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Carta del EZLN en el homenaje a Montalbán

Fuentes: Rebelión

EJÉRCITO ZAPATISTA DE LIBERACIÓN NACIONAL. MÉXICO. Noviembre del 2004. Para: Doña Ana y Don Daniel. Barcelona, Catalunya, Estado Español. Guadalajara, Jalisco, México. (.) No supe cómo iniciar. Después de todo, esta carta sólo trata de ser un abrazo a destiempo, con esa anacronía que a los zapatistas nos define, a personas que sentimos cercanas. Yo […]

EJÉRCITO ZAPATISTA DE LIBERACIÓN NACIONAL.

MÉXICO.

Noviembre del 2004.

Para: Doña Ana y Don Daniel.

Barcelona, Catalunya, Estado Español.

Guadalajara, Jalisco, México.

(.)

No supe cómo iniciar. Después de todo, esta carta sólo trata de ser un abrazo a destiempo, con esa anacronía que a los zapatistas nos define, a personas que sentimos cercanas. Yo quisiera hablarles de Don Manuel Vázquez Montalbán. Sé que puede parecer absurdo que yo les hable de él precisamente a ustedes. Sin embargo, al hablar de él trato, no de traerlo con nosotros o a favor nuestro, sino de volver a tenderlo como lo que fue: un puente.

Y, a lo mejor, aún sin estar, Don Vázquez Montalbán vuelve a ser puente para que nuestra palabra, la de los zapatistas hoy tan no de moda, tenga un lugar entre tantos genios de la palabra como ahora se encuentran en tierras mexicanas.

Y ahora entiendo, al escribir estas líneas, que tal vez ésa siempre fue su intención, y que deberíamos aprovecharlo y hablar de nosotros, de nuestros logros y tropiezos, de sueños y pesadillas, de continuidades y rupturas. Pero no, la tentación apenas duró unos instantes. Así que no hablaré de nosotros. Hablaré, o más bien, intentaré hablar de él.

En un principio, nosotros no creímos en su muerte. Lo de desaparecer en un lugar lejano de nuestra geografía, precisamente en un aeropuerto de Bangkok, nos pareció entonces como una suerte de recurso detectivesco y no como una ausencia definitiva. No lo creímos muerto, así que esperamos. Ya aparecería después con una nueva historia de Pepe Carvalho o con una entrevista a un grupo de «otros» antineoliberales, desconocidos para los demás «otros» que pueblan la complicada geografía de la resistencia mundial. Entonces le diríamos algunas groserías (claro, cuidando que él no las escuchara), y seguiríamos caminando sabiendo que por ahí andaba. Él, pensaba yo, no se moriría sin avisarnos antes. Pero no, Don Vázquez Montalbán se había ido de veras, dejándonos a nosotros un poco más vacíos. Y eso, el que se fuera de veras, nos daba (y nos da) un poco de rabia, de coraje.

Así nos pasa de por sí con las muertes: primero nos dan rabia, luego tristeza, más después las dos cosas.

Don Vázquez Montalbán no era nuestro amigo, era nuestro compañero. «Compañero de viaje», dijo él en uno de sus escritos. «Compañero así nomás», dijimos y decimos nosotros. No sé si eso sea más o menos para él o para ustedes. Para nosotros es todo.

Sólo lo hablé en persona una vez, así que no intentaré siquiera decir cómo era o cómo no era. Seguramente hay más personas, marcadamente ustedes dos, que podrán darnos un perfil más acabado de él.

Recuerdo que, esa vez, intercambiamos los saludos de rigor y algunas bromas sobre artistas de España (Marisol, Joselito, Pili y Mili), creo que hasta cantamos a dueto aquella de «la vida es una tómbola, tom, tom, tómbola.» Claro que él nunca reconoció que la entonamos a coro y me adjudicó entonces el papel de solista. Después nos pusimos serios. Bueno, al menos lo intentamos. En realidad, aquel encuentro me pareció entonces como cuando dos boxeadores se enfrentan y pasan los primeros minutos del combate estudiándose mutuamente. para después descubrir que al que hay pegarle es al árbitro.

Creo que él trataba de entender. Creo que él trataba de salirse de la falsa disyuntiva de ser «fan» de Marcos o «anti fan» de Marcos (dilema entonces de moda entre los intelectuales progresistas).

Me parece que, a través de sus libros y de su vida, Don Vázquez Montalbán demostró que lo suyo no era el abrazar causas acríticamente. Creo que, siguiendo el marxismo de Groucho, no simpatizaría con una causa que lo aceptara como simpatizante. Es más, creo que no era «fan» ni de sí mismo. No era de esos intelectuales que cambian de dioses y liturgias como cambian de calzones (bueno, cuando se los cambian). Después de leer sus ensayos, me pareció ser un ateo hasta de Manuel Vázquez Montalbán, pero un firme creyente en la existencia del mal y en la necesidad de enfrentarlo.

