En la televisión nacional, la locutora anunció con impecable dicción el fin de la llamada política de «Pies secos/ Pies mojados». Otro paso importante, dijo con gran énfasis, para lograr la normalización de las relaciones migratorias entre Cuba y Estados Unidos. Y en los días siguientes, como era de sospechar, un sinnúmero de analistas se […]
En la televisión nacional, la locutora anunció con impecable dicción el fin de la llamada política de «Pies secos/ Pies mojados». Otro paso importante, dijo con gran énfasis, para lograr la normalización de las relaciones migratorias entre Cuba y Estados Unidos. Y en los días siguientes, como era de sospechar, un sinnúmero de analistas se encargaron de tejer argumentos de todo tipo. Brillantes algunos, lo mismo a favor que en contra.
Mientras los escuchaba, intenté imaginarme, a lo Husserl, «el mundo de la vida» que permanecía sumergido detrás de toda la retórica a la que nos obligaba la «alta política». En ese mundo de la vida, recordé, aún permanecían varados en varios lugares un montón de cubanos, sorprendidos por la Historia (con mayúsculas), que de pronto los dejaba sin el asidero de la esperanza y el sueño perseguido. Ellos, los verdaderos protagonistas del drama, desaparecían, una vez más, en medio de una monstruosa abstracción. Mi mente se conectó con algo que leí hace tiempo en una vieja revista Bohemia. Aquel texto también habló de compatriotas que decidían abandonar Cuba con el fin de mejorar sus vidas. El tono del articulista sonaba entre apocalíptico y obscenamente melodramático al anotar: «A prima mañana se comienza la fatigosa espera. Todo un centenar de cubanos desesperados por su miseria optan por la solución heroica de la emigración. Cuba, impotente para asimilar los aumentos de su población, presencia el espectáculo triste de ver a sus hijos marcharse, quizás para no volver jamás». Lo de los cubanos afectados por la derogación de los «pies secos/ pies mojados» acaba de ocurrir en enero del 2017. Lo que describe la Bohemia a la que aludo, en enero de 1956, mucho antes de que Fidel Castro encabezara la Revolución socialista que aún se mantiene vigente. «Cuba, país de emigrantes», aún se lee en el borde inferior de una de las muchas fotos que mostraba a la gente de entonces esperando ansiosos (como ahora) la visa para viajar a Estados Unidos.
Entre aquellas imágenes impresas en el papel con tonalidad sepia de la añeja Bohemia, y las coloridas que actualmente pueden encontrarse en Facebook u otras redes sociales, hay un mundo de diferencias en lo técnico. Pero como denominador común están los sueños de esa gente anónima, cuyas historias puntuales se ignorarán en los noticieros, en las intervenciones televisadas de los gobernantes y especialistas.
Entonces vino a mi mente Claudio Magris, advirtiéndonos que no es en el ámbito de las noticias, o en los relatos que acogerá la historiografía oficial, donde podremos saber de la suerte de esta inmensa masa de hombres y mujeres que se mueven en lo cotidiano. «Es la literatura», anota el italiano, «quien puede salvar estas pequeñas historias, iluminar la relación entre la verdad y la vida, entre el misterio y la cotidianeidad, entre el simple individuo y la Babel de su época».
Y el cine, añadiría yo, que también nos ha contado historias en las que aprendemos a mirarnos como parte de algo más complejo que el guión que se prepara para el noticiero. Y que nos recuerda que como cubanos no somos el ombligo del mundo, sino apenas un segmento de esa gran comunidad de humanos (sean mexicanos, colombianos, chilenos, o haitianos) que aspiran a mejorar sus vidas.
Esto del cine desde muy temprano lo venía diciendo. Existe una película producida por United Artists titulada «Popi» (1969), que dirigió Arthur Hiller, e interpretaron Alan Arkin y Rita Moreno, y que es la reacción fílmica a la Ley de Ajuste firmada por Lyndon Johnson en 1966. Allí se cuenta la historia de un viudo puertorriqueño que elabora un plan para garantizarles una mejor vida a sus pequeños hijos, y decide situarlos en un bote en las afueras de la costa de Miami.
La idea es que los niños se hagan pasar por cubanos, y sean acogidos como héroes, como refugiados, lo que les garantizaría una protección estatal que el padre, aun cuando es ciudadano norteamericano, no le puede posibilitar. ¿Será ese el mismo puertorriqueño que en «El super», filme de León Ichaso y Orlando Jiménez Leal, basada en la emblemática obra de Iván Acosta, le comenta al protagonista que no hay nada que explique la excepcionalidad cubana, cuando se compara a esa comunidad con el resto de los emigrados que a diario luchan en esa misma Nueva York?
Recuerdo ahora un corto titulado precisamente «Pies secos/ Pies mojados» (Wet Foot/ Dry Foot/ 2006), dirigido en Estados Unidos por Carlos Gutiérrez, e interpretado por Francisco Gattorno y Jorge Luis Álvarez (sí, los mismos de «Una novia para David»). Recuerdo la profunda impresión que me causó esa historia, pese a que el drama de los balseros, desde el punto de vista mediático, hace mucho que ha dejado de ser una novedad.
Pero cuando un escritor, un cineasta, un artista, se ocupa de rescatar esas historias mínimas donde la gente todos los días va dejando su piel y su vida, más allá de la Política (con mayúscula), entonces el dolor que como humanos en tránsito hacia una misma meta (ser felices) llevamos dentro, se nos convierte en algo insoportable.