Primeros epígrafes del texto Autodeterminación y Estado federal, publicado en el libro Sobre federalismo, autodeterminación y republicanismo (El Viejo Topo, 2015)
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A la vista del papel jugado por Izquierda Unida en la Declaración de Estella que ha precedido a la actual tregua en el País Vasco muchas personas se preguntan si se puede estar a la vez a favor del derecho a la autodeterminación y a favor de un estado federal en lo que llamamos España.
Nuestra respuesta a esa pregunta es afirmativa: sí, se puede. No es la única respuesta posible, pero es una respuesta plausible y se puede argumentar con coherencia desde la izquierda. Eso es lo que voy a intentar hacer aquí.
El reconocimiento del derecho a la autodeterminación de pueblos, naciones, etnias y culturas no tiene por qué identificarse con nacionalismo, y menos con nacionalismo políticamente organizado. De hecho, la mayoría de las corrientes de la izquierda no-nacionalista ha defendido tradicionalmente el derecho a la autodeterminación.
No me parece buen argumento sacar a colación en este contexto, como a veces se hace, los efectos de la globalización económica, la crisis del estado-nación, las dependencias de las burguesías periféricas respecto de las empresas transnacionales, las constricciones del Tratado de Maastrich/Amsterdam etc., etc,. para acabar concluyendo que, en tales condiciones, el derecho a la autodeterminación de los pueblos es anacrónico. Es verdad que esas circunstancias obligan, o pueden obligar, a concretar en la práctica la forma de ejercicio del principio, pero no lo niegan sin más.
Para evitar equívocos hay que decir que el derecho a la autodeterminación no es contemplado en la actual Constitución española y que la definición del mismo que dio la Carta de las Naciones Unidas de 1945, en una línea predominantemente anticolonialista y antirracista, sólo sería aplicable al actual estado español mediante una lectura jurídico-política muy restrictiva. Por eso, para lo que aquí nos interesa, conviene entender el derecho a la autodeterminación como solución democrática posible para los colectivos o realidades nacionales diferenciadas dentro de los Estados actuales y, en tal sentido, adoptar la definición del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966.
Se entiende entonces la autodeterminación como derecho de los pueblos a establecer libremente su condición política y a proveer a su desarrollo económico, social y cultural. Esta caracterización obvia la difícil cuestión de definir «nación», pero admite que el derecho a la autodeterminación no concierne sólo a los individuos sino también a las colectividades que tienen unas mismas raíces cultural-nacionales.
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Es importante añadir, porque últimamente hay muchos equívocos sobre esto, que la defensa del derecho a la autodeterminación se ha hecho siempre desde la izquierda por razones democráticas: por respeto a las diferencias en el ámbito internacional, en un contexto colonial, y por respeto a las minorías culturales en el ámbito de los estados plurinacionales o multiétnicos en los que una sola nación aparecía o se presentaba como la nación titular del Estado.
También se debe precisar que, desde la izquierda, el derecho a la autodeterminación se ha defendido siempre como un derecho colectivo (de los pueblos, comunidades o formaciones culturales), no única ni principalmente como un derecho individual, de las personas individualmente consideradas. Es un error decir que, en esto de la autodeterminación, no hay derechos colectivos. Y es una falacia implicar, en el actual debate sobre la autodeterminación en España, que sólo hay derechos individuales, porque eso es tanto como estar diciendo que la mayoría absoluta del conjunto de los ciudadanos del Estado tiene derecho (precisamente por ser la mayoría) a negar de hecho la autodeterminación a los ciudadanos de nacionalidades, culturas o colectivos minoritarios. Si así fuera no habría nada más que discutir.
Para hablar con justicia y ecuanimidad sobre este asunto todavía hay que añadir otras dos cosas.
