridos y los detenidos olvidados en los mataderos de Asad emitían un único grito que cubría el ruido de un avión ruso cuyo piloto, sin temblarle el pulso, decidía con absoluta frialdad durante su habitual ronda, quién viviría y quién moriría. Los rostros de los niños se cubrían de terror y palidecían de pronto. Los restos humanos saltaban buscándose entre sí, buscando su venganza por su muerte que no había muerto. Nosotros, los vivos, nos salvábamos del incendio que seguía a nuestro alrededor y seguíamos con nuestra vida con todos sus detalles ordinarios en medio de toda esta muerte. Encendíamos trozos de leña y nos íbamos al pozo al principio de la calle para traer agua. En ella sumergíamos un puñado de arroz que quedaba desde hacía un mes, para cocinarlo por la tarde.
Qué horribles son los detalles de la vida cotidiana, cuánto llanto provocaban, y cuánto la odiábamos y nos odiábamos a nosotros mismos cada vez que nos salvábamos. Ahí estábamos, obligados a una vida que violaba la majestuosidad de esta muerte que pendía en el ambiente e interrumpía con su insolencia el silencio de los mártires y los restos. El olor del arroz y la madera volvía a cubrir el olor de la sangre vertida por las calles de la ciudad. Cada noche nos preguntábamos si la libertad merece toda esta sangre, y la respuesta era la siguiente: ¿Merece la vida sin libertad, sin dignidad, sin justicia y sin derechos de miles de mártires y detenidos ser vivida?
Salimos de una ciudad en la que enterramos a miles de mártires. Otros no fueron enterrados y quedaron bajo los escombros. Enterramos días y años en que habíamos vivido con la dignidad de no volver a ser esclavos de Asad. Entonces él y sus soldados lanzaron el lema «histórico» de «Asad o quemamos el país», que hace dudar, inevitablemente, de la humanidad de esos criminales.
Cuando el carnicero Asad no fue capaz de reprimir nuestra gran revolución que exigía libertad, dignidad y justicia para este país, buscó ayuda entre los demonios de la tierra para matar a un pueblo y una revolución inmortales, que crecen y se hacen más maravillosos con cada mártir. «No nos arrepentimos de la dignidad», decíamos mientras despedíamos a nuestra querida ciudad por última vez. Pronunciamos las últimas palabras de despedida sobre las tumbas de los mártires, escribimos todos los lemas que habían colmado las manifestaciones de las calles de la ciudad sobre sus muros, quemamos los recuerdos y nos llevamos con nosotros la venganza, los testamentos de todos los mártires y nuestro pasado. No tenemos tiempo en esta corta vida para llorar ni para hacer elegías sobre nuestra ciudad violada. El mundo nos ha dejado solo dos opciones: la masacre o la salida sin retorno de nuestra tierra. Nosotros solo nos hemos dejado a nosotros mismos dos opciones: el martirio por aquello por lo que murieron nuestros compañeros, o la venganza.