Con la intervención militar en Libia como motivo dominante en los comentarios sobre política internacional de casi todos los medios de comunicación, parece como si las cuestiones más relevantes a considerar fueran las relativas a cómo resolver tan embrollado asunto: ¿armar a los rebeldes? ¿Intervenir directamente para derrotar a Gadafi? ¿Enfrentar dialécticamente el pensamiento belicista […]
Con la intervención militar en Libia como motivo dominante en los comentarios sobre política internacional de casi todos los medios de comunicación, parece como si las cuestiones más relevantes a considerar fueran las relativas a cómo resolver tan embrollado asunto: ¿armar a los rebeldes? ¿Intervenir directamente para derrotar a Gadafi? ¿Enfrentar dialécticamente el pensamiento belicista con el pacifista?… El espectro es amplio y crece día a día.
Ante tan vasto panorama de opiniones hay muchos que piensan que, ya que los hechos están desbordando a las palabras y la acción se adelanta al pensamiento, bueno sería reflexionar sobre lo sucedido, para saber cómo convendría reaccionar ante futuras situaciones similares, que muy probablemente están ya a la vuelta de la esquina.
Para aclarar debidamente este asunto, es preciso profundizar un poco más, porque el meollo de la cuestión no está en el modo de ejercer la coerción militar en tal o cual situación, sino en si es o no posible y conveniente hacerlo. Para ello, empecemos por cambiar el ámbito del discurso. En el llamado «Índice de democracia», que anualmente publica el grupo empresarial The Economist, de los 167 países analizados el año 2010 Libia ocupa el puesto 158 y Arabia Saudí el 160, es decir, solo seis puestos por encima del colista, que es el indeseable y proscrito régimen de Corea del Norte.
Con una puntuación máxima posible de 10, España obtiene un honroso 8,16 que le sitúa en el puesto 18 (la pole position la ocupa Noruega, con 9,80), mientras que el Gobierno saudí se queda en un vergonzoso 1,84, una décima detrás de Libia. Si yo fuera mujer, quizá esa décima de diferencia sería la que me haría preferir Libia a Arabia (de no existir otra opción, naturalmente), pues en este último país una mitad de la ciudadanía es desdeñada y humillada diariamente por una monarquía absolutista, en el fondo tan opresiva y tiránica como la denostada dictadura, también hereditaria, de Corea del Norte.
Ese régimen de rasgos medievales, que exporta fanatismo religioso bajo la forma de salafismo y mediante la construcción de mezquitas y escuelas coránicas por todo el mundo, ha exportado también hace poco su fuerza militar para reprimir los disturbios populares en el vecino Bahréin, en una nueva edición para Oriente Medio de la vieja «doctrina Brezhnev«, y lo ha hecho con no menos violencia que la inicialmente usada por Gadafi para acallar a los libios rebeldes.
¿Alguien, en el mundo occidental, ha sugerido que sería preciso condenar en el Consejo de Seguridad de la ONU la agresión sufrida por los bahreiníes a manos de los soldados saudíes? ¿O que convendría ayudar también al pueblo saudí en su camino hacia la democracia? Ningún dirigente político de relevancia mundial ha manifestado que, igual que se aspira a la sustitución de Gadafi por un nuevo régimen, menos tiránico, también sería apropiado que la dinastía de los Saúd fuera expulsada del poder que viene ejerciendo de modo absoluto, entre continuas denuncias de torturas, mutilaciones y ejecuciones por las organizaciones humanitarias.
La respuesta a estas cuestiones la da un pequeño grupo de especialistas: los que analizan los recursos energéticos mundiales, en su especialidad de hidrocarburos. Oigamos sus razones. En el privado club de los países petroleros se tiene a Arabia Saudí como el único productor swing, esto es, capaz de aumentar su producción de crudo cuando es necesario para la mejor marcha de este negocio global. Allí se insiste en que cualquier inestabilidad política local sería una amenaza para los Gobiernos occidentales tanto o más que para el propio régimen saudí. Desde muy altos niveles financieros europeos se ha asegurado hace poco que esa contingencia podría elevar el precio del barril por encima de 200 $, lo que crearía muy graves dificultades a todos los países que dependen de este suministro.
Aunque algunos informes de WikiLeaks revelaron que era discutible esa posición privilegiada de Arabia Saudí, donde la cuantificación de las reservas de hidrocarburos es alto secreto de Estado, el núcleo de la cuestión queda al descubierto en toda su crudeza: mientras Occidente dependa en gran medida de los suministros petrolíferos de la península arábiga, nada ni nadie podrá poner en peligro al despótico régimen que gobierna Arabia Saudí.
De modo que, para concluir, debemos deducir que el pretendido derecho de intervención en un Estado que oprime o masacra a sus propios ciudadanos no es de aplicación universal, aunque en la ONU se afirme lo contrario. En tanto que nuestra civilización sustente su desarrollo en el uso abusivo y despilfarrador de los limitados recursos petrolíferos, la tan discutida «responsabilidad de proteger» o «injerencia humanitaria» queda limitada a los países cuyos recursos no sean esenciales para la economía mundial. Así pues, estimado lector, si desea seguir yendo al trabajo en automóvil todos los días para no viajar en el metro o pavonearse en su 4X4 los fines de semana, deberá cerrar los ojos ante lo que sucede en Arabia Saudí y acoger con entusiasmo, cuando proceda, la munificente visita de sus medievales déspotas.
http://www.republica.es/2011/03/31/arabia-saudi-la-tirania-amiga/