El antifeminismo se ha convertido en uno de los elementos discursivos centrales de las nuevas derechas populistas en Europa y en América Latina.
Si bien en la calle no ha sido capaz de superar la movilización popular feminista, en las redes sociales el antifeminismo ha conseguido visibilizarse a través de prácticas que combinan el ciberacoso con otras violencias digitales, y que tienen por objetivo silenciar a las activistas feministas y hacer aparecer como hegemónicos discursos que son minoritarios en las sociedades.
Desde Tijuana hasta Magallanes, el movimiento feminista se ha hecho cada vez más presente en las calles y plazas de América Latina, hasta el punto de convertirse en uno de los principales agentes del actual ciclo de movilización y de cambio. Miles de mujeres han participado en marchas y reclamos para exigir el derecho a disponer de una vida digna, en libertad y sin violencia. La movilización feminista en el espacio público es solo la punta del iceberg de un cambio cultural más profundo que afecta la región. De acuerdo con la encuesta desarrollada por Ipsos Mori en 2019, «Actitudes globales sobre la equidad de género», países como Brasil, Chile, Colombia, México y Perú se cuentan entre los diez primeros en porcentaje de personas que se identifican a sí mismas como feministas, muy por encima de Francia, Canadá, Alemania o Países Bajos; lo que contrasta con los imaginarios populares sobre América Latina y Europa.
No obstante, esta presencia abrumadora del movimiento en las calles choca con la reacción antifeminista que se observa especialmente en el ámbito digital, donde se han multiplicado las amenazas, los discursos de odio y los insultos contra cualquier usuaria sospechosa de simpatizar con el feminismo. Este no es un fenómeno exclusivamente latinoamericano, sino que sigue una tendencia antes observada en Estados Unidos y también en España: cuando más fuerte es el feminismo en las calles, más crece su oposición en las redes sociales. Podría parecer que se trata de una mero rechazo espontáneo y emocional por parte de sujetos machistas que se oponen a los avances en las políticas de igualdad y reconocimiento. Sin embargo, esta explicación ignora un factor clave: el movimiento antifeminista actúa a menudo como un contramovimiento organizado[1], por lo que no puede explicarse tan solo por actitudes o prejuicios como la misoginia o el machismo, aunque claramente se alimente de estos y contribuya a su expansión.
De hecho, el antifeminismo actual se articula a través de una red de organizaciones y movimientos diversos y no siempre congruentes entre sí, que han sabido generar marcos discursivos reaccionarios de contestación a las demandas feministas, así como establecer alianzas con otros movimientos neoconservadores y populistas de derecha. Así, el antifeminismo se ha convertido hoy en uno de los elementos discursivos centrales del nuevo populismo de derecha, tal y como se ha evidenciado durante la presidencia de Jair Bolsonaro en Brasil, con su voluntad de limitar y prohibir la educación sexual y de género en el currículum educativo; durante el referéndum sobre los Acuerdos de Paz en Colombia, cuando la derecha religiosa se movilizó para mostrar su rechazo aduciendo que estos acuerdos reforzaban la perspectiva de género; y también en Perú, en la alianza entre el fujimorismo y la extrema derecha evangélica, una de las principales impulsoras de la campaña «Con mis hijos no te metas» (cmhntm), contraria a la implementación del enfoque de género en el currículum educativo y que logró expandirse a diferentes países de la región.
Una de las características de este antifeminismo es su participación en las redes sociales, que no se limita solo a difundir su discurso a través de hashtags como #AbortoNoEsNiUnaMenos, #AdopcionPrenatal, #ElAborto NoSeCelebra, #NoALaIdeologiaDeGenero o #SalvemosLasDosVidas, sino que ampara y difunde diferentes formas de ciberacoso y otros modos de violencia digital contra activistas y mujeres con relevancia pública en la red por expresar posiciones profeministas. De este modo, tal y como ya denunció Amnistía Internacional en un informe publicado en 2018,[2] redes como Twitter han pasado a ser un lugar tóxico para activistas, periodistas y mujeres con relevancia pública que se han convertido en objeto de diferentes violencias.
La matriz religiosa del antifeminismo latinoamericano
El antifeminismo latinoamericano se distingue de los antifeminismos europeos por el mayor peso que adquiere el componente religioso en su articulación, así como por su carácter más preventivo que reactivo. Mientras que en Europa el antifeminismo ha adoptado ropajes más seculares (masculinismo, cibermisoginia, posfeminismo, etc.), en el caso de América Latina se ha basado en una alianza entre el conservadurismo católico y la nueva derecha cristiana evangélica, con el fin de bloquear la aprobación de políticas de igualdad y el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos.
