Traducido para Rebelión por LB
Debería ser preceptivo en el sistema escolar: una visita anual a Tel Rumeida. Aquí es donde deberían traer a cada estudiante israelí -a cada ciudadano israelí, en realidad. Éste es el lugar al que habría que traer a todos los que sintieron compasión por los colonos y predicaron su causa, a toda la buena gente que se estremeció por el «trauma» de la evacuación, a todos los que anhelaban consolar a los evacuados, a todos los que pronuncian vacuas apelaciones en pro de la reconciliación nacional. Aquí deberían traerlos a todos, al barrio Tel Rumeida de Hebrón. Aquí es donde deberían impartirse las clases de formación cívica y social.
Alrededor de 500 familias palestinas vivían aquí antaño; hoy apenas quedan 50. Lo que está ocurriendo aquí, lejos de la mirada del público, no es solamente un «traslado» cruel, sino un reino del terror impuesto por los colonos judíos al puñado de residentes palestinos que no se han marchado todavía. Aquí los colonos construyeron un reducto que ha crecido hasta alcanzar dimensiones aterradoras, un edificio de varias plantas erigido con el apoyo del Estado israelí y rodeado ahora por una ciudad virtualmente reducida a la condición de ciudad fantasma salvo por el pequeño grupo de residentes que siguen aferrándose a sus viviendas a pesar del horror que perpetran contra ellos estos violentos señores del país, estos vecinos indeseados.
Aquí es donde debería enseñarse a los escolares israelíes el lado oscuro de su país, el patio trasero de su Estado, violento y conculcador de la ley. Unos barracones militares bajo cuya protección medra el mal absoluto que los colonos judíos inflingen a sus vecinos. No existe ningún otro vecindario como éste. No pasa un día sin su dosis de violencia, ni una hora sin que los judíos arrojen piedras, basura y heces a los atemorizados vecinos palestinos que permanecen refugiados en el interior de sus casas, temerosos hasta de asomarse a la ventana. Vecinos cuyo camino de regreso a casa es siempre un trayecto jalonado de tormento y angustia. Y todo esto ocurre justo delante de las narices de los soldados y la policía israelíes, los representantes de las autoridades legales, que observan lo que pasa y permanecen de brazos cruzados.
Para el razonable israelí medio visitar Tel Rumeida por primera vez significa sentir trastocarse de raíz la idea que tenía del mundo. Aquí nos hallamos en la auténtica cloaca de la empresa colonizadora, cuyos líderes nunca la han censurado y hacia la cual muchos de ellos han pagado creciente tributo durante las últimas semanas.
Todas las parras del jardín han sido cortadas. La entrada a la casa de Hashem al-Gaza está bloqueada por montones de basura y cachivaches arrojados por sus vecinos de arriba. Hace ya varios años que al-Gaza no puede entrar a su casa desde la calle. Para hacerlo debe tomar un sendero rocoso que asciende por una colina fuera del campo de visión de sus vecinos, precipitarse al interior de la casa por la puerta trasera y confiar en que nada malo suceda. Cada salida al patio exterior está marcado por la precipitación y la angustia.
Las conversaciones se desarrollan mediante cuchicheos, no sea que los vecinos las oigan. Al-Gaza es el presidente del comité del barrio -bueno, de lo que queda de él.
Al-Gaza muestra a sus invitados un video que se filmó aquí hace cuatro meses. Se trata de un video que ninguna de las cadenas de televisión de Israel emitirá jamás: son las imágenes de un pogrom. En la filmación vemos a una fila de pequeñas alumnas de la escuela primaria Cordoba regresando a casa, todas ellas vestidas con idéntico uniforme escolar, y a jóvenes colonos -especialmente chicas- que las acechan todos los días para tenderles una emboscada y atacarlas con violencia. Se ve cómo las escolares huyen y cómo las colonas las golpean y les arrojan piedras y basura. Los soldados observan la escena con aire aburrido aunque de vez en cuando se les ve sonriendo.
Ahora el minipogrom llega al domicilio del doctor Taysir Zehadi. Cientos de colonos judíos enfundados en camisolas blancas del Shabat, como corresponde a la alegre ocasión, asaltan su casa desencadenando el caos y el terror. El desesperado doctor trata de pedir auxilio por teléfono mientras que la horda de colonos se arracima en torno a su casa. Finalmente, los colonos derriban el portalón de entrada y se desparraman por el interior de la casa. Soldados de la brigada Nahal y una compañía de la Policía Fronteriza observan la escena impertérritos. Ahora los colonos están dentro de la casa, destrozando todo lo que pillan, mientras que el doctor mira y describe con voz quebrada la barahúnda mientras habla por el auricular del teléfono. «Han destrozado todo», dice quedamente desde el interior de su casa, que un portalón y unas barras de hierro no han bastado a proteger.
