Creo que conviene recordar de entrada el verdadero plan estadounidense para Oriente Próximo y el resto del planeta: imponer su dominio mundial a través de gobiernos locales «democráticos» y con el aplauso y la admiración no sólo de las clases dirigentes sino de las poblaciones sometidas. Por desgracia, como recordaba Pericles en su famoso discurso […]
Creo que conviene recordar de entrada el verdadero plan estadounidense para Oriente Próximo y el resto del planeta: imponer su dominio mundial a través de gobiernos locales «democráticos» y con el aplauso y la admiración no sólo de las clases dirigentes sino de las poblaciones sometidas. Por desgracia, como recordaba Pericles en su famoso discurso a los atenienses durante la guerra del Peloponeso, no se puede ser bueno, democrático y hegemónico al mismo tiempo: un imperio es como una «tiranía» y si es injusto defenderla más peligroso es abandonarla; hay que renunciar a todo «deseo de bondad y tranquilidad», dice el gran estadista griego, desde el momento en que nuestro dominio es ya inseparable del «riesgo de sufrir los odios que hemos suscitado en el ejercicio del poder».
El verdadero plan -el de integrar hegemonía, democracia, estabilidad y admiración- es imposible y ha dejado su sitio, pues, al doloroso pequeño plan de controlar sobre el terreno, para conservar la hegemonía, los efectos introducidos (los «odios» suscitados) durante su ejercicio. El imperio es una tiranía que tiraniza también al tirano, que está obligado a cometer «injusticias» -cuando querría ser admirado- y a ampliar, en cada intervención concreta, los márgenes de error. Así se despeñaron los «imperios clásicos» y así se despeña también el imperio estadounidense, porque los utópicos planes de dominio sin resistencia chocan una y otra vez contra las múltiples resistencias, de las clases dirigentes y de las clases populares, que hay que desactivar o explotar en cada escenario concreto. Contando asimismo -factor que olvidamos a menudo- con las propias divisiones en las filas «imperiales», la presión de las opiniones públicas metropolitanas y el peso de la Historia -con mayúsculas- en los «segundos mandatos» de los presidentes estadounidenses.
Lo que quiero decir muy simplemente es que el propósito de EEUU no es cometer crímenes sino conservar su dominio; que si comete crímenes es porque, allí donde hay resistencias, esos crímenes parecen a sus dirigentes la forma más «certera» de defender sus intereses; y que, porque hay resistencias y el propósito del dominio es autoconservador, EEUU comete errores además de crímenes y comete crímenes que además, por citar a Fouché, a veces son errores (desde el punto de vista «imperial» de la conservación del dominio). Sería casi tranquilizador que los más poderosos cometieran crímenes, pero no se equivocaran nunca.
La política de los EEUU en Oriente Próximo prueba que sus errores son casi más peligrosos que sus crímenes. Que quede claro que hablo de crímenes desde la perspectiva de la ética y el derecho y de errores desde la perspectiva de la pura conservación de la hegemonía; y que, por tanto, la consideración de las «acciones morales» como elementos de una caja de herramientas más o menos funcional no es la mía. Pero si juzgamos la política estadounidenses en términos de pura funcionalidad, podemos decir que en la última década los gobiernos de EEUU han cometido algunos crímenes erróneos y algunos errores no directamente criminales.
La invasión de Iraq por parte de la administración Bush en 2003 fue uno de estos crímenes equivocados. A la destrucción de vidas y edificios siguieron luego otros «errores» de los ocupantes: el desmantelamiento del ejército y de las instituciones, el establecimiento de una «democracia» sectaria, el estímulo de la codicia y la corrupción y, a partir de 2006, con el triunfo electoral de Al-Maliki, la paradójica y creciente cesión de influencia en manos de Irán. Las consecuencias de estos errores son de sobra conocidas y en buena parte son responsables de la actual «rebelión sunnita» y de la alianza contra natura entre Daesh (EIIL en inglés) y los antiguos miembros o simpatizantes del partido Baaz (lo que el escritor libanés Elias Khoury llama «Baesh»). A todos estos crímenes-errores se sumó otro que pretendía precisamente corregirlos. Hoy parece claro que, desde el punto de vista estadounidense, la «buena acción» de Obama en 2010, con la retirada de sus tropas y la entrega de sus bases en Iraq, añade dificultades a su papel en la zona. El acuerdo tácito con Irán de combatir EIIL sin que haya una acción común públicamente concertada ni una nueva ocupación militar norteamericana, descartada como desastrosa por ambas partes, debe conciliarse con las presiones de Arabia Saudí en el sentido de hacer concesiones a la «rebelión sunnita», el interés israelí en aumentar y administrar el caos, el creciente protagonismo de los kurdos iraquíes y los temores de Turquía. Haga lo que haga, si interviene, si no interviene, incluso si Washington se hunde en las entrañas de la tierra, será fácil probar, para el que lo pretenda, que todo era un plan preconcebido de EEUU (el plan de hacer el mayor daño posible), pero basta un mínimo de rigor y sensatez en el análisis para comprender que la administración Obama tiene pocas opciones y todas son malas. Está obligada a decidir desde la cima de una tan alta montaña de errores que, incluso si comete nuevos crímenes, incluso si no comete nuevos crímenes, sólo puede cometer errores -que obviamente pagan los pueblos de la zona.