En este contexto, es preciso señalar que a pesar de la relevancia que pueda haber tenido la voz de determinados cardenales y obispos contra el reconocimiento del matrimonio igualitario y de los derechos sexuales y reproductivos, han sido sobre todo los líderes evangélicos, del ala conservadora, quienes más han destacado en su tarea de activar la movilización contra las demandas feministas. Es por ello que, si queremos conocer cómo operan los antifeminismos latinoamericanos, es preciso atender a la transformación de la composición religiosa de la región y a la derechización ideológica que ha afectado a determinados sectores de las iglesias católica y evangélicas.
De acuerdo con datos de Latinobarómetro de 2021, 83,4% de la población latinoamericana declara profesar algún tipo de religión, de la cual 68,3% se declara católica, seguida de 27,6% que se adscribe a un culto evangélico[3]. Si bien América Latina continúa siendo la región con mayor porcentaje de población católica del mundo, esta ha ido descendiendo en las últimas décadas, y lo ha hecho a partir de dos fenómenos concomitantes: por una parte, la tendencia a la secularización, especialmente avanzada en los países del Cono Sur: Uruguay, Chile y Argentina; y por otra, el crecimiento del culto evangélico, que en el caso de los países centroamericanos ha llegado a igualar e incluso a superar a los adeptos al catolicismo.
Asimismo, cabe señalar que ciertos sectores de las iglesias católica y evangélicas han sufrido un proceso de derechización, que tiene su origen en la oposición a las teologías de la liberación que se desarrollaron en el continente a partir de los años 60. En el caso del catolicismo, esta reacción se hizo manifiesta durante el papado de Juan Pablo ii en los años 80 y en el ascenso en la región de organizaciones conservadoras como el Opus Dei o los movimientos carismáticos; respecto del evangelismo, esta influencia se vincula con el dominio que ha ejercido un determinado sector de las iglesias evangélicas de eeuu, que ha enarbolado la oposición a cualquier avance en los derechos sexuales y reproductivos, abogando por una nueva agenda moral basada en la defensa de la familia y los valores tradicionales.
Estos sectores, que podemos caracterizar de «nueva derecha cristiana latinoamericana» por analogía con la estadounidense, disponen actualmente de un creciente número de altavoces mediáticos: canales de televisión, emisoras de radio y, sobre todo, una presencia muy activa en las redes sociales, a través de las cuales hacen llegar su mensaje a diferentes sectores de la población, desde las capas más acomodadas hasta los sectores más humildes.
Asimismo, en los últimos años se evidencia que esta nueva derecha evangélica ha fortalecido su alianza con el neoconservadurismo católico[4], representado por organizaciones de matriz española como el Opus Dei, el Camino Neocatecumenal o, especialmente, grupos de presión como CitizenGo, impulsado en 2013 por la organización ultraconservadora española Hazte Oír y que dispone de una influencia creciente en el ámbito latinoamericano. Esta influencia se evidenció en las campañas #sosJeanineAñez para pedir la libertad de la ex-mandataria boliviana, en prisión por su participación en el golpe de Estado de 2019, y #ConMisHijosNoTeMetas, que contó también con el apoyo de diferentes iglesias evangélicas.
Igualmente, cabe señalar el surgimiento de colectivos y redes transnacionales que agrupan al neoconservadorismo católico y evangélico, que se caracterizan por la defensa de los roles de género y de los modelos familiares considerados tradicionales y que perciben el feminismo como una amenaza a lo que denominan «familia cristiana».
A menudo, estos colectivos se autodenominan «defensores de la familia tradicional» y emplean la expresión «ideología de género» –surgida en el seno de los sectores más conservadores de la Iglesia católica durante el papado de Juan Pablo ii para desacreditar el pensamiento y las demandas feministas y lgbti+–, centrando su línea de actuación en la oposición al aborto, a la introducción de la educación sexoafectiva en las escuelas y al reconocimiento de la diversidad de modelos familiares. Ejemplos de estas redes transnacionales neoconservadoras serían el Congreso Iberoamericano por la Vida y la Familia, o la Unión Iberoamericana de Parlamentarios Cristianos liderada por Fabricio Alvarado, político evangélico y conservador costarricense cuya carrera política ha estado marcada por su oposición al aborto, al matrimonio igualitario, a las técnicas de reproducción asistida y a la incorporación de la educación sexual y de género.