Tras descargar su furia en la casa del doctor, los colonos la abandonan sonriendo y se encaminan hacia el próximo objetivo. Nadie les detiene. El único obstáculo a su marcha es la puerta de hierro del vecino Ayoub Awawi: la puerta no cede a sus forcejeos y los colonos permanecen en el exterior. Mientras tanto, la cámara va mostrando los destrozos causados en el interior de la casa del doctor: desde los paneles solares del tejado hasta las plantas del salón todo ha quedado arrasado.
Termina la película y volvemos a la realidad. La hija de Al-Gaza entra corriendo en el salón. Es una niña con coletas que estudia tercer curso. Es su segundo día de clase y parece aterrorizada. Siempre cruza la carretera corriendo. Ayer, sábado -día de la Reina del Sabbath-, los colonos les lanzaron piedras. Una estudiante resultó herida en el brazo. Sin embargo, hoy ha podido hacer el trayecto en paz. Todos los días un reducido grupo de voluntarios internacionales la escoltan a ella y a sus amigas hasta la escuela y de la escuela a casa. Esta mañana el ejército israelí ha emitido una orden declarando el vecindario «zona militar cerrada» en una maniobra dirigida contra los voluntarios internacionales, dos mujeres estadounidenses y un ciudadano británico de una veintena de años que vinieron a vivir aquí como valientes escudos humanos. El ejército israelí alega que su presencia constituye una «provocación».
Ayer los colonos estuvieron arrojando piedras a los vecinos hasta las 9 de la noche. Las vacaciones de verano han transcurrido en calma: los colonos judíos estaban ocupados con su batalla contra de la evacuación de Gaza. Sin embargo, ahora Al-Gaza está muy preocupado: quizá han vuelto frustrados.
Estamos sentados en la habitación en la que acostumbraba a estar el padre de Al-Gaza. Al anciano lo sacaron de aquí hace mucho tiempo. Los mayores y los enfermos ya no pueden vivir aquí, en un edificio al que sólo se puede acceder subiendo escalas y calles empinadas, de donde un enfermo no puede ser evacuado en ambulancia y donde no se pueden obtener equipos ni vituallas salvo realizando una agotadora marcha a pie. La mayoría de las casas del vecindario están abandonadas. Casas de piedra antaño rodeadas de encantadores jardines permanecen vacías, como la mayor parte de las casas de Hebrón situadas en las zonas bajo control israelí. Las casas están vacías. Los ocupantes se llevaron todas sus pertenencias y huyeron espoleados por el miedo. Y ése es exactamente el objetivo que persiguen los colonos, que todo lo hacen por amor a la Tierra de Israel.
Baruch Marzel es el vecino de arriba. Desde la casa móvil de los Marzel, situada justo encima de nuestras cabezas, podemos oír la voz de una mujer hablando por teléfono. «Soy vecino de Baruch», farfulla Al-Gaza con una sonrisa amarga. El salvapantallas de su ordenador muestra una fotografía rutinaria: un niño colono de unos seis o siete años atacando a una anciana palestina que transporta cestas en Gross Square -aledaña al barrio Avraham Avinu-, mientras que desde su puesto los soldados observan sonrientes la escena.
Cuando su esposa fue a dar a luz Al-Gaza tuvo que transportarla cuesta abajo por la empinada colina situada detrás del patio para poder llevarla hasta la ciudad por la parte trasera. El jardín de su casa está regado de basura y cachivaches como viejas lavadoras que los vecinos han puesto ahí. Lo que no harían ellos por la Tierra de Israel.
Una visita de familia: vamos a visitar al hermano de Hashem al-Gaza, que vive en la casa contigua. Hay que hablar bajo y avanzar pegado al muro de piedra que brinda una relativa protección contra los colonos aposentados en la parte de arriba, y caminar rápido bajo la protección de las parras. Los israelíes han instalado un puesto militar sobre el tejado de la casa de su hermano, de forma que, naturalmente, los dueños tienen prohibido subir a su propio tejado. Para llegar a la casa de los vecinos más cercanos, situada a poca distancia, hay que pasar por encima de una escalera. Hay que subir la destartalada escalera para pasar bajo la sombra de los árboles y las parras fuera del campo de visión de los vecinos. Caminamos encorvados.
El hermano no está en casa, así que nos encaminamos a la casa de la familia Sharbati, que es la siguiente. Wa’al abre la puerta y nos saluda efusivamente. Es madre de seis hijos. Su marido trabaja en una estación de servicio. En el tejado de su casa tiene instalado un puesto del ejército israelí y desde la ventana puede ver las casas móviles.
Nunca abre la ventana de la habitación de sus hijos. Un postigo de hierro protege la ventana. El resto de las ventanas de la casa están protegidos con celosías y barrotes de hierro. Wa’al abre la ventana durante un instante para enseñarnos la basura que los soldados israelíes arrojan al patio desde el tejado. Algunas veces orinan allí.
El patio, que antaño tenía una pérgola con parra, aparece ahora salpicado de botellas vacías y restos de raciones de campaña del ejército israelí. Wa’al dice que esta mañana oyó cómo los soldados trataban de agujerear el tanque de agua del tejado. «La mayoría de los soldados son amables», enfatiza, «pero siempre hay algunos que son malos».
