Decía Manolo Vázquez Montalbán a mediados de los ochenta que uno de los grandes problemas de los partidos comunistas occidentales, por no decir el fundamental, fue el de no enterarse con algo de anticipación que el asalto al Palacio de Invierno era ya imposible. Esto originó continuados descalabros y sangrías internas, por no decir la […]
Decía Manolo Vázquez Montalbán a mediados de los ochenta que uno de los grandes problemas de los partidos comunistas occidentales, por no decir el fundamental, fue el de no enterarse con algo de anticipación que el asalto al Palacio de Invierno era ya imposible. Esto originó continuados descalabros y sangrías internas, por no decir la desaparición casi absoluta de la alternativa comunista del panorama político. De hecho, a esta conclusión llegó, con un añadido de mala baba política y exceso clamoroso de posibilismo, el constructo eurocomunista. Se aprehendía la realidad, sí. Pero se vendía esta etapa de reflujo, repliegue y reordenamiento de fuerzas con tal exceso de optimismo que parecía poco más que una cuestión de fe, algo así como una vía divina al socialismo.
No obstante, a día de hoy, y al amparo de aprehender la realidad para tratar de intervenirla, creemos que va siendo hora de replantearnos ciertos presupuestos teóricos y las estrategias políticas que de ellos se derivan. Todo ello, porque estamos profundamente convencidos de que hay condiciones y potencialidades que permitan asaltar el Palacio de Invierno.
La crisis económica en que nos encontramos, la más importante desde el crack del 29, no es únicamente crisis de modelo, el neoliberal, sino de sistema, el capitalista. El precepto monetarista de Hayek y Friedman fundamentado en el aumento del margen de la tasa de beneficio a base de reducir costes y laminar la esfera pública, ha quebrado. La enorme inversión en el sector inmobiliario y en el estructural mercado especulativo de productos financieros, sumado a un consumo basado en la financiarización y un mercado laboral desregularizado y precarizado ha originado que, a diferencia de la crisis del 73, esta sea de demanda. El modelo neoliberal está agotado, y la socialdemocracia es ya un espejismo de la historia, categoría asociada al ciclo capitalista de la reconstrucción de posguerra, la revolución tecnológica y el cortafuegos ante el socialismo soviético. Pero la evidencia de que nos encontramos ante una crisis sistémica, viene dada por la incapacidad de las clases dominantes de encontrar otro modelo que permita continuar con la reproducción de capital. La crisis de la democracia liberal representativa como mecanismo legitimador de la acumulación capitalista sitúa en la esfera de la contradicción entre capital y trabajo, la cuestión de la democracia.
En el Reino de España, las fuerzas del capitalismo, basadas en la expansión del crédito y el sector inmobiliario como principal modelo de creación de riqueza, son la expresión más explícita de esta crisis sistémica. La inexistencia de un modelo de producción sostenible fundamentado en la economía productiva y el valor añadido, ha ocasionado con el estallido de la burbuja, una caída significativa de las tasas de ganancia. Para frenar e invertir la tendencia, el desmantelamiento de lo que un día pretendió ser el estado del bienestar representa una prioridad irrenunciable para las clases dominantes. El bloque de poder, pretende, por tanto, una salida a los problemas de acumulación de plusvalías mediante la reducción de costes salariales (reforma laboral y de la negociación colectiva) y del gasto social (reforma de las pensiones, recortes en educación, sanidad, servicios sociales, dependencia, cultura). La crisis económica está comportando una reestructuración en profundidad del marco social, político jurídico e institucional expresados en el ataque sin precedentes a los derechos sociales y laborales de las clases populares y trabajadoras (crisis del modelo de cohesión social), el cisma del modelo territorial (crisis del estado de las autonomías en base a un auge recentralizador profundamente reaccionario) así como a la misma democracia (crisis de legitimidad, bipartidismo, restricción de mecanismos participativos, corrupción institucionalizada, ataque a las libertades y derechos civiles, represión y criminalización de la contestación social, endurecimiento del código penal…). Nos encontramos en un fin de ciclo, el colapso del régimen de la Constitución del 78. Este sorpasso lo conocemos como el proceso constituyente de la oligarquía y las clases dominantes, donde la reforma de la constitución de agosto de 2011, aupada por PSOE, PP y CIU, supone el punto de inflexión, la expresión del rapto de soberanía en favor de los mercados y las entidades financieras. Ante este panorama, la fractura social y la lucha de clases se expresa en toda su crudeza.
¿Es posible mantener el consenso ideológico mínimo fundamentado sobre la base de la representatividad donde el gobierno responde a los intereses de la mayoría, es decir, la democracia en el capitalismo como fórmula de encubrir la contradicción de clase? Por lo expuesto anteriormente, este consenso de mínimos ya no es posible. Por tanto, no hay salida social a la crisis si no hay un proceso de ruptura política con el status quo, y no hay proceso de ruptura política si no hay una crisis de hegemonía ideológica del bloque dominante.
De ahí, cabe hacerse otra pregunta ¿Por qué en un momento de aceleración exacerbada de las contradicciones el bloque social de poder aún mantiene con solvencia la hegemonía de ideas? Obviamente, responde a una muy adversa correlación de fuerzas fruto de la desmovilización y distensión durante los virtuales «años dorados de sólido crecimiento sostenido». Esto que hemos llamado también la derrota cultural, la crisis de la izquierda…. No obstante, hay otro elemento que es clave para entender este estado de cosas: responde a los planteamientos estratégicos que pretenden recuperar el marco político nacido de la Transición, es decir, la reconquista de los derechos asociados al marco del estado del bienestar.
En primer lugar es absurdo reivindicar unas posiciones que ya expresaban de por sí una correlación adversa de fuerzas. Pero además, esto no parece posible, puesto que no se trata de una cuestión de voluntad política. Que la crisis económica haya mutado a la vez en crisis política, viene dado por la servidumbre de la política a la economía, la laminación de soberanía que expresa la contradicción entre capitalismo y democracia. Las políticas de ajuste y austeridad y la ofensiva contra las posiciones de las clases populares y trabajadores, en definitiva, el desmantelamiento del estado del bienestar, no responde a la gestión de un mal gobierno sino a la reactivación del ciclo capitalista que pretende reducir costes para ampliar la tasa de ganancia. El sancta sanctorum de «dar confianza a los mercados o la extendida consigna «no es una crisis, es una estafa, es capitalismo» lo expresan.
Constatamos por tanto, la imposibilidad de operar en el actual marco político para así poder garantizar una salida social a la crisis. Es imperativo dirigir la estrategia hacia un proceso de ruptura y transformación profunda de las estructuras políticas, un cambio de paradigma que confronte con el bloque social dominante para así responder a los intereses del 99%. El objetivo ineludible pasa por articular un bloque político y social alternativo como bloque de poder constituyente, capaz de generar una nueva correlación de fuerzas, un nuevo marco de relaciones políticas que permita la transformación social y el sometimiento de la economía a las personas. Estamos hablando, pues, de un proceso constituyente que parte de las necesidades inmediatas como potenciales constituyentes ya que para garantizarlas se requieren fundar tanto una nueva legalidad como una nueva legitimidad. Proceso constituyente no es una marca, aunque podría pasar por eufemismo en positivo de «revolución». No se trata únicamente de conseguir destituir un gobierno o redactar una nueva constitución. Proceso constituyente ha de significar el proceso de acumulación de fuerzas, de consciencia crítica que logre confrontar al bloque dominante con una propuesta firme de proyecto de país. En definitiva, un proceso constituyente nos puede hacer soñar de nuevo con la toma del Palacio de Invierno.
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