Una: en ocasiones la izquierda socialista y comunista ha afirmado teórica y programáticamente el derecho de los pueblos a la autodeterminación y luego lo ha negado u olvidado en la práctica. Nuestra Constitución actual es resultado, entre otras cosas, de esa negación y de ese olvido. Pero sería una injusticia hacer cargar ahora a toda la izquierda con esa culpa de 1978. Una parte de la izquierda de entonces que está en la izquierda de hoy no votó la Constitución (entre otras razones por esa razón), una parte de los nacionalistas de ayer que están en el nacionalismo de hoy sí votaron la Constitución (por posibilismo, por pragmatismo o por otras razones que no son aquí del caso)*. Y todos, o casi todos, hicieron lo que hicieron en 1978 constreñidos en gran parte por las imposiciones del ejército español.
Dos: una parte de la izquierda de ayer (incluida una parte de la izquierda que defendió el derecho a la autodeterminación) no fue federalista sino unitarista o estatalista. En España y fuera de España. Casi todas las corrientes de la izquierda han corregido ese punto de vista en las dos últimas décadas. No hay razón para considerar este dato, que en un estado plurinacional y multilingüístico es favorable en general, como un motivo de enfrentamientos electoralistas hoy, pues en la práctica, si uno no quiere usar las palabras como espantajos, hay menos distancia entre federalismo y confederalismo (en sus diversas formas posibles) que entre separatismo y defensa del estado unitario.
Lo que de verdad importa para una izquierda que afirma a la vez el derecho a la autodeterminación y la posibilidad de configurar un Estado federal es aclarar qué quiere decir con esas palabras en concreto, aquí y ahora. Pero antes de entrar en las concreciones una fuerza democrática de izquierdas debe dejar claro este principio: que por encima de su propia opción -la federal en el caso de Izquierda Unida- está el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, cuyo ejercicio incluye la posibilidad de que quienes se autodeterminan estén por la independencia o la confederación. Creo que se puede decir que la aceptación de este principio es el punto que distingue hoy a IU de otras fuerzas sociopolíticas que se declaran federalistas. Y el punto a partir del cuál se puede mantener con coherencia la opción en favor de una salida política negociada al conflicto vasco, que, obviamente, no es sólo conflicto entre vascos.
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Parece evidente que la respuesta a la pregunta sobre quiénes se autodeterminan o son sujetos del derecho a la autodeterminación condiciona ya, al menos en parte, la propuesta acerca de quienes se federarán en un futuro Estado.
Si la respuesta a esa pregunta es simplemente «se autodeterminan los individuos o las personas del conjunto del Estado actual», no hay tema. Una respuesta así niega el problema. Se puede decir, desde luego, que sería muy buena cosa que los individuos o las personas se autodeterminaran respecto de este Estado (o de cualquier otro Estado), pero entonces entramos en otro asunto. Ese otro asunto es importante, pero no es el asunto del que se trata cuando se está hablando de una nueva configuración del Estado.
Si la respuesta a esa pregunta es «se autodeterminan todas y cada una de las actuales comunidades autónomas», entonces, evidentemente, hay tema, pero iríamos a parar adonde ya fuimos a parar en 1978 con alguna que otra complicación jurídico-política adicional. Subsumir el derecho a la autodeterminación en el «todos tienen el mismo derecho» y afirmar luego que todos deben federarse equivale a negar de hecho el ejercicio del derecho a la autodeterminación a quienes lo pedían previamente.
Parece, pues, que lo sensato es restringir el derecho a la autodeterminación a aquellas comunidades cuyos ciudadanos han manifestado ya en otras circunstancias históricas su deseo de autodeterminarse: Euskadi, Cataluña y Galicia. Y luego discutir, en concreto, qué quiere decir hoy en día, y en nuestro marco geográfico, autogobierno pleno.
Es cierto que esta restricción implica una discriminación. Pero hay una manera razonable de argumentar a favor de esta discriminación sin herir a los demás. Esa manera no es discriminar por el nombre, entre «comunidades históricas» y las otras (puesto que las otras son tan históricas como éstas), sino a partir de las preferencias manifestadas por los ciudadanos de las distintas comunidades: como hay dudas fundadas sobre si la mayoría de los ciudadanos de estas tres comunidades querrían o no federarse en un Estado llamado España está justificado conceder el derecho y preguntar sobre ello. En cambio, no parece haber dudas sobre las preferencias de la mayoría de los ciudadanos del resto de las comunidades actuales. Y, en todo caso, si por la razón que fuera esas dudas surgieran ahora podrían tratarse aparte y atenderlas convenientemente.
