Es habitual leer noticias acerca del malestar que causa a los políticos israelíes el actual clima de antisemitismo que, según ellos, se ha instalado en España. Por antisemitismo hay quien entiende opiniones contrarias o que cuestione el proceder de la actual Administración de Israel. El estado hebreo es el del Apartheid, se oye decir a […]
Es habitual leer noticias acerca del malestar que causa a los políticos israelíes el actual clima de antisemitismo que, según ellos, se ha instalado en España. Por antisemitismo hay quien entiende opiniones contrarias o que cuestione el proceder de la actual Administración de Israel. El estado hebreo es el del Apartheid, se oye decir a menudo. ¿Por qué las autoridades israelíes se indignan cada vez que a alguien se le ocurre hacer comparaciones con el antiguo sistema de apartheid en Sudáfrica? ¿Y qué tiene, díganme, de antisemita decir algo así?
En los años 50, DF Malan, primer ministro de Sudáfrica, introdujo un sistema de leyes que recordaban a las de Nuremberg, en tiempos de Hitler: el Acta de Registro que clasificaba a la población en función de raza. Leyes que prohibían las relaciones sexuales o de matrimonio entre personas de raza distinta. Leyes que excluían a los negros del mundo laboral blanco.
El antisemitismo de los Afrikaner tiene sus orígenes una década antes de 1948, año en que por primera vez el Partido Nacionalista gana unas elecciones legislativas. DF Malan, declaró su oposición a que Sudáfrica aceptara a más refugiados judíos provenientes de Alemania. Para ello propuso leyes anti-inmigración. Durante un discurso en el Parlamento, defendió su actitud de esta manera: «A menudo se me reprocha que discrimino a los judíos por el mero hecho de ser judíos. Sinceramente les digo que así es; los discrimino porque son judíos».
Las primeras comunidades judías en Sudáfrica son anteriores a los acontecimientos de la segunda guerra mundial. En el siglo XIX arribaron familias enteras o diezmadas, que huían de los Pogroms en Lituania y Latvia. Con Stalin, las persecuciones de los judíos fueron a peor, cosa que provocó una segunda oleada de refugiados en Sudáfrica. Con el descubrimiento en 1860 de los ricos depósitos de diamantes, de Kimberly y el notable enriquecimiento de algunos miembros de la comunidad judía, el antisemitismo aumentó. Los prejuicios, los clichés: «el judío es un ávaro», eran ya entonces, comunes. La guerra anglo-boer de finales del XIX también sirvió de argumento a políticos malintencionados. Estos no tardaron en culpar a los judíos de lucrarse a expensas de los perdedores. Hendrik Verwoerd, editor del influyente periódico Die Transvaler, y fundador del movimiento Apartheid, sostuvo que los judíos en Sudáfrica y en todo el mundo ansiaban lo mismo: controlar la economía global. Los medios de comunicación (prensa y radio) en manos del aparato del Partido Nacionalista, no desaprovecharon oportunidades para hacer campaña antisemita. Cabe recordar que los Afrikaner se mostraron favorables a la causa de Hitler, mientras que los sudafricanos de origen inglés -prácticamente todo el Gobierno lo era- defendieron el bando aliado. Don Krausz, superviviente del Holocausto (su familia corrió peor suerte), y presidente de la Asociación de Supervivientes del Holocausto, en Sudáfrica, lo recuerda bien: «Los Afrikaner y en especial, los afiliados o simpatizantes del Partido Nacionalista, nos odiaban. La prensa afrikáans era un calco del ‘Der Stürmer‘, de Hitler. Los judíos vivían permanentemente angustiados y amenazados por los afrikaner. En Potchefstroom, de donde es mi mujer, las milicias de los Camisas Grises, apedreaban los comercios judíos. O peor aún; les prendían fuego o las hacían saltar por los aires. Esa gente en 1948 se haría con el poder. No eran pocos los ministros que recordaban con nostalgia el Tercer Reich y a los nazis».
