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Hace 25 años 1,2 millones de kurdos iraquíes huyeron de la guerra en un éxodo que fue preámbulo del actual

Así empezó casi todo

Fuentes: La Vanguardia

Recuerdo que los hombres te preguntaban cuándo iban a llegar los norteamericanos mientras las mujeres te pedían medicinas, mantas y comida de cualquier tipo. Estaban atrapados a dos mil metros de altitud, en la cordillera de Hakari, frontera entre Iraq y Turquía, en un lugar que se llamaba Isikveren. Era abril de 1991 y formaban […]

Recuerdo que los hombres te preguntaban cuándo iban a llegar los norteamericanos mientras las mujeres te pedían medicinas, mantas y comida de cualquier tipo. Estaban atrapados a dos mil metros de altitud, en la cordillera de Hakari, frontera entre Iraq y Turquía, en un lugar que se llamaba Isikveren. Era abril de 1991 y formaban parte de un éxodo masivo, el más importante desde la Segunda Guerra Mundial. El norte de Iraq se había quedado vacío y 1,2 millones de personas lo habían dejado todo atrás. Medio millón había huido hacia Turquía y el resto hacia Irán.

Sadam Husein los perseguía. El dictador que, después de invadir Kuwait, acababa de perder la guerra contra Estados Unidos, les pisaba los talones. «Si volvemos tendremos una muerte rápida -me dijo uno de los refugiados- pero si nos quedamos aquí tendremos una muerte lenta».

Alentados por Estados Unidos, los kurdos, igual que los chiíes, se habían levantado contra los restos del ejército iraquí. En cuatro días se hicieron con el control de cuatro ciudades -Erbil, Dahuk, Kirkuk y Suleimaniya- y en cuatro días más volvieron a perderlas. Sus fusiles y granadas nada pudieron hacer contra los helicópteros, los carros de combate y la artillería que Sadam había preservado. Los refuerzos estadounidenses no llegaron. El presidente George Bush no quería inmiscuirse en los «asuntos internos» iraquíes. Había utilizado todo tipo de argumentos morales para declarar la guerra a Iraq y «construir un nuevo orden mundial» que mantuviera la estabilidad en el golfo Pérsico y el flujo regular de petróleo, pero ahora, una vez declarada oficialmente la paz, prefería que Sadam siguiera en Bagdad mientras pudiera defenderse de su propia población de kurdos y chiíes. Un cambio de régimen tenía pocas opciones de éxito y la opinión pública estadounidense no iba a apoyar un conflicto largo.

El clima no era bueno en aquella montaña. Aún hacía mucho frío por la noche. Apenas había agua. Era necesario andar cuatro horas para traer la nieve de las cumbres. Los árboles desaparecían tan rápido como las cabras que algunas familias habían subido hasta allí. El suelo, el barro compactado, no filtraba las vísceras ni las diarreas. La poca ayuda llegaba en paracaídas y se perdía casi toda bajo el peso de la avalancha humana. Los soldados turcos pegaban a la multitud con varas y disparaban al aire cuando los golpes no lograban dispersarla.

La ONU calculó que un millar de personas moría cada día en los asentamientos de Irán y Turquía. Las tumbas se cavaban junto a las tiendas de campaña. La mayoría eran pequeñas, de niños víctimas de la disentería, el frío y el hambre. Los primeros días subí allí arriba con aspirinas, botas, bufandas, lo que podía encontrarse en el mercado de Cizre, la población a 100 kilómetros de distancia convertida en base de la prensa internacional. Entonces no había internet. Un hotel con teléfono para dictar la crónica era esencial y el Turistik de Cizre estaba a reventar. Las grandes crisis siempre dan pie a grandes negocios. Llevar ayuda a Isikveren también lo era. Lo que regalabas se revendía. Lo que caía del cielo, también. Los soldados turcos se quedaban con todo lo que podían y un día vi cómo mataban a un joven kurdo que había ido a por una tienda de campaña. La bala le abrió la garganta.

Me acostumbré a las tumbas, a las historias de abusos y agonías, al te con galletas en la tienda de una familia que hablaba inglés.

Una mañana vimos a James Baker, el secretario norteamericano de Estado, sobrevolar el campo en helicóptero. La BBC anunciaba por la onda corta que los americanos iban a repartir la ayuda y que los turcos se retirarían al valle, allí donde no habían permitido llegar a los kurdos. «No son nuestro problema, es el suyo, llévenselos a su país», le había dicho un capitán turco al voluntario de Médicos sin Fronteras que intentaba levantar un dispensario.

EE.UU. impuso una no fly zone (zona de exclusión aérea ) en el norte de Iraq. Sadam no podría utilizar aeronaves contra la población civil. La CIA se instaló en Erbil. La gente, a lo largo del verano, se arriesgó a regresar aunque la paz estaba por hacer. Ahora, 25 años después de aquel éxodo y diez después de la muerte de Sadam en la horca, la paz sigue siendo un pez escurridizo. Iraq apenas existe y Siria tampoco. Desde entonces han muerto 750.000 personas más en estos dos países, y en Turquía no hay 1,2 millones de refugiados sino 2,7 de un total de seis repartidos por la región.

Las guerras seguimos sin saber cómo terminan.

Fuente original: http://www.lavanguardia.com/internacional/20160627/402782635348/asi-empezo-casi-todo.html