Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Cuando se habla de la «comunidad de política exterior» de EE.UU., pocas personas, o ninguna, la representa mejor que Bruce Riedel. Funcionario de la CIA durante 30 años y consejero por lo menos de cuatro presidentes de EE.UU., es un investigador asociado a la Brookings Institution, fundada por el magnate de la entretención Haim Saban (a quien el New York Times describió como «un incansable porrista a favor de Israel» y que se describió a sí mismo diciendo: «Soy un tipo de un solo tema y mi tema es Israel»). En 2012, Riedel colaboró en un libro de «eruditos» de Brookings sobre Irán que argumentaron que EE.UU. podría lanzar una guerra contra Irán provocando clandestinamente a su gobierno reacciones que luego podrían ser falsamente presentadas por EE.UU. al mundo «como un acto no provocado de agresión iraní», exactamente lo que Ken Pollack de Brookings propuso que se hiciera en 2002 para justificar engañosamente el ataque a Irak. Según Brookings, «en enero de 2009, el presidente Barack Obama pidió a Riedel que presidiera un estudio de política estadounidense respecto a Afganistán y Pakistán, cuyos resultados fueron anunciados por el presidente en un discurso el 27 de marzo de 2009».
Cuando hablan en público, los especialistas de la Comunidad de Política Exterior -cuya función primordial es justificar el militarismo y la agresión estadounidense – disimulan típicamente sus verdaderas creencias y objetivos con una ofuscadora jerga especializada. Pero de vez en cuando, sufren un estallido de candor poco característico que aclara su verdadera visión del mundo. Es el caso en un memorando notablemente claro dirigido al presidente Obama que Riedel acaba de escribir, y que fue publicado por Brookings, sobre la alianza íntima de EE.UU. con el régimen de Arabia Saudí.
Riedel comienza señalando que «Arabia Saudí es la última monarquía absoluta del mundo» y «como Luis XIV, el rey Abdalá goza de autoridad total». Además, «la familia real saudí no ha mostrado ningún interés por compartir el poder o por una legislatura elegida». El régimen saudí no solo impone una represión total a su propio pueblo, sino que también es vital, argumenta, para el sostenimiento de la tiranía en múltiples Estados vecinos: «ha ayudado a que la revolución no haya derrocado a ningún monarca árabe» y «los otros monarcas de Arabia estarían inevitablemente en peligro si la revolución llegara a Arabia Saudí». Específicamente:
«La minoría suní de Bahréin no podría durar sin dinero y tanques saudíes. Catar, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos con ciudades-Estados que no podrían defenderse contra un régimen revolucionario saudí, a pesar de todo su dinero».
Por lo tanto ¿qué debería hacer EE.UU., Líder del Mundo Libre y autoproclamado Proveedor de Libertad y Democracia, ante el extremo sufrimiento y la represión impuestos por la monarquía saudí en múltiples países? Para Riedel, la respuesta es obvia: trabajar aún más duro, hacer incluso más para fortalecer al régimen saudí así como a las tiranías vecinas a fin de aplastar el «Despertar Árabe» y asegurar que la revolución democrática no pueda tener éxito en esas naciones.
Riedel argumenta de manera estridente que EE.UU. se debe mantener resueltamente opuesto a cualesquiera revoluciones democráticas de la región. El motivo es que Arabia Saudí es «el más antiguo aliado de EE.UU. en Medio Oriente, una cooperación que se remonta a 1945». Por lo tanto, «ya que los intereses estadounidenses están tan íntimamente ligados a la Casa de Saud, EE.UU. no tiene la alternativa de distanciarse de ella en un esfuerzo por colocarse al lado correcto de la historia».
En su lugar, insiste, aunque Obama debería «alentar» al rey saudí a acelerar las modestas reformas que ha apoyado en abstracto, el principio predominante que impulse las acciones de EE.UU. debería ser que «el derrocamiento de la monarquía representaría un serio revés para la posición de EE.UU. en la región y suministraría un drástico golpe de fortuna estratégico para Irán». Y EE.UU. no solo debería reforzar la dictadura saudí, sino que además debe «estar dispuesto a apoyar a los reinos y territorios vecinos gobernados por jeques». Como escribió un corresponsal bahreiní sobre este memorando de Riedel: «Brookings dice básicamente a Obama que se asegure que sigamos gobernados por regímenes dictatoriales».
Lo único que no está claro respecto al memorando de Riedel es por qué percibe alguna urgencia de escribirlo. Como señala, la política de EE.UU. desde hace tiempo ha sido, y sigue siendo, exactamente lo que propugna: asegurar que el pueblo de Arabia Saudí siga tiranizado por esa monarquía:
«El defensor crítico del régimen debería ser la Guardia Nacional. El rey Abdalá ha pasado su vida en la construcción de esa fuerza pretoriana de elite. EE.UU. la ha entrenado y equipado con decenas de miles de millones de dólares en helicópteros y vehículos blindados».
La semana pasada, el presidente Obama subrayó cuán crítica es su alianza con la Casa de Saud al hacer algo que pocas veces hace un presidente de EE.UU.: recibió en el Despacho Oval no a otro jefe de Estado sino a un simple ministro (el ministro saudí del Interior, príncipe Mohammed bin Nayef bin Abdulaziz Al-Saud). Posteriormente, la Casa Blanca proclamó que Obama y el príncipe saudí «afirmaron la sólida cooperación entre EE.UU. y Arabia Saudí».
Por cierto, el gobierno de Obama ha prodigado continuamente al reino saudí una cantidad récord de armas y ha hecho lo mismo por la tiranía bahreiní. Ha hecho todo esto mientras mantenía alianzas más estrechas que nunca con los déspotas de los Estados del Golfo que aplastan los movimientos democráticos de sus propios pueblos.
