Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Hace una clara y cálida tarde noviembre; por el oeste, el sol se pone sobre el mar en un marasmo de colores, y una luna llena luminosa empieza a elevarse sobre Beit Hanoun, al norte de la Franja de Gaza. Como si fuera algo hecho a propósito, el sonido de los aviones-robot de combate, zumbando por lo alto, comienza a poner en marcha su ritual nocturno de incesantes sobrevuelos. Las manos del taxista aprietan el volante del coche con más fuerza que cuando volábamos por la serpenteante carretera que lleva a Erez, una vez pasado el pueblo, que aparece acurrucado entre las sombras unos cientos de metros más allá, a nuestra derecha. En la zona palestina, el conductor sale del coche con mi pasaporte en la mano y lo lleva hasta una especie de oficina instalada en una barraca donde aparecen sentadas un grupo de siluetas desaliñadas con uniforme de seguridad. La oscuridad se cierne sigilosa por el este.
Tenemos un problema, me explica el conductor en un inglés entrecortado. No quieren dejarte pasar. Al otro lado de Erez, donde los guardas se sientan en sus oficinas policiales de luces de neón y máquina de café, mi número no recibe el parpadeo aprobador en el ordenador. O algo parecido. Una sarta furiosa de llamadas telefónicas en mi nombre empieza entre el taxista, los amigos de Gaza, la seguridad palestina y los amos israelíes. Lo lamento, no se ha coordinado su salida. Lo lamento, llevará un tiempo; lo siento, no puede pasar. Lo siento, no. Una ciudadana estadounidense en la Franja de Gaza permanecerá por ahora junto a los prisioneros, porque los vigilantes no están dispuestos a dejar que salga de la jaula. En venganza por tu audacia, pienso. Vive con ellos, ya que tanto te gustan; come su polvo y dúchate en sus alcantarillas. ¿No querías ir a Gaza?
La oscuridad ha cubierto ya la mitad del cielo y los aviones emiten un sonido voraz. El taxista le grita a mi amigo por teléfono: ¡Jamsa Daqa’iq! ¡Jamsa Daqa’iq! (¡Cinco minutos! ¡Cinco minutos!). Esperará tan sólo cinco minutos más, me dice, antes de regresar conmigo a la ciudad de Gaza, pero sé lo que en realidad hará. Esperará hasta que su vida esté en peligro intentado ayudarme a salir. Y estoy segura, será después de 45 minutos cuando me mire suplicante y me diga que tenemos que regresar. Los policías no están cooperando. No se aprueba mi número. Ya se ha hecho de noche.
Los aviones-robot no pueden distinguir un taxi de un coche lleno de ‘militantes’. En la oscuridad, sobre la carretera, no querrán saber quiénes somos, eso les hará, al menos, las cosas más fáciles cuando al día siguiente expliquen que, de los dos civiles muertos, uno de ellos era ‘internacional’. Es que estaba oscuro y eran ‘sospechosos’. La maleta podría haber estado llena de explosivos. Por lo tanto, no será necesaria investigación alguna. Por lo tanto, todo se hizo bien. Por lo tanto, era culpa nuestra por estar ahí. Por lo tanto, no deberían ir a Gaza. ¿Está claro el mensaje?
El viaje de regreso es como un recorrido tipo montaña rusa lleno de emociones de riesgo. Los amigos se reúnen con nosotros en un callejón fuera de su hogar y todos nosotros le damos al taxista la mejor propina que nunca le hayan dado en su vida. Respira de nuevo; es un hombre mayor de pelo blanco, que me pide disculpas con los ojos.
En Gaza, en el alto edificio de apartamentos rebosante de familias prisioneras, los amigos llaman de nuevo a Israel y hablan en hebreo y en inglés. Los fantasmas de Kafka y Lewis Carroll se ciernen sobre nosotros perplejos y burlones: los prisioneros de la Franja de Gaza intentan conseguir la liberación de una ciudadana estadounidense. Todos ellos tienen que dar sus nombres a las autoridades israelíes. Finalmente, cojo el teléfono para hablar con el jefe y, por primera vez en la historia de mis idas y venidas por esta tierra dejada de la mano de Dios, un israelí se disculpa.
Lo siento. Olvidé dar su nombre a la Seguridad en Erez. Puede irse por la mañana.