Pero lo que ocurre en Iraq es inseparable de lo que ocurre en Siria; de lo que viene ocurriendo en Siria desde marzo de 2011. Y en este caso hay que decir (siempre desde el punto de vista del dominio de EEUU) que, si en Iraq los estadounidenses cometieron un crimen que fue un error, en Siria han cometido el error de no cometer un crimen. En 2003 en Iraq no había una revolución popular, el dictador Saddam Hussein no estaba masacrando a su pueblo, el menos en ese momento, y no tenía armas de destrucción masiva. En 2011 en Siria estalló una revolución popular, el dictador Bachar Al-Assad no ha dejado un instante de masacrar a su pueblo y, además de tener armas químicas, es casi seguro que las ha utilizado contra su propia población. Si en un caso no había ningún pretexto válido para una intervención militar, en el otro había hasta demasiados. Si en un caso se inventaron los pretextos y en el otro se han ignorado es porque -es obvio- la administración Bush quería intervenir a toda costa en Iraq y la administración Obama quería evitar a toda costa la intervención en Siria.
Obama no hizo caso a Pericles y creyó que podía corregir los errores de Bush y pasar a la Historia como un hombre de paz, sin comprender que el «imperio» es una «tiranía» a la que no se puede escapar. En Iraq y en Siria, el resultado es al final el mismo. La ocupación estadounidense generó el caos que, desde 2003, ha «parasitado» (buena expresión de Tino Burgos) el yihadismo de Al-Qaeda y de su escisión EIIL; la no-intervención de EEUU en Siria, que ha permitido la «ocupación» de Bachar Al-Assad, Hizbullah e Irán, ha generado también el caos que ahora están parasitando -chupando la sangre de una revolución democrática que han contribuido a matar- los siniestros milicianos de Daesh, tolerados (si no promovidos) por el propio régimen de Damasco.
Si queremos echar la culpa de todo a EEUU, sepamos que en Iraq la tiene porque Bush invadió militarmente el país; pero en Siria la tiene porque Obama ni siquiera entregó armas a los únicos que podían derrotar a un tiempo a Bachar y a los yihadistas (escarmentado por la experiencia iraquí y temeroso, junto a Israel, de la democracia en Siria no menos que del avance islamista radical). Ahora bien, si queremos no dejarnos cegar por el anti-imperialismo sumario y repartir responsabilidades en la situación de guerra y violencia sectarias reinantes hoy en la zona, añadamos a la responsabilidad de los estadounidenses, que invadieron Iraq, la de Bachar Al-Assad, que invadió su propio país; la de sus aliados -Rusia, Irán, Hizbullah, Al-Maliki-, que alimentan el fuego sectario para proteger regímenes inmundos; la de la inmunda Arabia Saudí, que financia bajo cuerda contra Irán grupos criminales mientras da golpes de Estado contra los Hermanos Musulmanes en Egipto y Libia; la de Turquía, que contra los legítimos derechos de los kurdos alienta alianzas contra natura y divisiones entre los propios kurdos; la de Israel, cada vez más aislado y más potencialmente peligroso; y la de todas esas potencias y subpotencias (incluida la impotente UE) que han hecho todo lo posible, de manera más o menos consciente, para conducir la región a un caos –nadie lo expresa mejor que Elias Khoury [texto en árabe]- «que no controla nadie» y que de algún modo satisface a todos, pues «silencia la voz de las revoluciones populares árabes». Un caos en el que -insisto junto a Khoury- «los vacíos que dejan los estadounidenses» son ocupados por actores que sólo transportan consigo «proyectos de orden sectario y religioso» o «sueños imperialistas». Contra la democracia y la dignidad, contra los derechos de los pueblos, el «caos» impone un nuevo orden geoestratégico regional de equilibrio salvaje en el que Arabia Saudí, Irán, Qatar, Turquía, Rusia, incluso la Siria assadiana, y desde luego EEUU, se van a resignar a «entenderse» con tal de no democratizarse. Este entendimiento, por desgracia, no sólo va a sacrificar principios y derechos; va a sacrificar también muchas vidas. En cuanto a Israel, que va por libre, seguirá siendo, junto con Daesh, la fuerza antidemocrática más fanática e irracional de la región, y la más peligrosa, como está demostrando estos días en Cisjordania y Gaza.
Hubo una época en que EEUU pareció poder imponer su poder incontestable a sus aliados y enemigos; tras décadas de crímenes y errores, muchas veces indiscernibles entre sí, podemos decir que nunca los estadounidenses han ido tan a remolque de todas esas fuerzas regionales, aliadas o rivales, que combaten a los pueblos con no menos eficacia que Washington. ¿Qué hacer desde la izquierda? No dejarnos cegar por la militancia de los esquemas y apostar, desde luego, por los principios, los derechos y las vidas. Y por todos aquellos que la han perdido y se la juegan -la vida- por defender los principios y los derechos. Es frecuente que las revoluciones sean derrotadas; y es normal que desde la izquierda, ante una derrota, expresemos nuestro pesar a los vencidos y nuestra solidaridad a las víctimas. No hagamos una excepción con el mundo árabe, donde unos y otros -casi todos- acabamos olvidando, como bien nos reprocha Leila Nachawati, las cotidianas luchas heroicas de la sociedad civil en Siria e Iraq, pero también en Egipto y Libia y en todas partes, contra el variado muestrario de monstruos que nos quieren robar la vida y la dignidad.
(*) Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/caos-e-intervencion-en-oriente-proximo/6029#postcomment