Durante los últimos meses he escuchado a varios colegas defender en América Latina, en público (no tanto en privado), el sistema autonómico español, y referirse a él como si fuera, como dirían por ahí, la divina pomada, que cura igual una sarna que una gripe. Haciendo gala de una especie, que creía en vías de […]
Durante los últimos meses he escuchado a varios colegas defender en América Latina, en público (no tanto en privado), el sistema autonómico español, y referirse a él como si fuera, como dirían por ahí, la divina pomada, que cura igual una sarna que una gripe. Haciendo gala de una especie, que creía en vías de extinción, de chauvinismo indescifrable -indescifrable porque no se sabe si se creen o no el propio discurso-, consideran que el sistema español de autonomías puede ser mercancía de exportación en cualquier tiempo y lugar, y lo consideran como la gran aportación del constitucionalismo español lo que, de ser cierto, debería sonrojarnos a muchos de nosotros que, para bien o para mal, nos dedicamos a los retos del Derecho Constitucional.
La Constitución española de 1978 estableció el «Estado autonómico», que no era otra cosa que una actualización del sistema que se conformó en la Constitución de 1931, durante la II República, y que buscaba poner solución al problema de lo que se conocía ya entonces como nacionalidades históricas. El profesor Jiménez de Asúa, inspirándose en la Constitución de Weimar y en una parte de la doctrina alemana, acuñó la que aún hoy en día es la denominación ortodoxa del modelo, el Estado regional, nombre políticamente incorrecto desde hace ya bastantes años porque hace referencia a la región, concepto denostado donde lo hubiere por los defensores de una mayor descentralización política.
La Constitución de 1978 retomó la solución fallida de 1931 como una vía intermedia entre los que defendían el mantenimiento de un Estado duramente centralizado, que había sido hegemónico en la historia constitucional española y reforzado durante la dictadura, y los que propugnaban un Estado federal, con un sistema institucional que comprendiera la capacidad legislativa sobre un claro elenco de competencias, una Constitución federal que diese juego a los diferentes territorios, y una verdadera cámara territorial en el Senado. Al final, el Constituyente español, negociando en petit comité el destino de su pueblo, decidió quedarse en la mitad. No en vano al Estado autonómico se lo suele definir como intermedio entre el Estado federal y el unitario.
Todavía hoy estamos pagando las consecuencias de aquella decisión. Casi tres décadas después de aprobada la Constitución de 1978, la realidad de las autonomías es compleja, demasiado compleja en un país que debería aspirar a resolver cuanto antes la cuestión interna para posicionarse en un futuro de integración europea que parece, a pesar de los tropiezos, más cercano al ciudadano que los dimes y diretes autonómicos. Durante los pasados años, la renegociación de los estatutos de autonomía -norma superior del ordenamiento jurídico autonómico- entre el Estado y algunas comunidades autónomas han cansado a los ciudadanos, hartos de presenciar un constante tira y afloja que parece haber perdido su norte. Después de meses y meses de conflicto político, más de la mitad de los catalanes se abstuvieron en el referéndum que debía legitimar el Estatut, en junio de 2006. En el caso de Andalucía, en febrero de 2007, la situación fue también grave: más del 36% de los andaluces se quedaron en su casa antes que ir a votar por una norma que, seguramente, entendían poco o no consideraban importante. Sería curioso saber qué hubiera ocurrido en otras comunidades autónomas, donde no hay referéndum por el diverso acceso de la comunidad a la autonomía.
A pesar de todo, no se puede hacer sangre por una decisión que tomó el constituyente en 1978 cuando, siendo sinceros, no contaba con muchas más opciones. Cuadro décadas de dictadura y una transición que no las tenía todas consigo condicionaban políticamente la decisión. Por un lado, los deseos de autogobierno de las denominadas nacionalidades históricas que, de no encontrar solución, podían aprovechar la debilidad del gobierno y los cambios políticos para pedir firmemente la independencia; por otro lado, los nostálgicos del régimen franquista que, en su mayor parte, seguían apostados en el poder y controlaban los puestos más altos de la institucionalidad. La constituyente española no fue la más democrática; la negociación fue oscura y entre los representantes de las diferentes posturas en controversias, los denominados padres de la Constitución. Una Constitución que tenga padres que no sea el mismo pueblo ya habla suficientemente de ella. Pero la transición dejaba pocas opciones abiertas, y el acuerdo de élites era la más segura.
Nadie quedó contento con la Constitución de 1978, pero todos cabían, de alguna forma, en ella. Y las autonomías basadas en la negociación con el Estado, la renuncia a una verdadera cámara de representación territorial, la asimetría competencial y una complejidad determinante a la hora de acceder a ella, acabó por imponerse. Ninguno de los actores estaba plenamente satisfecho; las autonomías eran consideradas, en los términos literario-reaccionarios de Vizcaíno Casas, como autonosuyas por unos y por otros, es decir, algo ajeno a la ciudadanía. Pero respondían a unas características políticas y sociales, a un periodo de transición hacia la democracia y a unas expectativas difíciles de repetir en otro momento y lugar. Cosa diferente es que quizás treinta años de democracia deban servir para replantearse el sistema en España, y avanzar en la profundización de la democracia y hacia un verdadero Estado federal, lo que requiere un cambio constitucional más allá de si la sucesión de la Corona debe recaer en el príncipe o en la princesa. Pero eso, como diría Goldman, es otra historia.
Por esas razones, es difícil pensar en que el sistema autonómico español puede ciegamente preparase para la exportación. Y me atrevería a pensar que irresponsable, en particular en un proceso constituyente como el boliviano, tan diferente, en todos los aspectos, del español. Las condiciones políticas y sociales son distintas, así como las realidades sobre las que debe regir el nuevo ordenamiento constitucional. Bolivia cuenta con sus propios problemas que resolver, para lo que no existe remedio milagroso que pueda copiarse. El proceso boliviano forma parte de una corriente constituyente latinoamericana que se basa en el avance para la igualdad social, la justicia, el reconocimiento de los pueblos ancestrales y su papel en un nuevo Estado, la democracia participativa y la búsqueda del bienestar de sus ciudadanos. Cualquier intento de trasladar modelos que responden a otros dilemas puede constituir un rotundo fracaso. Cosa diferente es que se pueda aprender de los modelos comparados, pero no sólo de sus aciertos, sino también de sus debilidades. Y de esas el sistema español también tiene mucho que enseñar.