¡Qué bendición!: A las 6,30 por la mañana estoy preparada de nuevo, maletas a remolque, justo a tiempo para escuchar la explosión calle abajo; justo a tiempo de ver el bulto fundido de lo que una vez fue un automóvil, de lo que una vez fueron seres humanos, ardiendo en medio de la ciudad de Gaza, de ver cómo varios muchachos arrancan los restos de la carrocería y de escuchar las sirenas de las ambulancias que se acercan. El último grito en tácticas de incineración: un reluciente helicóptero de combate recién sacado de la eficiente cadena de montaje de la industria de defensa, cargado de brillantes misiles guiados de precisión. Las atracciones turísticas nunca tienen fin. Si tan sólo permitieran que entrara más gente, ¿quién necesitaría a Hollywood?
En esta ocasión, en Erez, en el lado de Gaza, soy libre para marcharme. Tiro de mi maleta con ruedas, entre los muros de hormigón a ambos lados de un túnel cavernoso que está cubierto con un tejado de lona. Se va escuchando el eco de mis pasos, no hay nada a la vista sino el túnel y la primera fila de barras de acero que dividen el cruce en secciones. Hay cámaras de seguridad escondidas en las esquinas y una Voz que desde ninguna parte va dando órdenes:
Por favor, empuje para abrir la puerta.
He atravesado las primeras puertas de la cárcel y voy claqueando hacia la segunda barrera. Aquí, una puerta giratoria de barras de acero interrumpe las mismas puertas de barras de acero. Se escucha de nuevo la Voz.
Pase por el torniquete.
Una Voz monótona, desapasionada.
Ponga sus maletas en la cinta.
No se te ocurra pensar en desobedecer.
Entre en la máquina de cristal de rayos X con los brazos extendidos y las piernas separadas.
Las puertas de cristal giratorias se boquearon, un sonido de alta tecnología como el de los ascensores de los centros comerciales de EEUU. Estoy siendo radiografiada junto a mis maletas mientras avanzan palmo a palmo por la cinta de equipajes.
Por favor, retroceda.
Por favor, entre.
Por favor, avance.
Por favor, recoja sus maletas.
Por favor, camine hacia delante.
Qué voz tan educada. Dice «por favor».
No toque el cristal.
La Voz ve todo lo que hago. Ve a través de mi ropa y de mi mochila de cuero.
Se le ha caído algo, me dice la Voz. Un consejo del humanoide desde el otro extremo. Lo recojo.
Continúe.
Aparece la siguiente serie de barras de acero. La cámara que hay al final del túnel está dividida en tres corrales: uno para los sub-humanos de Gaza a quienes habitualmente no se les permite para nada salir; otro para los visitantes especie de moscas cojoneras, de los que no saben bien cómo deshacerse, como yo; otro más amplio que los anteriores para los VIPs con estatus diplomático que todavía han de ser tratados como huéspedes. Cualquiera que haya pasado por Erez no va a encontrar ni una pizca de exageración en esta descripción. Cualquiera que alguna vez se haya planteado una pregunta sobre este extendido y grotesco complejo de vigilancia militar-industrial de acero y hormigón, donde le han dicho que esto debe existir en bien de su seguridad. Cualquiera que haya puesto un pie en la Franja de Gaza sabrá de inmediato el repugnante montón de mierda que todo eso representa.
Esa monstruosidad no es para tu seguridad. Esta especie de neo-fascista, estalinista, gulag de Guantánamo está ahí para que no te entres ahí, para que ni siquiera lo intentes, para que ni siquiera se te ocurra pensar en entrar. Para que no veas las calles destrozadas y la tierra arruinada; los edificios bombardeados y el suelo envenenado; las casas arrasadas con los bulldozer y los campos de refugiados plagados de agujeros de balas; los resoplidos de los generadores; el transformador de la central eléctrica destruido; las fábricas y tiendas hechas una ruina; las mezquitas derrumbadas y las clínicas sin acabar; las bombas de agua sin presión; los montones de escombros y basura; los famélicos caballos y burros que tiran de los carros y los niños mendigos; las agotadas madres, los humillados padres, los jóvenes desempleados; las muchachas que intentan mantener unidas a las familias; los profesores exhaustos, los funcionarios sin salarios, los vendedores ambulantes con los productos conseguidos la última semana; los montones de herrumbre y el hedor de la putrefacción, los abarrotados colegios de jóvenes cargados de problemas, que no disponen ni de libros ni pupitres, que padecen incontinencia urinaria como trastorno por estrés post-traumático; la farsa de los hospitales; las salas de enfermos y heridos; las morgues atestadas de muertos; las misericordes bandejas plateadas de los congeladores de las morgues donde el descanso final te libera de cualquier pena.
