CUARENTA años sentado frente a un teclado me han enseñado que no se debe escribir con la cabeza caliente. Por eso me levanto, voy al refrigerador, tomo un vaso de agua y me quedo mirando desde la ventana el revoloteo de unos pájaros sobre el tejado, antes de sentarme y volver a leer las más […]
CUARENTA años sentado frente a un teclado me han enseñado que no se debe escribir con la cabeza caliente. Por eso me levanto, voy al refrigerador, tomo un vaso de agua y me quedo mirando desde la ventana el revoloteo de unos pájaros sobre el tejado, antes de sentarme y volver a leer las más recientes declaraciones del presidente Bush en torno a Cuba, realizadas en el estado de Florida.
Calma, me digo, y trato de «comprender» al político acosado por la realidad cotidiana: el pantano de Iraq, el difícil manejo de las franjas amarillas, naranjas y rojas (esa política del miedo) para mantener a los ciudadanos en un constante estado de acoso terrorista, los problemas de la economía, la dura realidad de las encuestas indicando que se pierden puntos frente al candidato demócrata, muchas contrariedades más y de contra ese documental de Michael Moore que todo el mundo quiere ver y que saca a flote las incapacidades del Presidente, lo ridiculiza -pruebas mediante- hasta el espanto.
Es cierto que Florida le ha sido un estado afín, pero las últimas medidas tomadas contra la perpetua espina, entre las cuales se encuentra convertir a primos, tíos y sobrinos residentes en Cuba en una suerte de moradores del planeta Marte, le ha revuelto el ambiente hasta niveles impensados. Y los números, ¡los malditos números!, indican que allí también las cifras de popularidad descienden.
Mi abuela, que de vivir tendría más de cien años y aun siendo analfabeta conocía muy bien la politiquería de su época (una vez tuvo que sudar sangre para conseguir las cincuenta cédulas electorales que, a cambio de una beca para otro nieto mayorcito le pedía un aspirante a representante a la Cámara) solía decir que en tiempos de elecciones, con tal de ganar, aquella gente era capaz de comerse un aura tiñosa.
En todo lo anterior he pensado, buscando refrescarme la cabeza, antes de volver a leer las más recientes declaraciones del presidente Bush en el estado de Florida. Unas palabras que como otras muchas sustentadas en las calumnias que propugna el odio, pudieran dejarse correr desde las alturas de una dignidad incólume, si ellas no fueran un agravio miserable contra mis tres hijos y los hijos de todos los cubanos, contra la familia y por tanto, contra la sociedad en que vivimos.
¿Y qué dijo el presidente Bush en medio de su campaña electoral? Dijo, por boca propia, y según información de El Nuevo Herald, algo que ya habían hecho aparecer en uno de esos informes que más bien parecen redactados por un mal guionista de Hollywood en busca del presupuesto que le permita filmar una historia espectacular. Dijo el Presidente que en Cuba se explota a los niños al alentar el turismo sexual para atraer divisas, con lo que se contribuye al problema mundial del tráfico de personas.
Y recalcó con aire épico: «Hemos puesto en marcha una estrategia para acelerar el día en que ningún niño o niña cubana sea explotada para financiar una revolución fracasada».
Traducción: los niños cubanos se han prostituido bajo la bota de un Gobierno proxeneta.
Ni una palabra escribiré para exponer algo que todo el mundo conoce acerca de la niñez cubana de nuestro tiempo. Más bien aprovecharé el espacio para recordar que en el año 1956, hace casi medio siglo, vivía yo en la calle Consulado entre Trocadero y Colón, muy cerca del «barrio de Colón», uno de los mayores aposentos de prostitutas de entonces, lugar por donde mi madre me tenía prohibido pasar y máxime si había «arribazón de americanos».
Marineros de la US Navy fondeados en la bahía de La Habana y que, en horda intemperante, invadían no sólo la zona, sino toda la calle Consulado, una larga vía que estaba sembrada de centros nocturnos «para turistas» y que en más de una noche me permitió contemplar, desde mi balcón, espectaculares trifulcas entre los borrachos visitantes del Norte y los chulos del patio.
Lo que marcó el recuerdo del niño de entonces, conmoviéndole su mundo de fantasías, no fueron las mujeres que en paños menores y a veces desnudas ofrecían sus atributos en el «barrio de Colón» -por donde a espaldas de mi madre y dominando temblores pasé varias veces- sino las muchachitas, de edades próximas a la mía, que amparadas en grotescos maquillajes jugaban el papel de mundanas damas en la lucha por el sustento.
A lo largo de 1976 escribí en las páginas de Granma la sección Sucedió hace 20 años, recogida luego en dos tomos por la Editorial Ciencias Sociales.
Salía a diario y con ella se pretendía exponer lo que fue en lo político, económico, social, y principalmente humano, el año 1956, antesala del desembarco del Granma, en diciembre.
Nunca más he trabajado tanto como entonces, indagando en archivos, revisando publicaciones, entrevistando a cuanto testigo pudiera aportar algo de interés.
Y nunca, puedo asegurarlo, encontré una sola línea proveniente de algún funcionario «del Norte» (¡no ya de un presidente!) prometiendo planes para venir al rescate, no sólo de aquellas infelices del «barrio de Colón» y otras más que pululaban a lo largo del país y solían servirle de desfogue a la Armada estadounidense, sino también de una niñez que, en mayoría significativa, estaba condenada a crecer y ver la vida desde la barrera de los humillados.
Cuarenta años sentado frente a un teclado me han enseñado que no se puede escribir con la cabeza caliente. Por eso, tras una nueva y última lectura a las declaraciones del presidente Bush en Florida, en nombre de mis hijos y de todos los hijos, y ofendido como aún me encuentro, prefiero reclinarme en mi asiento, aflorar una sonrisa, y recordar lo que decía mi abuela en cuanto al sabor del aura tiñosa en tiempos de elecciones.