1 de octubre de 1975. Comienza el mes con lo que sería el último discurso de Franco. En la Plaza de Oriente miles de bigotes recortados y peinados de reciente peluquería claman al caudillo: ¡Franco, Franco, Franco! Se canta el ¡Que Viva España! Y el Cara al Sol falangista.
Cientos de banderas de España y abundantes pancartas portadas por gentes de autobús y bocadillo ensalzan al genocida y a la madre patria imperial. Para todos aquellos restos atapuercanos del 18 de julio, aquel fue un gran día.
El balcón del Palacio de Oriente está petado. En medio, Franco y señora; a su lado Sofía de Grecia y Juan Carlos de Borbón, sucesor designado por el genocida. Les rodean los miembros del gobierno, abundantes uniformes y algún que otro gorro episcopal. El discurso que lee Franco con su aflautada voz tiene poco más de diez líneas. Acompaña la lectura con movimientos arriba-abajo de su mano derecha. Habla de los ataques que en aquellos momentos está sufriendo España: “una conspiración masónica izquierdista de la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”. 40 años de piñón fijo. Genio y figura.
Cuatro días antes, cinco militantes antifranquistas, Txiki y Otaegi (ETA) y José Humberto Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez Bravo (FRAP), habían sido fusilados en Barcelona, Burgos y Hoyos de Manzanares, tras ser condenados a muerte en distintos consejos de guerra. El sacerdote que asistió a los fusilamientos de estos tres últimos afirmó: “Además de los policías y guardias civiles que participaron en los piquetes –todos voluntarios-, había otros que llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones. Muchos estaban borrachos”.
En Euskal Herria se convoca una huelga general de tres días. La represión policial es salvaje. Poco antes, el 31 de agosto, Jesús Mª García Ripalda había sido asesinado en Donostia en una manifestación en protesta por las condenas a muerte. También hubo importantes movilizaciones en otros lugares del Estado: Madrid, Barcelona,.. Pero la protesta traspasa el marco estatal. En Portugal, decenas de miles de manifestantes asaltan y queman la embajada española. París, 100.000 personas en la calle; Roma, 50.000. En Florencia se asalta el Consulado español.
El presidente de México, Luís Echevarria, pidió la expulsión de España de la ONU y 17 países retiraron sus embajadores del Estado español. Olof Palme, primer ministro sueco, recorrió las calles de Estocolmo con una hucha pidiendo solidaridad para con los familiares de los condenados. También el papa Paulo VI pidió que las sentencias no fueran aplicadas. Cientos de políticos e intelectuales de todo el mundo les secundaron.
Aquel 1 de octubre no se sabía que a Franco le quedaban tan solo 50 días de vida. El 12 de octubre contrae una gripe y pocos días después sufre tres infartos seguidos, complicados con una parálisis intestinal y una hemorragia gástrica. De ahí en adelante todo se lfue complicando y agudizando. El 30 de octubre el dictador ordena traspasar a su sucesor Juan Carlos sus poderes de Jefe del Estado. Finalmente, el 20 de noviembre, se lo lleva Satanás. El presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, lo anuncia entre pucheritos: “Españoles: Franco ha muerto”. Corre el champán a raudales.
Mientras todo esto pasaba, los conflictos crecen sin cesar y se radicalizan. En 1975 el número de huelguistas duplicó al de 1973, pasando de 357.523 a 647.100. Surgen su vez nuevas luchas y movimientos (sociales, vecinales y feministas) y las reivindicaciones nacionales toman cuerpo en torno a la exigencia del derecho de autodeterminación.
La muerte de Franco abre paso a la Transición. Existían entonces, grosso modo, dos grandes proyectos. El primero, el de la reforma del régimen, cuyo objetivo era, en grandes líneas, el mantenimiento de los principales poderes del franquismo (Ejército, Policía, Iglesia, Judicatura, Banca…) y la sagrada unidad de España. El segundo, el de la ruptura democrática, buscaba cortar amarras con el franquismo: república, autodeterminación, depuración del Ejército y Policía, laicidad del Estado, amnistía,…
La reciente caída de la dictadura salazarista portuguesa año y medio antes, puso más que nervioso al régimen franquista. La Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia Democrática creadas antes de la muerte de Franco, hablaban de ruptura democrática, amnistía política y sindical, proceso constituyente, consulta popular sobre la forma de estado, libertades políticas para las nacionalidades… y las formaciones de izquierda trabajaban por extender las movilizaciones y culminarlas con una huelga general que echara por tierra aquel franquismo criminal negador de todo tipo de libertades.
Muerto Franco parecía obligado jugar a la mayor, no a la pequeña. Había cartas para ello. Pero se optó por lo contrario. Los programas y estrategias se ablandaron y las movilizaciones se relentizaron, cuando no criticadas por provocadoras. La ruptura democrática fue sustituida por el oximoron de la ruptura pactada y de ahí se pasó al consenso y la reconciliación con el franquismo. La Ley de Amnistía, los Pactos de la Moncloa y los Acuerdos con el Vaticano abrieron las puertas al nuevo régimen. La batuta la portaría en exclusiva el nuevo gobierno de Adolfo Suárez y las principales fuerzas de la oposición se limitarían a buscar los mejores puestos de salida de cara a las elecciones anunciadas.
Quienes se apuntaron voluntarios a fusilar a Txiki, Otaegi, Baena, García Sanz y Sánchez Bravo y los que les jaleaban borrachos, sus jefes y mandos y el consejo de ministros que lo aprobó, no solo serían amnistiados, sino que siguieron ascendiendo en el escalafón policial y premiados, algunos, con merecidos consejos de Administración. A día de hoy, la nueva ley de Memoria Democrática sigue regalándoles impunidad y la de Información Clasificada (Secretos Oficiales) les ampara en su anonimato. Son algunas de las secuelas de aquel otoño de 1975.
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