C uando las tropas aliadas ocuparon la Alemania de Hitler y pusieron al descubierto el horror de los crematorios nazis de los campos de concentración, nadie en ese país parecía saber nada acerca del genocidio que allí había tenido lugar. Los vecinos que vivían en las cercanías de esas macro factorías de la muerte, decían […]
C uando las tropas aliadas ocuparon la Alemania de Hitler y pusieron al descubierto el horror de los crematorios nazis de los campos de concentración, nadie en ese país parecía saber nada acerca del genocidio que allí había tenido lugar. Los vecinos que vivían en las cercanías de esas macro factorías de la muerte, decían ignorar lo que había estado sucediendo. Podían percibir frecuentemente el olor a carne quemada que se escapaba de aquellas macabras instalaciones, ver como llegaban los vagones de ferrocarril con decenas de miles de presos hacinados, oír repetidamente el traqueteo de las ametralladoras o contemplar, desde lejos, la silueta de los cuerpos de los presos colgando inermes de los alambres de espinos y, sin embargo, manifestaban no saber nada acerca de la máquina de horror que los nazis pusieron en funcionamiento en toda Alemania . Cuando los oficiales que dirigían aquellos mismos campos fueron detenidos e interrogados por los vencedores, muchos declaraban en los interrogatorios que tampoco sabían nada acerca de las masacres ejecutadas delante de sus propios ojos.
Cuando desapareció la dictadura militar en la Argentina , no pocos ciudadanos de ese país proclamaban su supina ignorancia acerca de lo que allí había sucedido, que no fue poco. Treinta mil argentinos fueron «desaparecidos» utilizando los más sofisticados métodos de aniquilación: arrojados en alta mar desde aeronaves militares, despedazados en fábricas de torturar, fusilados y enterrados en descampados periféricos. Piadosos capellanes militares de la Iglesia católica bendijeron a centenares de infelices cuyo trágico destino era ser arrojados, desde dos mil metros de altura, a las frías aguas del Atlántico. El que esto escribe, al igual que otros muchos jóvenes canarios de la época, era conocedor de lo que allí ocurría. Nuestras fuentes de información -viviendo bajo otra dictadura – no eran excepcionales: escudriñábamos las noticias de prensa, deducíamos y nos informábamos por los argentinos que habían tenido la oportunidad de huir de su país. Sin embargo, ni el Papa de Roma ni la jerarquía eclesiástica se enteraron nunca de que sus propios capellanes santificaban aquellos crímenes con el « ego te absolvo «. Hubo, incluso, ministros de los gobiernos militares argentinos de aquella época que manifestaban años después, sin sonrojarse, que jamás tuvieron la más mínima noticia acerca de aquellos crímenes de Estado. Acontecimientos similares se dieron en Chile , Uruguay , Perú , El Salvador o Guatemala durante las décadas de los sesenta y setenta.
OYENDO LLOVER
No es preciso, sin embargo, irse tan lejos para descubrir la trágica combinación que frecuentemente se produce entre el crimen de Estado, la impunidad jurídica y el silencio social. Cuando Amnistía internacional reitera anualmente en sus informes que en las dependencias policiales del Estado español se tortura, aquí nadie parece darse por aludido. Los grandes medios de información españoles omiten el tema como si las indicaciones de esa organización internacional aludieran a Burkina Faso . Los representantes del Ejecutivo de Zapatero , por su parte, acuden a los foros internacionales organizados al respecto y firman prometedoras declaraciones repletas de buenas intenciones contra la tortura. Pero, año tras año, Amnistía internacional afirma que en el Estado español se continúa practicando la tortura. Solo los torturados y la propia Amnistía parecen enterarse de la existencia de esos hechos. Los mass media, de manera idéntica a como hacían en tiempos de la dictadura, silencian cualquier tratamiento de la cuestión. Excepcionalmente, cuando un caso de torturas adquiere relieve internacional, algún representante oficial se atreve a asomarse a la prensa o a la televisión para desmentir expeditivamente la denuncia. Juan Fernando López Aguilar , por ejemplo, siendo ministro de Justicia, se atrevió a asegurar que lo que realmente sucedía es que los detenidos que alegaban torturas se las infligían a sí mismos. Ningún sesudo comentarista de prensa se atrevió a poner en duda siquiera el brillante argumento del ministro socialdemócrata. Tendremos, posiblemente, que esperar un par de décadas para que alguien pueda descubrir algún día, extemporáneamente, que en la España prodigiosa de Rodríguez Zapatero se ejercía la práctica de la tortura. Si todavía para entonces nos encontramos por aquí, podremos contemplar el gesto atónito de notorios y veteranos periodistas que expresarán su sorpresa por algo que sucedió y sobre lo que ellos nunca tuvieron la más mínima sospecha. Y es que transcurridos veinte años el conocimiento de la verdad ya no causará daño al orden constituido. La imagen grotesca de la tortura pertenecerá al pasado Y quienes detentan el poder saben por experiencia que el pasado nunca desestabiliza el presente.