Como siempre, la justificación de este inalterable apoyo estadounidense a la tiranía árabe es dudosa, por decir lo menos. Riedel señala que «mientras EE.UU. puede vivir sin petróleo saudí, China, India, Japón y Europa no pueden», pero es absurdo pensar que quienquiera que gobierne Arabia Saudí se negaría a vender petróleo en el mercado mundial. Riedel también argumenta que «la guerra de la CIA contra al Qaida depende considerablemente del Reino», lo que se acerca más a la verdad, pero solo muestra que esa interminable «guerra» es el motivo de la mayoría de los desmanes de EE.UU. en la región, y es ciertamente irónico que el único gobierno con vínculos válidos con los perpetradores del 11-S se haya convertido en el mejor aliado de EE.UU. en la «guerra contra el terror», mientras gobiernos sin semejantes vínculos -comenzando por Irán- se han convertido en perpetuos enemigos de EE.UU.
Riedel también dice que «los saudíes también han sido protagonistas claves durante décadas en la contención de Irán». Pero cuando se trata de represión y tiranía, Irán -por atroz que llegue a ser su régimen- no se compara con los saudíes. No hay ningún motivo para ver a Irán como un implacable enemigo de EE.UU., y ciertamente no es ninguna justificación para imponer una tiranía absoluta a millones de personas en el mundo árabe solo porque esos regímenes también son hostiles a Irán.
Pero, como destaqué la semana pasada, en este caso no se trata de objetar el apoyo de EE.UU. a los peores dictadores del mundo, sino instar a que esta realidad se reconozca. A pesar de esta verdad evidente -que EE.UU. no tiene objeción alguna a la tiranía sino que le agrada y la apoya cuando los tiranos son fieles a sus intereses- hordas de «expertos» en política exterior pretenden desvergonzadamente que EE.UU. y sus aliados de la OTAN están comprometidos con extender la libertad y la democracia y combaten el despotismo a fin de justificar cada nueva intervención de EE.UU. y la OTAN.
Basta con escuchar la retórica evidentemente engañosa proveniente de dirigentes políticos de EE.UU. y sus sirvientes en la Comunidad de la Política Exterior cuando se trata de protestar contra regímenes antiestadounidenses en Libia, Siria e Irán. El hecho de que EE.UU. y sus aliados de la OTAN -ardientes benefactores de los peores tiranos del mundo- se opongan a esos regímenes diciendo que se preocupan por la democracia y los derechos humanos es una hipocresía tan obvia que simplemente es increíble que haya personas dispuestas a propugnarlo en público y mantengan una cara seria. Incluso Riedel señala la verdadera razón de esas intervenciones: los saudíes, escribe, son «pragmáticos y han apoyado las revoluciones de Libia y Siria que debilitan a antiguos enemigos del Reino, especialmente Irán».
La misma retórica fútil aparece en el debate sobre la intervención en Malí. Los mismos países que arman a los peores abusadores de los derechos humanos en el continente africano se vanaglorian al mismo tiempo de ser cruzados por los derechos humanos al bombardear Malí. Mientras tanto, los que señalan que el bombardeo de musulmanes en otro país más será utilizado por al Qaida para fortalecerse aún más -como dice el New York Times «la repercusión puede acabar siendo peor que la amenaza original- son predeciblemente tachados de simpatizantes del terrorismo por los autoproclamados expertos de la Comunidad de la Política Exterior que existen para justificar el militarismo de EE.UU. y la OTAN (vea aquí y aquí como ejemplos).
Es el mismo debate distorsionado, flagrantemente propagandístico, que ha tenido lugar durante décadas. Así es como George Bush y Tony Blair, amigos de los saudíes, pudieron decir a sus ciudadanos que su antiguo aliado, Sadam Hussein, debía ser atacado y derrocado en parte por ser tan tiránico (citando abusos de los derechos humanos que tuvieron lugar cuando estaba apoyado por EE.UU. y sus aliados de la OTAN). Y es así como los que denunciaron todas las contradicciones e hipocresías en las que se basaban esas afirmaciones a favor de la libertad fueron sistemáticamente calumniados como favorables a Sadam.
Críticamente, esta propaganda sobre el compromiso con los derechos humanos y la democracia de EE.UU. y sus aliados de la OTAN apunta, y solo afecta, a las poblaciones interiores de esos países. La gente de la región en la cual esas políticas favorables a las tiranías son impuestas por miembros de la OTAN es perfectamente consciente de esta realidad, como demuestran claramente los sondeos de opinión. Pero cuando existe un masivo aparato de autoproclamados expertos que se califican de Comunidad de la Política Exterior para propagar estos mitos, y los medios estadounidenses que también ven el mundo a través del prisma del gobierno de EE.UU., es fácil ver por qué esos mitos, por evidentemente absurdos que sean, tienen tanto efecto. El hecho de que pueda existir un memorando como el de Riedel, que explica con tanta claridad la política de apoyo de EE.UU. a las peores tiranías que sirven sus intereses, y aparezca junto a la interminable retórica estadounidense favorable a la guerra sobre la urgencia de luchar por la libertad y la democracia, es un testimonio excepcional de esa producción de mitos.
© 2013 Guardian News and Media
Glenn Greenwald es exabogado constitucionalista estadounidense, columnista, bloguero y escritor. Trabajó como abogado especializado en derechos civiles y constitucionales antes de convertirse en colaborador de Salon.com , donde se centró en el análisis de temas políticos y jurídicos. También ha colaborado en otros periódicos y revistas de información política como The New York Times, Los Angeles Times, The Guardian, The American Conservative, The National Interest e In These Times. En agosto de 2012, dejó Salon para colaborar en The Guardian.
Fuente: http://www.informationclearinghouse.info/article33747.htm
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