Finalizada la contienda, el Partido Nacionalista gana las elecciones de 1948 e inicia un largo proceso de transformación política. No interesa continuar a la greña con los anglófilos (representados por el Partido Unido y el Partido Progresista; la oposición). Juntos, toca ahora construir una nueva sociedad. El apartheid es cosa de todos. Ese mismo año, el Parlamento, con el apoyo de todos los partidos, oposición inclusive, aprueba un nuevo sistema de leyes para Sudáfrica. Un Nuevo Orden: el Apartheid. La comunidad judía de Sudáfrica no tiene nada que temer. El paquete de nuevas leyes segregacionistas no contempla a los judíos. Se trata de crear un Estado en el cual sea posible construir dos sociedades distintas y diferenciadas entre sí: blancos por un lado, negros y el resto de comunidades no blancas, por otro. (Sudáfrica entonces adolecía de un importante déficit en cuestión a población de origen europeo). Y ellos, los judíos, también eran blancos.
¿Qué pasa? ¿Qué es lo que cambia entre Afrikaaners y comunidad judía? El 1961 el Partido Nacionalista consigue que el Parlamento apruebe por la mayoría un nuevo Estatuto y la resolución de convertirse en República. La medida disgusta al Reino Unido pero poco pueden estos hacer. Máximo, presionar para que se les expulse de la British Commomwealth, cosa que efectivamente, ocurre. Los blancos en Sudáfrica -no toca hacer distinciones entre boers y los de origen anglosajón- e Israel, siempre se vieron como naciones genuinamente democráticas y preocupadas por defender los valores occidentales, en un entorno a menudo hostil. En consecuencia, exigían respeto.
Sudáfrica contemplaba su destino como algo muy próximo al de Israel. «Los israelíes son minoría y les toca vivir rodeados de 200 millones de fanáticos musulmanes, que además, reciben el apoyo de naciones comunistas. Una isla de gente civilizada rodeada por más de 200 millones de árabes bárbaros y salvajes. En cuanto a los Afrikaaner; 5 millones de almas, rodeadas por cientos de millones de negros y asistidos por comunistas», dijo en una ocasión, John Vorster y repitió, años más tarde, el primer ministro PW Botha.
Durante la segunda guerra mundial, el futuro primer ministro de Sudáfrica, John Vorster, fue internado en un campo de concentración aliado. Vorster era un ferviente admirador de los nazis, cosa que no sentó bien a un país como la Unión de Sudáfrica, que hizo la guerra del lado de los Aliados. Tres décadas más tarde, en 1976, y ya en calidad de primer ministro, visitó Jerusalén. El gobierno de Yitzhak Rabin, Menachem Begin y el legendario general Moshe Dayan, se deshicieron en elogios hacia su huésped.
Israel y Sudáfrica olvidarían las diferencias ideológicas del pasado e iniciarían una estupenda y muy fructífera relación. En ese tiempo Israel y Sudáfrica han trabajaron en proyectos encaminados a desarrollar tecnología militar del más alto nivel. Israel prestó a Sudáfrica ayuda militar en el conflicto con Angola. El enemigo a combatir era el comunismo.
En los años 70 y 80, cuando la comunidad internacional, bajo presión de organismos como la ONU, decide imponer sanciones económicas a Pretoria, PW Botha, primer ministro del país, aprieta aún más las tuercas del Apartheid y como consecuencia Sudáfrica se sumerge en una espiral de horror. Las manifestaciones, revueltas, detenciones, ejecuciones y asesinatos políticos, se convierten en algo cotidiano. Las grandes multinacionales extranjeras optan por abandonar Sudáfrica. Occidente le da la espalda a Sudáfrica. Nada de esto hace mella en el Gobierno. Mientras, los pasaportes sudafricanos no sirven para viajar por el mundo, salvo que el destino sea Israel. Israel, el amigo fiel.
Alon Liel, antiguo embajador de Israel en Pretoria, declaraba en una entrevista, que fue precisamente el Estado de Israel, el responsable en ayudar a Sudáfrica a dotarse del potencial bélico necesario (y el más importante del Continente). Sudáfrica, con sus ingentes reservas de dinero, fruto de la potente industria minera, pudo financiar diversos programas de desarrollo tecnológico en Israel y en contrapartida, científicos israelíes, prestaron todo su know-how científico a Sudáfrica. Así es cómo por ejemplo, ambos países obtuvieron la tecnología clave para desarrollar su arsenal nuclear. Pocos estaban al corriente. Del lado de los israelíes, lo sabían (pero intentaron ocultarlo), Shimon Peres y Rabin. Los dos políticos, antes de serlo, estuvieron en el equipo de técnicos militares que trabajaron con el gobierno de Pretoria.