UN EPISODIO DE AMNESIA ARCHIPIELÁGICA
Pero, a decir verdad, ni siquiera es necesario salir de la ínfima geografía de este Archipiélago para observar de cerca hasta que punto puede funcionar eficazmente la amnesia de quienes utilizan los espejos cóncavos de los media para ocultar una realidad que les disgusta. El pasado 7 de julio fallecía en Santa Cruz de Tenerife Juan Antonio Gil Rubiales , Comisario Jefe del Cuerpo General de Policía de esa provincia canaria. Gil Rubiales no era un policía cualquiera. Se trataba de un antiguo funcionario de la temida Brigada político-social de la dictadura, condenado por el Tribunal Supremo por torturar en 1981 a un detenido, que falleció a las pocas horas de salir de las dependencias policiales. El funcionario Rubiales sería posteriormente sancionado por golpear brutalmente con cadenas a manifestantes en la ciudad navarra de Pamplona. De si el resto de su biografía estuvo o no jalonada por hechos similares no podemos dar cuenta porque no disponemos de pruebas. Sí poseemos, en cambio, información que atestigua que el policía recientemente desaparecido formó parte de los núcleos más duros de la policía social franquista, dirigidos por el comisario Manuel Ballesteros y el conocido verdugo «Billy el niño» . En cualquier caso, el hecho cierto es que el historial de este funcionario, interpretado a la luz de las sentencias y sanciones recibidas – tal y como se documenta en la revista digital Canarias-Semanal.com – es perfectamente comparable al de cualquier sicario, de cualquier dictadura, en cualquier parte del mundo. Los hechos son los hechos y aunque éstos fueran condenados con «generosidad» por un Tribunal Supremo heredado del franquismo, la descripción que de los mismos hacen los magistrados que integraban la sala que los juzgó no ofrece lugar a dudas acerca del auténtico perfil del personaje. Esa es la «realidad real», la tangible, la constatable. Existe, sin embargo, otra «realidad virtual», construida por los medios, que tiene en muchas ocasiones escasas coincidencias con la primera. Veamos como la prensa del Archipiélago canario construyó, con ocasión de su fallecimiento, «la otra» biografía del policía Juan Antonio Gil Rubiales .
Para el conservador Diario de Avisos , la biografía de Rubiales era transparente:
«…Entre sus méritos por los innumerables servicios prestados dentro del ámbito policial, – escribía el matutino tinerfeño – destacan la Medalla de Plata al Mérito Policial (1982), la Cruz al Mérito Policial con Distintivo Rojo (1977), la Cruz de…». El periodista Antonio Herrero , del rotativo La Opinión de Tenerife, describía con todo lujo de detalles cómo en los alrededores del templo donde se celebraron las exequias la institucionalidad tinerfeña rendía homenaje a este abnegado servidor de la sociedad:
«… En el exterior se encontraban numerosos compañeros del fallecido , – narraba Herrero – así como diversas autoridades civiles y militares, entre los que se encontraban varios alcaldes de los diferentes municipios de la Isla, miembros de la Corporación del Cabildo Insular de Tenerife y una nutrida representación de la Zona Militar de Canarias… La homilía fue concelebrada por varios sacerdotes quienes recordaron su entrega y amor a su profesión «.
Andrés Chaves , un conocido comentarista del periódico tinerfeño El Día especialista en el marujeo rosa de la política local, escribía en su columna habitual:
«Ha fallecido un gran policía, el comisario Juan Antonio Gil Rubiales . Juan Antonio era un enamorado de su profesión. Murió prácticamente en su despacho, después de soportar con gran entereza una rápida dolencia. Me lo cuenta, muy emocionado, el diputado Pepe Segura [diputado del PSOE y autor del nombramiento de Gil – la aclaración es nuestra-], que fue su amigo y con el que Gil Rubiales colaboró estrechamente en la etapa de Segura como delegado del Gobierno».
CONVIRTIENDO A LOS VILLANOS EN HÉROES
Como se puede constatar a través de estos pocos botones de muestra, la auténtica biografía del policía desaparecido nada tiene que ver con las descripciones con las que la prensa canaria pretendió ilustrar su obituario. Como si de aspectos de su vida privada se tratara, los medios de comunicación de las islas ocultaron datos esenciales de la biografía del finado, presentándolo ante el conjunto de la sociedad canaria como un héroe que estuvo siempre al servicio de la colectividad. De manera espontánea, la sociedad oficial tinerfeña, incapaz de asumir su propia responsabilidad cómplice en el nombramiento del torturador, se concertó en el montaje de un fraude biográfico cuya finalidad última era, sin duda, el encubrimiento de su propia miseria política.
En el colmo de la farsa, no solo se trató de desfigurar la auténtica biografía del policía fallecido, sino que se pretendió, además, fabricar para él un perfil « progresista «, que encajara con los « valores democráticos » vigentes que tanto había despreciado Gil Rubiales a lo largo de su vida. En esta faceta, el lifting corrió a cargo del cirujano y senador del PSOE por la provincia de Tenerife, José Vicente González Bethencour t. En una breve glosa necrológica que el senador dedicó a la personalidad de Gil Rubiales en el periódico El Día , González Bethencour t comenzaba poniendo de relieve el « gratísimo recuerdo » que conservaba y el « exquisito trato » que el comisario le dispensó en las dos ocasiones que le pidió un favor. En la primera de ellas el senador trató de que la Policía nacional hiciera un reconocimiento de un cabo y un teniente republicanos asesinados en Tenerife durante los primeros días de la rebelión fascista de 1936. « Al principio – según contaba el senador en su exégesis – se quedó un poco sorprendido, pero en seguida reaccionó con mucha prestancia y generosidad «, y « me prometió que haría todo lo que estuviera en su mano «. El segundo favor que el comisario Gil Rubiales concedió a González Bethencourt consistió en tramitar la gestión de un pasaporte de un exiliado de 96 años, residente en Venezuela. González concluía su obituario expresando su deseo de que al dolor por la pérdida de Juan Antonio Gil Rubiales sobreviviera « el recuerdo de un buen ciudadano y una buena persona «. Con el panegírico del senador socialdemócrata – como se sabe el PSOE ha asumido desde hace décadas la tarea de sustituir a la derecha en la realización del trabajo sucio tanto en la política como en la economía- la operación de convertir al antiguo torturador en un moderno demócrata con «sensibilidad progresista» quedaba concluida. Ahora ya todos podríamos irnos a dormir tranquilos. Aquí, nadie se enteró nunca de nada.