La unidad [del tejado] es reemplazada cada tres meses. El grupo anterior era más amable que el actual, tal vez como consecuencia de la lección recibida tras la peliaguda evacuación de Gaza.
Ayer los soldados volvieron a mear en el patio. Wa’al y todos los demás vecinos tienen tantas historias de horror para contar que es imposible que quepan en esta columna. Los colonos han destrozado a pedradas las ventanas de la casa. La casa permanece sumida en la penumbra porque las ventanas están siempre cerradas. Cuelgan la colada en el balcón y a veces los colonos se las arreglan para ensuciarla también allí. La noche pasada los soldados del tejado se la pasaron armando alboroto.
Cuando salimos al patio una piedra aterriza junto a nosotros, lanzada por los colonos desde el piso de arriba. Nadie espera que nos inquietemos. Es pura rutina. Sólo los residentes registrados pueden entrar en este vecindario y solamente pueden hacerlo a pie. Prohibidas las visitas espontáneas de amigos y familiares. La carretera atraviesa un puesto de control electrónico. Si la lavadora se estropea no puedes traer a un técnico ni puedes arrastrar una lavadora nueva cuesta arriba por la destartalada carretera de la parte trasera de la casa. Últimamente ha habido también problemas para pasar bombonas de gas por el checkpoint, de modo que el gas para cocinar se está agotando en las casas. El hogar de la familia Sa’ad, situado en la siguiente casa de la hilera, está protegido por bidones de hojalata rellenos de cemento similares a esas fortificaciones que sólo se ven en las zonas de guerra. La casa de la familia Sayaj fue expropiada por el ejército israelí para ser utilizada como puesto defensivo para la protección de los colonos. La estructura permanente de los colonos, con sus cuatro pisos de hormigón y sus postigos verdes de hierro, se yergue como una fortaleza por encima de las casas del vecindario.
Caminamos por la antigua viña que desciende pendiente abajo hasta el cementerio musulmán de la ciudad. La viña está en ruinas, su suelo completamente reseco. Es imposible trabajarla: los colonos no lo permiten. Al-Gaza está preocupado también por el proyecto de una nueva carretera que se pretende construir aquí para los colonos: atravesará el viñedo y el viejo cementerio. Estos planes tienen sobre ascuas a toda la gente de aquí, pero todos saben que esta batalla, como todas sus batallas, ha sido decidida hace mucho tiempo.
«Desde aquí es peligroso seguir adelante», dice Al-Gaza. Me vienen a la memoria los senderos de escape que recorrí en la asediada Sarajevo en 1993. El ruido de la ciudad al otro lado de los puestos de control del ejército israelí se hace más intenso, como desafiando el mortal silencio espectral que envuelve el área controlada por los israelíes, convertida al presente en una ciudad fantasma. La voluntaria Luna Ruiz, originaria de los Estados Unidos, pregunta en voz baja qué hace falta para que los medios de comunicación israelíes se decidan a mostrar la horripilante realidad que se vive aquí.
«Si mataran a uno de nosotros ¿crees que eso preocuparía a alguien en Israel?», pregunta secamente. Dice que tiene mucho miedo. Es como si los niños en la calle que lleva a Tel Rumeida jugaran a la ruleta rusa. Cruzan la calle descalzos a la velocidad del rayo. Avihai Sharon, miembro de la organización Shrovim Shtila (Rompiendo el Silencio), que lleva trabajando aquí algún tiempo para proteger a los vecinos, dice que hace ya meses que no ha visto a ningún niño palestino atreverse a cruzar esta solitaria calle, abierta exclusivamente a los judíos.
Una mujer se asoma en su patio, su rostro marcado por una expresión angustiada.
Un puñado de personas ascienden a pie por esta desolada calle que va desde el barrio de Avraham Avinu hasta Beit Hadassah. Ésta es la Calle de los Mártires, objeto de largas y agotadoras negociaciones desarrolladas bajo los auspicios de la administración estadounidense con el objeto de restaurarla y rehabilitarla. El resultado final del acuerdo ha sido el habitual en este tipo de acuerdos: actualmente todas las puertas de las tiendas rehabilitadas permanecen cerradas y soldadas –cortesía de los colonos–, y la calle está desierta. De vez en cuando pasa algún niño colono. De cuando en cuando un jeep militar pasa patrullando por la calle.
Un grupo de tres personas se aproxima. «¿Cómo está usted? Me llamo Mario Vargas Llosa», dice un hombre alto y elegante. Luciendo unas elegantes gafas de sol marca Prada y un chaleco de fotógrafo igualmente fashion, no aparenta su edad. Acompañado de su hija fotógrafa y de Yehuda Shaul, de Shovrim Shtika, el aclamado novelista peruano autor de La ciudad y los perros ha venido a ver estas calles de ira y de miseria.