Frente a este antifeminismo de corte más tradicional, también se evidencia en tiempos recientes la aparición de otras formas de antifeminismo secular no vinculadas directamente con la matriz religiosa, pero que destacan por compatibilizar sus críticas al feminismo con la defensa a ultranza del liberalismo económico. A diferencia del antifeminismo religioso, cuyo objetivo es incidir en la política a través de la movilización del voto religioso y del apoyo a los políticos comprometidos con su programa moral, este antifeminismo ultraliberal mantiene una doble orientación: incidir en la esfera pública a través de las denominadas batallas culturales y constituir nuevos partidos, para así ocupar el poder político y desarrollar su programa de rebajas fiscales y desmantelamiento de los servicios asistenciales en beneficio de las capas más adineradas. En este sentido, se compatibiliza la defensa de la institución familiar y de los roles de género tradicionales con el neoliberalismo, al convertirse tales roles en garantes de la provisión social que debe realizarse al margen de la intervención del Estado.
Una de las ideas claves de este antifeminismo es la victimización imaginaria que afectaría a los hombres que estarían en una posición de sumisión, lo que genera una suerte de inversión simbólica. A diferencia del antifeminismo religioso, este nuevo antifeminismo se desarrolla sobre todo en sociedades más secularizadas y está representado en Argentina por comunicadores y políticos paleolibertarios como Javier Milei e intelectuales-influencers como Agustín Laje, y en el caso de Chile, por José Antonio Kast, quien combina elementos de antifeminismo secular y religioso. Un caso más extremo de esta alianza entre ambos antifeminismos es el de Jair Bolsonaro en Brasil, quien ha sabido combinar el apoyo de las clases media y alta brasileña del sur-sureste y centro-oeste del país, deseosa de políticas securitarias y rebajas fiscales, con el voto religioso del preocupado por la agenda moral, que proviene mayoritariamente de las capas populares del norte-noreste del país.
La reacción digital
Si bien no podemos menospreciar el peso del antifeminismo en la región y su capacidad de movilización ciudadana, reflejada en las marchas contra la «ideología de género» en México y Colombia en 2016, en Ecuador y Uruguay en 2017 y 2018, y en Perú en 2017 y 2019, o en las manifestaciones contra la legalización del aborto en Argentina en 2018 y 2019, su capacidad de incidencia ha quedado eclipsada por las históricas movilizaciones impulsadas por el movimiento feminista, tales como el Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo, o aquellas por los derechos sexuales y reproductivos y contra los feminicidios que se han desarrollado en distintos países como Argentina, México, Colombia, Bolivia o Chile.
Las movilizaciones feministas en la región han superado claramente a las antifeministas. Esto ha llevado al antifeminismo a orientar su acción al ámbito de las redes sociales, que se convierten en un espacio de impunidad y violencia contra las activistas feministas. Si en sus inicios internet fue visto como un espacio de comunicación libre y horizontal que abría nuevos horizontes de posibilidad a los colectivos marginalizados, la penetración de los discursos de odio y la multiplicación de ataques contra activistas o mujeres comprometidas en la lucha por la igualdad y no discriminación están convirtiendo las redes sociales en un territorio cada vez más hostil para expresar reclamos feministas. Un ejemplo de cómo operan estos ataques y sus efectos podemos encontrarlo en el informe de Amnistía Internacional «Corazones verdes. Violencia online contra las mujeres durante el debate por la legalización del aborto en Argentina»[5], en el que se recogen las diferentes formas de violencia y abuso online que sufrieron las mujeres en las redes sociales durante el debate sobre la interrupción legal del embarazo.
Estos ataques acostumbran a adquirir un carácter masivo, enmascarándose en el anonimato de la red, y a seguir ciertos patrones estratégicos similares a los que hemos observado en Europa y eeuu. En un estudio reciente impulsado por el Fondo de Mujeres Calala[6], se evidencia cómo estos discursos a menudo amparan, legitiman y activan diferentes formas de violencia digital contra activistas feministas y mujeres, aprovechándose de los vacíos legales existentes en el ámbito de los discursos de odio y las violencias digitales. De este modo, el antifeminismo no representa solamente una amenaza discursiva a los procesos democratizadores en curso, sino que supone una amenaza a la integridad y a la seguridad de las mujeres que puede llegar a amparar acciones violentas, adoptando con frecuencia la forma de un enjambre en el que la persona convertida en objetivo recibe múltiples violencias simultáneas frente a las cuales es imposible reaccionar. Entre las distintas formas de violencia digital implicadas en los ataques antifeministas, podemos encontrar ciberacoso, insultos, amenazas, inducción al suicidio, relevamiento de datos personales o privados (doxing), discursos de odio, reportes falsos con objetivo de silenciar cuentas y, en algunos casos, el acceso no autorizado a las propias cuentas personales.