Previamente al establecimiento de barreras fronterizas, check-points y otras medidas para controlar a la población palestina que a diario entra y sale de Israel, técnicos en seguridad anti terrorista, sudafricanos, prestaron ayuda logística a sus correligionarios israelíes. Otro tanto tuvo lugar con la construcción del que quizás es, el mayor símbolo de represión y segregación racial en Israel: El muro. La gigantesca valla de hormigón y acero, que serpentea alrededor de un perímetro que no cesa en ampliarse.
Entorno a 1986, presionado por la coyuntura internacional; las sanciones económicas, las continuas resoluciones de la ONU que condenaban una y otra vez el apartheid, Israel decide tomar distancia del régimen de Pretoria. Este giro en las relaciones con Sudáfrica preocupaba a los responsables del aparato de seguridad de Israel. «¿A quien se le ocurre? ¿Es que de repente nos hemos vuelto todos locos? ¿Cómo vamos a prescindir de la asistencia militar de Sudáfrica? ¿Qué hay de nuestra industria de aviación? No vamos a poder sobrevivir sin su apoyo. No olvidéis que los sudafricanos, desde los años 70, nos han estado ayudando y son nuestros mejores clientes».
Hoy, al evocar personalidades judías sudafricanas, los nombres que nos vienen a la memoria tal vez sean los de Helen Suzman, destacada activista anti Apartheid o el de Nadine Gordimer, Premio Nobel de Literatura. Y puede que también el de Johnny Clegg, músico de rock, famoso en la década de los 80. Los tres se opusieron al Apartheid. Pocos sin embargo, saben quien fue Percy Yutar.
Yutar pertenecía al bando contrario. Fue el fiscal que en 1963 consiguió meter entre rejas a Nelson Mandela. Se valió de unas pruebas que al parecer incriminaban a Mandela en un pretendido sabotaje y de querer este conspirar contra el Estado. Mandela purgó 27 años de condena y a Percy Yutar el gobierno lo premió con el cargo de fiscal general del estado de Orange Free State y poco después, en el Transvaal. Durante décadas, la Federación Sionista y la Cámara de Diputados judíos de Sudafrica, honraron a hombres como Percy Yutar, judío anticomunista y sudafricano de pro.
Alon Liel, decía que la imagen del mundo acerca los judíos de Sudáfrica tenía que ver (y continua así) con el patrón clásico de activistas anti apartheid. La mayor parte de los judíos deploraban el racismo pero no lo suficiente. Y es que el sistema les garantizaba dos aspectos fundamentales: un buen nivel de vida y vivir sin miedo al comunismo. Ante los atropellos que negros y otras comunidades no-blancas a diario padecían, los judíos adscritos al establishment imperante, miraban hacia otro lado. Mejor nos irán las cosas, decían, si las dejamos como están.
«Conviene olvidar el pasado», recomendaba Shimon Peres, en el transcurso de una entrevista con un corresponsal sudafricano. Shimon Peres hablaba con conocimiento de causa. No en vano fue ministro de Defensa en la época en que Vorster visitó Jerusalén y dos veces primer ministro, en los años 80, justo cuando el Estado Hebreo mejor se llevaba con la Sudáfrica Blanca. A Peres no le agrada que le vengan con monsergas moralistas. «Nunca miró atrás. El pasado no me interesa. No puedo cambiarlo, ¿por qué iba ahora a preocuparme?» Cuando se le pregunta cómo es posible que dos naciones de ideología tan dispar, antagónica, pudieran prestarse mutuo apoyo, y si en alguna ocasión tuvo él dudas, responde: «Toda situación no necesariamente tiene lugar en un entorno perfecto. Toda decisión tiene que ver entre dos alternativas imperfectas. Eran años en que el movimiento negro en Sudáfrica, ensalzaba a Arafat, y Arafat era nuestro enemigo en casa. La verdad, no tuvimos elección. Pero tampoco, que conste, dejamos nunca de condenar el apartheid. Jamás lo apoyamos».
Nadie en Israel se avergüenza del pasado. El subdirector general de Exteriores, Gideon Meyer, lo justifica de esta manera: «Nuestro mayor handicap siempre fue la seguridad. No hay nación en el mundo más amenazada que la nuestra. Esto ha sido así desde el principio de nuestros, días, desde la concepción del Estado de Israel. La geopolítica en Israel, este es el resultado».