El filoso bisturí de la palabra no sólo lo aplicó para diseccionar los distintos poderes que se han ido sucediendo en la geografía mundial. También lo usó frente a las supuestas o reales oposiciones que el espejo del Poder produce inevitablemente. Incluso, intuyo, lo empleó en él mismo (pero de eso, es seguro, ustedes y otros podrán decir más).

Cuando hablamos en aquella única ocasión, me dio la impresión de que buscaba, sí, pero no una nueva causa que lo redimiera a la distancia, o una desilusión más que reforzara un escepticismo frente a todo (esa elegante coartada para no comprometerse con nada). Creo sinceramente que él trataba de ver detrás del pasamontañas para descubrir y encontrar un movimiento: el zapatista. Y pienso que lo encontró, quiero decir, que nos encontró. Sólo así puedo explicarme el feliz empecinamiento en saber de nosotros, en estar con nosotros en la luz y en la sombra, aún en Cataluña, en un aeropuerto de Bangkok o en Guadalajara.

Porque la Guadalajara mexicana se ilumina ahora con la palabra, pero también carga la sombra de los jóvenes altermundistas reprimidos, presos por esos asesinos de la luz que ahora son gobiernos en nuestra dolida geografía.

No lo sé, pero tal vez Don Vázquez Montalbán hubiera desviado aunque sea un poco de su luz hacia las cárceles que, en Guadalajara, encierran la juventud y la rebeldía creadora. Y es que, a propósito de la represión sufrida por estos jóvenes, vienen bien las palabras que alguna vez escribió: «La nueva derecha se parece como una gota de agua a la derecha de siempre cuando le sale del alma que el desorden es peor que la injusticia» («La Teología Neoliberal», en El País, 5 de abril de 1994).

O tal vez él hubiera estado de acuerdo en que nosotros, los zapatistas, lo usáramos de puente para saludar y abrazar a esos «otros» que están prisioneros por un delito de «leso neoliberalismo»: el de afear, con su sola existencia, un orden construido sobre la muerte de la inteligencia.

Porque estos jóvenes están cautivos por feos. Al encerrarlos, el gobierno sólo se está aplicando un tratamiento de belleza. La injusticia de su encarcelamiento se ha blanqueado con el detergente del «Orden». Porque cuando el Poder se queda sin argumentos (cosa que ocurre casi siempre), la represión se viste de ordenador del caos (donde «caos» es sinónimo de existencia del otro).

En la asepsia neoliberal, las personas afean y ensucian las calles, y los policías no son sino los modernos barrenderos. Si en lugar de escobas usan armas de fuego y equipo antimotines, se debe al avance tecnológico y no, ¿quién osa insinuarlo?, al afán represivo contra el diferente.

He dicho que Don Vázquez Montalbán estuvo con nosotros en la luz y en la sombra. La última carta que nos mandó fue en medio de la polémica desatada a raíz de nuestro apoyo explícito a la lucha política y cultural del pueblo vasco. ¿Dije «polémica»? Bueno, en realidad fue una campaña de linchamiento mediático, pero ya estamos acostumbrados.

A diferencia de quienes aprovecharon para deslindarse de nuestra siempre incómoda compañía y, desde el «pulcro» púlpito de los medios de comunicación, nos acusaron (injustamente, como se demostraría casi inmediatamente) de ser partidarios del terrorismo de ETA, Don Vázquez Montalbán nos envió una misiva privada.

En ella (creo que ahora puedo revelarlo) nos alertaba sobre lo que vendría: el zapatismo sería vinculado no a una causa justa, sino al crimen mesiánico. Claro que él no pensaba que el zapatismo hubiera recibido el abrazo mortal del fundamentalismo, nos conocía demasiado bien. Pero también era un gran conocedor del funcionamiento de los medios masivos de comunicación y sobre eso nos reconvenía. Pronto tuvo su respuesta y casi estoy seguro de que le satisfizo. Así, nos hizo llegar uno de sus últimos libros con una dedicatoria que no era sino un «aquí estoy, con ustedes»; y, reiterando su simpatía por Euzkal Herria, apoyó, junto a otras personalidades de la cultura europea, nuestra malograda iniciativa «Una oportunidad a la palabra».

Pero, volviendo a nuestro único encuentro, recuerdo que hablamos un poco de Antonio Machado. Ambos admirábamos el «Juan de Mairena», sus cuestionamientos, sus dudas. A lo largo de la plática (se supone que era una entrevista, pero fue una plática) hubimos de coincidir en que, muchas veces, los mejores textos de análisis político están en la literatura universal; y, sin hacerlo explícito, concluíamos que el mundo iría mucho mejor si los políticos profesionales supieran más de literatura que de mercadotecnia, y si leyeran más libros de poesía y novela, y menos reportes estadísticos y boletines de prensa.

Dicho esto, permítanme una divagación:

La habitación donde el Poder decide está cerrada a cal y canto. La democracia, nos dicen, es que nosotros, los de afuera y los más, podemos elegir quien entra y quien sale. Pero se les olvida aclararnos que sólo podemos escoger de entre los pocos que los más pocos nos presentan.