Este planteamiento da por supuesto que en el actual Estado plurinacional y plurilingüístico de las autonomías hay, tendencialmente, cuatro comunidades (no es necesario emplear la palabra «nación» en este contexto): Euskadi, Cataluña, Galicia y España. Afirmar, como a veces se hace, que las tres primeras comunidades son «naciones» y la cuarta no lo es sólo sirve para desviar la cuestión hacia esencialismos históricos y para provocar reacciones en cadena de nacionalismos inexistentes o casi (castellano, aragonés, andaluz, extremeño, etc., etc.) que siempre acaban dando, antes o después, en españolismo encubierto, o, mejor dicho, en anticatalanismo y antivasquismo que se hace españolista por exclusión. Las declaraciones recientes de Jordi Pujol en el primer sentido y de Rodríguez Ibarra y Pedro Pacheco* en el segundo se retroalimentan y confirman que ese es un mal planteamiento.
En vez de partir de consideraciones historicistas se puede partir, también en esto, de presunciones basadas en preferencias actuales. Puede ser que la mayoría de los catalanes, vascos y gallegos se considere hoy en día (por motivos distintos) españoles, pero no hay por qué dar eso por supuesto. Son muchos los catalanes, vascos y gallegos que no se consideran españoles, al menos en primera instancia. En cambio, parece razonable pensar que si España fuera la «pequeña España» la mayoría de los ciudadanos de la mayoría de las comunidades del actual estado de las autonomías no verían problema y tal vez la mayoría de los ciudadanos de las otras tres comunidades (Cataluña, Euskadi y Galicia) podrían sentirse a gusto en la Federación resultante. No se puede afirmar que eso taxativamente, pero es una presunción razonable a tenor de lo que dicen las encuestas y se oye en la calle.
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Si se admite la presunción anterior, basada en una interpretación de las preferencias manifestadas por las poblaciones, entonces se puede concretar algo más sobre la consideración del futuro estado desde el punto de vista político y jurídico, y particularmente sobre la diferencia entre las comunidades llamadas impropiamente «históricas» y las otras. A la hora de concretar el tema lingüístico, aunque no exclusivo, es importante. De modo que lo más sensato, atendiendo a la historia y al presente de eso que llamamos «España», seguramente sería una federación de cuatro estados (Euskadi, Cataluña, Galicia y España).
Es posible, sin embargo, que, también en este caso, lo mejor acabara resultando enemigo de lo bueno: es discutible si el resto de los ciudadanos de las comunidades autónomas implicadas (y en particular Canarias, Baleares, el País Valenciano y Andalucía) se sentirían a gusto en lo que pasaría a ser «la pequeña España» en una federación de cuatro estados o comunidades. Caben, desde luego, otras opciones. Por ejemplo, un estado confederal con federaciones previas, libremente aceptadas, entre comunidades próximas por razones lingüístico-culturales o de otro tipo, un estado federal «asimétrico», etc.
No se puede ocultar que cualquiera de esas opciones es problemática. La federalización de todas las actuales comunidades autónomas en pie de igualdad es problemática por la reticencia a ello existente en una parte importante de las poblaciones de Cataluña, Euskadi y (tal vez) Galicia. La confederación de cuatro estados es problemática por la reticencia existente a quedar integradas en el cuarto entre la población de Andalucía, Canarias, etc. así como por la división de la población en País Valenciano, Baleares y Navarra. El federalismo asimétrico es problemático por el temor, manifestado en las comunidades más pobres, en el sentido de que tal solución agrandara las diferencias socioeconómicas ya existentes.
La problematicidad de cualquiera de estas opciones tiene que ser asumida de entrada. Si no hubiera problema no estaríamos hablando del asunto. Pero esta problematicidad no tendría por qué ser dramática en un marco en el que se establecieran previamente tres requisitos:
1ª un pacto explícito para la reforma constitucional;
2ª el compromiso de articular consultas populares directas con preguntas claras y sencillas al respecto.