La naturaleza y el carácter masivo de estos ataques evidencian que no se trata de fenómenos aislados, sino que suelen responder a una estrategia planificada. De hecho, muchas de estas formas de violencia tienen como objetivo acallar las voces feministas que pueden llegar a expresarse o adquirir relevancia en las redes, con el fin de generar una espiral del silencio[7] en la que las voces feministas tiendan a autocensurarse y aparezcan cada vez más como minoritarias. Para ello, se utiliza tanto a usuarios reales como bots automatizados cuya función es amplificar el ataque y el discurso de odio implícito, amparándose en la ausencia legal de responsabilidades por parte de las grandes compañías tecnológicas, cuya inacción genera un sentimiento de indefensión en las mujeres que sufren estas violencias.
Asimismo, estos ataques generan entre los atacantes un sentimiento de pertenencia a una comunidad, al sentirse partícipes de una acción y mantener un discurso compartido que es utilizado para denigrar a las activistas feministas («feminazi», «ideología de género», etc.), y que es amplificado por los influencers digitales asociados a las nuevas derechas populistas, que en muchos casos actúan como señaladores de los objetivos e impulsores de los ataques. Por otra parte, se evidencia una afinidad cada vez mayor entre las cuentas políticas de los partidos y líderes populistas de la derecha radical y los influencers antifeministas, a punto tal que los primeros comparten frecuentemente el contenido de los segundos. Otro efecto observable de esta espiral del silencio es que, al acallar las voces profeministas, el antifeminismo puede llegar a presentarse como hegemónico en determinadas comunidades virtuales.
La sombra de la extrema derecha 2.0
Si bien la alianza entre el movimiento antifeminista y el pensamiento ultraconservador no es nueva, sí lo es la centralidad que el antifeminismo está adquiriendo dentro de los discursos de las nuevas derechas populistas radicales, que han sabido actualizar su relato y adaptar sus prácticas a la nueva realidad del mundo digital, tal y como describe Steven Forti[8]. Nuria Alabao apunta que las formaciones populistas han situado en el centro de su discurso las denominadas «guerras de género», dentro de la narrativa de las «guerras culturales», a fin de impulsar una derechización del cuerpo social que vuelve a poner en el centro los conceptos de familia y nación[9].
Actualmente, la reacción (backlash) conservadora[10] frente a los movimientos de emancipación (feminista, lgbti+, antirracista, etc.) se ha convertido en uno de los principales ejes discursivos de estas nuevas derechas, en tanto consideran estos movimientos como parte integrante del «globalismo»[11]. Para las nuevas derechas populistas, el feminismo no constituiría un movimiento emancipatorio por la igualdad y la no discriminación, sino que respondería a una estrategia impulsada por las elites globales para debilitar las señas de identidad nacional y los fundamentos societarios, frente a la cual el «pueblo» reaccionaría utilizando las redes sociales como mecanismo de expresión de su descontento a través de la generación de «un nuevo sentido común» basado en el antiprogresismo[12].
Asimismo, las políticas de igualdad de oportunidades o de acción afirmativa habrían servido para sustentar una red de organizaciones subvencionadas, caracterizadas como lobbies, que tendrían por objetivo transformar los valores sociales y reproducir el discurso de la corrección política al servicio de las elites globales. Esta teoría se ha visto reforzada en el contexto de la pandemia de covid-19 por otras narrativas basadas en las teorías de la conspiración, a punto tal de llegar a responsabilizar al movimiento feminista de la extensión de la pandemia en España por la organización de las manifestaciones del 8 de marzo[13].
La acumulación de situaciones adversas, como el aumento de la precariedad laboral, la inseguridad existencial, la ausencia de perspectivas de futuro, así como los sentimientos de angustia generados en el marco de la pandemia de covid-19, ha favorecido la necesidad de buscar identidades-refugio como la masculinidad, lo que explicaría la recepción que tiene el antifeminismo dentro de un cierto sector de varones. Este grupo social correspondería a lo que Michael Kimmel[14] ha denominado la comunidad de «hombres blancos cabreados», varones que ven amenazada su anterior posición social a resultas de los avances en la igualdad de género, social y de trato en relación con los grupos racializados, lo que genera un sentimiento de derecho/privilegio agraviado. Este grupo social constituye la principal base de movilización social tanto del antifeminismo como de las nuevas derechas radicales.