Y no sólo. Nosotros, los más y los de afuera, quienes padecemos las consecuencias de las decisiones que se toman en esa habitación, nada sabemos de ella. La política, nos repiten, es asunto de especialistas que sólo comprenden especialistas.

Así nos encontramos con que aparecen guerras envueltas en el papel celofán de argumentos insostenibles, programas económicos que no son sino guerras «blandas», crímenes culturales perpetrados en nombre de la modernización, aniquilamiento de identidades diferentes mediante el recurso expedito de eliminar a quienes las portan. En suma: la arbitrariedad asesina de la fuerza, pero vestida de «razón de Estado», de «razón económica», de «razón divina», de «razón neoliberal».

En algún lado del libro de Machado, Mairena y sus alumnos discurren sobre el teatro, sobre cómo las escenas en una habitación transcurren con la ausencia de un cuarto muro, y que es la ausencia de ese muro la que nos permite saber lo que pasa dentro. De la misma manera, los actores «hablan» sus pensamientos y es así como sabemos lo que pasa dentro de un personaje.

Quienes hacen del ejercicio de la razón y el arte su trabajo (como quienes ahora confluyen en Guadalajara, México), pueden contribuir a derribar ese cuarto muro de la habitación del Poder y a hacer «hablar» a los personajes que la habitan.

No sólo ayudarían a derrumbar el mito de la «política especializada» y a desaparecer el halo sobrenatural del Poder, también contribuirían a echar a andar otro mundo, uno mejor, uno donde quepan todos los mundos.

La democracia sería así liberada de la prisión de los spots publicitarios, la frivolidad dejaría de ser programa de gobierno, y la estupidez ya no sería la bandera que o­ndearan, orgullosos, los gobernantes neoliberales.

Sería magnífico que, a quienes están el Poder, se les obligara a leer al menos siete libros: uno de poesía, uno de cuentos, uno de novela, uno de teatro, uno de ensayo, uno de filosofía. y uno de gramática.

Yo sé que todo esto puede sonar subversivo, utópico, o las dos cosas, así que no hagan mucho caso.

En realidad lo traigo a cuento porque si algo puede definir el trabajo de Don Vázquez Montalbán es el mazo con el que se pasó derrumbando muros, y la hábil ventriloquia con la que hizo hablar a los poderosos y a los intelectuales que les sirven.

Creo que él, Don Vázquez Montalbán, le tenía un profundo respeto al lector. Creo que se cuestionaba qué escribir, por qué y contra qué, y que trasladaba esas preguntas a la lectura: qué se lee, por qué y contra qué. Y creo que, como escritor, no les expropió las respuestas a sus lectores. Contradiciendo el título de uno de sus libros, no hizo panfletos. Por el contrario, hizo de la palabra una ventana, y una y otra vez, en sus escritos, se esmeró en mantenerla limpia y transparente.

Fuera de en los neoliberales, la palabra suele concitar respeto entre quienes la enfrentan, es decir, los que las hablan y escriben, y los que las leen y escuchan.

Si alguien me pidiera un ejemplo que sintetizara la resistencia de la humanidad frente a la guerra neoliberal, diría que la palabra.

Y agregaría que una de sus trincheras más empecinadas, y afortunadas, es el libro.

Aunque, claro, es una trinchera muy otra porque se parece extraordinariamente a un puente.

Porque quien escribe un libro y quien lo lee no hacen sino cruzar un puente.

Y el cruzar puentes, viene en cualquier manual de antropología que se respete, es una de las características del ser humano.

Ya me despido, pero no quisiera hacerlo sin antes declarar que, si alguien me pidiera una definición de Don Manuel Vázquez Montalbán diría que fue, y es, un puente.

Vale. Salud y que la vida, algún día, transcurra sin muros.

Desde las montañas del Sureste Mexicano.

Subcomandante Insurgente Marcos.

México, Noviembre del 2004.

P.D.- En alguna misiva le propuse a Don Manuel Vázquez Montalbán escribir una novela policíaca «a la limón», con unas partes escritas en las montañas del sureste mexicano y otras en las Ramblas catalanas. Él aceptó, aunque, lo confesó alguna vez, no tenía la menor idea de cómo eso sería posible. Yo tampoco, pero esto ya no lo supo. Próximamente el Sistema Zapatista de Televisión Intergaláctica, «la única televisión que se lee», trasmitirá el primer capítulo de una serie policial que, como todo lo zapatista, tiene un futuro incierto. Es el pequeño homenaje que, durante meses, le hemos preparado a él. Seguramente será poco, y la calidad literaria no se acercará siquiera a sus magníficas producciones, pero es nuestra forma de hacerle saber, a quienes lo acompañaron en vida, que, cuando abrimos alguno de sus muchos libros, no sólo lo leemos, también y a nuestro modo, cruzamos hacia él, es decir, lo abrazamos.

c.c.p.- Manuel Vázquez Montalbán, donde quiera que se encuentre.