3ª el compromiso de respetar todos los resultados de estas consultas.
Al concretar ahora sobre este punto parece más importante establecer los requisitos mencionados que entrar en el detalle sobre la articulación jurídico-política del federalismo (puesto que caben diferentes formas posibles de federalización).
Un estado federal, libremente aceptado, que no fuera la simple prolongación del actual estado de las autonomías (por el procedimiento de llamar estados a las actuales comunidades o el «café para todos», que se dice) debería corregir a la vez dos tipos de injusticias históricas: la lingüístico-cultural y la económico-social.
Puesto que partimos de esa doble desigualdad realmente existente, el federalismo que se propugna tendría que basarse también en una doble discriminación positiva: a favor de las comunidades con lengua propia distinta del castellano y a favor de las comunidades comparativamente en peor situación económico-social. Un federalismo asimétrico que sólo contemplara la primera discriminación positiva sería socialmente injusto; un federalismo asimétrico que sólo contemplara la segunda discriminación positiva sería político-culturalmente injusto. Pero un federalismo sin más, que no contemplara ninguna de las dos discriminaciones positivas, dejaría abierto el problema que la propuesta de un nuevo modelo de estado aspira a resolver. Un federalismo realmente solidario sería aquel que tratara de corregir a la vez los dos tipos de desigualdades históricas.
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Desde el punto de vista estrictamente político se está discutiendo mucho en los últimos tiempos (y no sólo en España) sobre el tipo de federalismo más adecuado. En líneas generales puede decirse que la izquierda europea, en la lucha por la igualdad social, ha ido pasando del jacobinismo al federalismo por atención a la importancia que tiene el respeto a las diferencias histórico-culturales, en el marco de estados-nación pluriculturales.
Hoy parece estar imponiéndose en diferentes ámbitos la propuesta de un «federalismo cooperativo y solidario». Por federalismo cooperativo se entiende, sobre todo en Italia, la potenciación de las autonomías territoriales con posibilidad de acuerdos interregionales en el marco estatal y europeo dentro de los ámbitos no reservados al Estado (ámbitos aún por definir con precisión, dada la crisis del estado-nación tradicional), autonomización financiera de los entes regionales locales, transformación del Senado en una Cámara de las regiones (o nacionalidades) y compromiso de solidaridad interregional. Esta propuesta incluye lo que se llama «federalismo fiscal». El federalismo fiscal se suele presentar ahora como una implicación del «Estado ligero», en la medida en que éste transferiría funciones a los niveles inferiores de gobierno. Es en ese sentido en el que se dice a veces que el Estado español de las autonomías es ya federalizante o cuasifederal.
En el caso de estados plurinacionales y plurilingüísticos, como es el nuestro, el federalismo cooperativo tendría que añadir a eso el reconocimiento extraterritorial de las lenguas de las nacionalidades que no son la propia de la nacionalidad titular del Estado, esto es, una reforma constitucional que reconozca el derecho de cualquier ciudadano a expresarse en su propia lengua en sus relaciones con las administraciones del Estado en determinados servicios así como el derecho de los representantes públicos a expresarse en su propia lengua en el seno de la institución respectiva.
Todo lo cual constituye un minimum que, vistos los programas de los partidos políticos del arco parlamentario, podría ser generalmente aceptado (con la salvedad, en unos casos, de reservarse el derecho a la confederación y con la salvedad, en otros, de que el reconocimiento del derecho a la autodeterminación garantice constitucionalmente el potencial ejercicio de la independencia). Si la tregua en el País Vasco se consolida y se dejan a un lado las truculencias electoralistas en curso, no se ve motivo de fondo que impida discutir y negociar racionalmente sobre el abanico de posibilidades que van desde el federalismo así entendido a la confederación. Lo importante en ese debate es que quede claro hasta dónde se quiere llegar y qué es lo que se está dispuesto a pactar.