Cualquiera que haya vivido en la Sudáfrica del apartheid y viaje hoy a Israel, observará cosas desagradablemente familiares. Es cierto que en Israel no existen rótulos donde se advierte la prohibición a los negros de esto o aquello, «whites only», «non europeans only». El caso es que da igual; en Israel, igual que en Sudáfrica en el pasado, prevalece el ambiente de segregación racial. Los israelíes, sin embargo, prefieren no darse cuenta.
Los soldados del Estado Hebreo humillan una y otra vez a los palestinos que utilizan los check-points, los puestos fronterizos. Los colonos se entretienen en realizar pintadas xenófobas en las humildes casas de los palestinos de Hebron. La policía del Jerusalén Oeste ejerce su autoridad de manera rutinaria; para sistemáticamente a toda persona con aspecto de árabe y les piden que se identifiquen. Algunos asentamientos y comunidades judías rechazan de plano la entrada en «su» zona, de palestinos. El argumento para justificar la negativa es que culturalmente pertenecen a mundos distintos. Un alcalde de una de estas aldeas de colonos judíos, llegó a proponer que los palestinos llevaran algún tipo de distintivo que los identificara como tales. ¿De vueltas con la idea de los guetos? Puede. En la década de los 90, grupos de la extrema derecha judía, exigieron a los comerciantes con empleados palestinos, que estos fueran despedidos. Aquellos que se plagaban a la exigencia, recibían una pegatina que decía, «no empleamos a árabes». En los partidos de fútbol donde se enfrentan equipos israelíes contra palestinos, la hinchada judía grita, «muerte a los árabes».
Si uno tiene el raro honor (o según el caso, todo lo contrario) de que le inviten a una cena en casa de una familia judía de clase media, puede que con los postres -tal vez es verano y estamos en la terraza, disfrutando de la fragancia que desprenden los limoneros del huerto del vecino- la conversación, animada, trate de la causa palestina. Nuestros anfitriones discuten, tratan de convencernos, de que los palestinos en realidad no «merecen» un estado propio. La intifada y los atentados con bombas suicidas, justifican con creces los 37 años de ocupación de sus tierras. ¿Crímenes contra los palestinos? Ni hablar. Los criminales son los palestinos.
Recuerda mucho a las charlas sobre negros, que veinte, treinta años atrás, solía tener yo con conocidos y algún que otro familiar, en Sudáfrica. Los mismos tópicos, los mismos prejuicios. La misma estrechez mental. Periódicamente en Israel se realizan encuestas de opinión. La mayoría de israelíes piensan que los árabes son gente «sucia», «primitiva», con escaso aprecio por la vida humana y de naturaleza violenta.
Rehavam Ze’evi, ex ministro de Turismo, con Sharon, propuso la expulsión de todos los árabes de territorio judío. Al más puro estilo apartheid. Incluso la prensa judía lo criticó de racista. Ze’vi moriría en el 2001, víctima de un atentado terrorista.
La lista de ejemplos donde se demuestra de manera clara, que Israel, hoy día, sigue valiéndose de prácticas propias del apartheid sudafricano, es larga. «Siempre ha habido fanáticos que exigen un Gran Israel», decía Krausz, superviviente del Holocausto y residente en Johannesburgo. «Hay tipos, chalados, no podía ser de otra manera, que insisten en demostrar que está en la Biblia; esta tierra es nuestra, por deseo de Dios. Es fascismo».
Hirsch Goodman decidió emigrar a Israel. De eso hace treinta años, poco después de licenciarse del servicio militar (obligatorio en Sudáfrica). Su hijo, después de completar su servicio en el ejercito israelí, emigró a Sudáfrica. «El ejercito lo envió a los territorios ocupados y dice que nunca olvidará lo que le obligaron a hacer», dice Goodman, que trabaja como analista de sistemas d seguridad, en la universidad de Tel Aviv. En su opinión, el término «apartheid», puede que sea algo exagerado. «Si Israel insiste en mantenerse los territorios ocupados, tal vez si tengamos que aceptar el término. Ya no podremos hablar de un estado democrático. Lo que vendrá después serán dos formas distintas de desarrollo y la discriminación sistemática en todo; educación, sanidad, leyes. Pero no podemos hoy decir que practicamos el apartheid cuando el 76% de la población de Israel desea sinceramente, un arreglo con el pueblo palestino. Es verdad que discriminamos a los árabes, los venidos de Etiopía y los demás, pero no por ello se nos puede colgar el sambenito de racistas. Odio que se haga un uso banal del término apartheid. Es una cosa demasiado horrenda».