Una de las consecuencias de esta alianza ha sido el fortalecimiento de la interseccionalidad de odios, es decir, la confluencia entre discursos antifeministas, racistas y homófobos, ya se expresen de forma literal o aparezcan enmascarados detrás de la denominada incorrección política, que acostumbra a camuflar los discursos de odio en el uso estratégico del humor negro, el sarcasmo y la ironía. De hecho, es habitual la participación de esta comunidad de odio, formada por hombres que sienten sus privilegios agraviados, en los ataques coordinados contra activistas feministas, siendo estos mucho más encarnizados cuando su objetivo es una persona que expresa una preferencia sexual o de género no normativa y/o que pertenece a un colectivo racializado.
Finalmente, podemos concluir que la principal causa de la aparición de los nuevos antifeminismos es la reacción frente al auge experimentado por el movimiento feminista en estos últimos años. Sin embargo, sería incorrecto culpar al feminismo de la aparición del antifeminismo. Ante cada momento de avance social, aparecen contramovimientos que tienen por objetivo frenar y oponerse a los procesos de cambio, tal y como sucedió en el sur de eeuu durante la lucha contra la segregación racial, o en Argentina con el movimiento antiabortista de los pañuelos celestes. La aparición de estos contramovimientos no es una mera reacción a la aparición de un movimiento social como el feminismo, sino que es la respuesta a la fractura del consenso valórico que había sustentado la anterior estructura de desigualdades. Es en aquellos momentos en que emerge la posibilidad de un cambio (el fin de la segregación, la aprobación de los derechos sexuales y reproductivos, el reconocimiento del movimiento igualitario) cuando el contramovimiento adquiere fuerza. Asimismo, cabe señalar que la reacción antifeminista conecta con una reacción más amplia, aquella impulsada por las fuerzas conservadoras ante la fractura del consenso neoliberal. Una reacción que puede llegar a adoptar retóricas supuestamente antineoliberales, pero que tiene por objetivo frenar los procesos de transformación social.
Notas:
[1] J. Bonet-Martí: «Los antifeminismos como contramovimiento: una revisión bibliográfica de las principales perspectivas teóricas y de los debates actuales» en Teknocultura vol. 18 No 1, 2021.
[2] Amnistía Internacional: «Toxic Twitter: A Toxic Place for Women», 2018, disponible en www.amnesty.org/en/latest/research/2018/03/online-violence-against-women-chapter-1-1/.
[3] Corporación Latinobarómetro: Informe 2021, Santiago de Chile, 2021.
[4] Cristina Vega: «La ideología de género y sus destrezas» en Karin Gabbert y Miriam Lang (eds.): ¿Cómo se sostiene la vida en América Latina? Feminismos y re-existencias en tiempos de oscuridad, Ediciones Abya Yala / Fundación Rosa Luxemburgo, Quito, 2019.
[5] Amnistía Internacional: «Corazones verdes. Violencia online contra las mujeres durante el debate por la legalización del aborto en Argentina», 2019, disponible en https://amnistia.org.ar/corazonesverdes/informe-corazones-verdes.
[6] Diana Morena-Balaguer, Gloria García-Romeral y Mar Binimelis-Adell: «Diagnóstico sobre las violencias de género contra activistas feministas en el ámbito digital», Fondo de Mujeres Calala / Universitat de Vic, 2022.
[7] Elisabeth Noelle-Neumann: La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social, Paidós, Buenos Aires, 2010.
[8] S. Forti: Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla, Siglo XXI, Madrid, 2021.
[9] N. Alabao: «Las guerras de género: la extrema derecha contra el feminismo» en Miquel Ramos et al.: De los neocón a los neonazis. La derecha radical en el Estado español, Fundación Rosa Luxemburgo, Madrid, 2021.
[10] Susan Faludi: Backlash: The Undeclared War against American Women, Crown, Nueva York, 2006.
[11] Pippa Norris y Ronald Inglehart: Cultural Backlash: Trump, Brexit, and Authoritarian Populism, Cambridge UP, Cambridge, 2019.
[12] Pablo Stefanoni: ¿La rebeldía se volvió de derechas?, Siglo XXI / Clave Intelectual, Madrid, 2021.
[13] J. Bonet Martí: «Análisis de las estrategias discursivas empleadas en la construcción de discurso antifeminista en redes sociales» en Psicoperspectivas vol. 19 No 3, 2020.
[14] M. Kimmel: White Angry Men: American Masculinity at the End of an Era, Bold Type Books, Nueva York, 2013.