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Una complicación adicional del problema se deriva de la composición actual de las poblaciones de Cataluña y el País Vasco, una parte sustancial de las cuales procede de la inmigración de trabajadores castellanohablantes y de lo que ha sido hasta hace poco tiempo la administración y la organización de la justicia, la enseñanza, la sanidad, etc. en un estado unitario o en un estado de las autonomías en el que el Tribunal Constitucional tenía que resolver sobre la marcha conflicto por conflicto en torno a competencias.
También ese punto conviene empezar disipando equívocos y lugares comunes muy extendidos.
En la situación actual es temerario considerar como un todo homogéneo este segmento de trabajadores y funcionarios cuya lengua propia o principal ha sido el castellano en Cataluña y en Euskadi. Es también temerario liquidar el asunto por el procedimiento de declarar que tales flujos migratorios terminaron en los años setenta y que la integración en el lugar de recepción se ha concluido. Los datos sociológicos y sociolingüísticos disponibles a este respecto indican, más bien, que existe un amplio abanico de actitudes que no se corresponden necesariamente ni con la conciencia de una nueva nacionalidad ni con la conciencia de una nacionalidad dual. La única presunción que parece plausible en este punto es que la gran mayoría de los trabajadores inmigrantes y la gran mayoría de funcionarios de lengua castellana no se sienten en Cataluña o en el País Vasco como si estuvieran en otro estado (en Francia, Alemania o Suiza, por ejemplo). Y si esto es así no es exagerado suponer que tal status (y la percepción del mismo) tendería a cambiar en una federación de estados. Es lógico, por tanto, que una propuesta federal aborde también con concreción este cambio preguntándose cómo se reconocen los derechos de las minorías castellano-hablantes en las comunidades que, federándose, postulan la existencia de una «lengua propia».
En el ámbito de las instituciones políticas el problema es menor: bastaría con garantizar el uso normalizado, oral y escrito, del euskera, catalán y gallego en el parlamento federal y el uso normalizado del castellano en los parlamentos vasco, catalán y gallego. La primera cosa obliga a una corrección que tal vez ni siquiera necesite ser constitucional, sino meramente reglamentaria. La segunda cosa sólo obliga a la corrección de actitudes, puesto que (con la excepción de algunos incidentes menores en el Parlament de Cataluña) ya es normal el uso del castellano en los debates que tienen lugar en estos parlamentos. Y, por lo demás, es de suponer que la corrección de actitudes contrarias al uso del castellano en estos parlamentos, en nombre de la lengua propia, se derivaría fácilmente de la otra garantía: la de poder usar con normalidad las otras lenguas en el parlamento federal.
Más concreción exige, en cambio, la resolución de esos problemas en el ámbito administrativo, de la enseñanza y de la administración de justicia, por ejemplo. También en este caso parece que es prematuro entrar aquí en el detalle, pero se pueden adelantar algunas sugerencias. Para facilitar la discusión se podría proporcionar a los afiliados de IU federal los materiales del debate que ha tenido lugar sobre uno de estos asuntos (el de la administración de justicia) en el ámbito de Jueces por la Democracia y/o algunos otros materiales recientes sobre el concepto de «lengua propia» en comunidades (como Cataluña y Euskadi) en las cuales la primera lengua de una parte importante de la población sigue siendo el castellano.
Hay una tendencia en curso, razonable y procedente de ámbitos distintos, a revisar el concepto de «lengua propia» en situaciones así. Lo razonable de esta revisión en curso es que no niega el carácter prioritario (por motivos históricos) de la lengua de la comunidad (catalán o euskera), sino que, de una parte, abandona el esencialismo lingüístico aceptando que la otra lengua «también es propia» y, de otra parte, acepta que, en el contexto actual, siguen siendo necesarias, y justas, medidas protectoras (la llamada discriminación positiva) en favor de la lengua (histórica) de la comunidad correspondiente. Es interesante el que esa revisión del concepto de «lengua propia» se esté produciendo no en un mismo ámbito ideológico-político sino en ámbitos diferentes y con conclusiones político-ideológicas distintas. Pues eso prueba, indirectamente, que se puede tratar el asunto de las lenguas con cierta independencia de las convicciones político-ideológicas.
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