El conjunto de la prisión de Gaza fue construido para empujar a una nación al borde de la muerte, para chuparles hasta el último átomo de resistencia, para estrujarles hasta la respiración. Quieren que suframos, no que muramos. Las palabras del alcalde de Rafah resuenan como un disco roto dentro de mi cabeza. Y lo están consiguiendo, dijo sin mostrar emoción alguna.
¿Por qué? Porque este bloqueo es para que nadie pueda entrar en Gaza, esta parodia de experimento de tortura humana colectiva ha sido sancionado, apoyado, consentido y bendecido por Estados Unidos, la Unión Europea, las Naciones Unidas, la Liga Árabe, el G-8, los amos de las corporaciones, la «comunidad internacional»; los jefes de estado, los presidentes, los primeros ministros, los cancilleres, los reyes; por los ministros de asuntos exteriores y sus fieles delegaciones; por políticos y diplomáticos, ejecutivos y organizaciones, academias e institutos, think tank y centros de estudios; por departamentos de política exterior, interior, educación y finanzas; por los amos de los medios, periódicos, radios, cadenas de televisión, periodistas, analistas, comentaristas y gentes diversas que no se atreven a abrir la boca, a expresar su conmoción, a registrar sus objeciones, a expresar su disgusto, a gritar su «no», a sugerir que el aparato de inhumanidad de Israel es una abominación sobre la faz de la tierra.
Servilismo ante el poder, obsequiosidad, barbarie que se justifica, racismo elitista, cobardía, complicidad y negativas estimulan el motor de esa atroz maquinaria, y los que podrían tener capacidad para detenerla de inmediato rechazan hasta pronunciar un solo sonido.
Por eso, en el exterior, al final del túnel los soldados me dieron la bienvenida. Procedimiento estándar. Un día más de trabajo. Normalidad. Recoja allí sus maletas. De nuevo otra serie de máquinas y mesas de rayos-x. Cada cosa, desde el tubo de pasta de dientes y la caja de las lentillas hasta los calcetines y las camisetas sucias, desde los tejanos y jerseys de cuello alto hasta los chales bordados y monederos, es volcado sobre la mesa y escudriñado con cuidado meticuloso al igual que la mochila y la maleta, el bolso de mano y las bolsas de plástico, todo se coloca otra vez para que pase por la máquina de rayos x. Tres horas y media después de que empezara mi viaje, me envían a la terminal de policía de Erez, donde se examina por quinta vez mi pasaporte. Tengo dos horas para llegar al Puente Allenby antes de que cierre a mediodía. Hice bien en no salir de Gaza a las 8,00 h.
La belleza del valle del Jordán es deslumbrante. Las desérticas colinas son de color blanco, amarillo y ambarino, barridas por los vientos que hacen danzar las palmeras que aparecen por el fondo, cerca del río Jordán. El cálido sol otoñal caldea las penas. Finalmente, el último control de seguridad del día, mi presencia retrasa a una furgoneta cargada de VIPs que esperan volver pronto a Jordania. Aquí vamos de nuevo. Supongo que es porque estuve en Erez, le digo a la guardia israelí que me mira con curiosidad cuando se llevan mi pasaporte.
¿Dónde?, pregunta.
Erez.
Una mirada sin expresión.
EREZ. La entrada de Gaza, le digo.
No sabe de lo que le hablo.
Jennifer Loewenstein es Profesora Investigadora Invitada en el Centro de Estudios sobre los Refugiados de la Universidad de Oxford. Ha vivido y trabajado en la ciudad de Gaza, Beirut y Jerusalén y ha viajado extensamente por todo Oriente Medio, donde ha trabajado como periodista independiente y como activista por los derechos humanos. Se puede contactar con ella en: [email protected]
Texto original en inglés:
http://www.counterpunch.org/loewenstein11152006.html
Sinfo Fernández forma parte del colectivo de Rebelión.