Ben Ehrenreich, periodista y escritor estadounidense, ha investigado los sucesos del pasado 15 de mayo, día de la Nakba. Dos jóvenes palestinos, Nadeem Nowarrah y Mohammad Abu Thaher, morían tras ser alcanzados por munición real de soldados israelíes. «Estaban de cacería», cuentan fuentes presenciales al ver cómo francotiradores disparaban a las personas que les ordenaban, […]
Ben Ehrenreich, periodista y escritor estadounidense, ha investigado los sucesos del pasado 15 de mayo, día de la Nakba. Dos jóvenes palestinos, Nadeem Nowarrah y Mohammad Abu Thaher, morían tras ser alcanzados por munición real de soldados israelíes. «Estaban de cacería», cuentan fuentes presenciales al ver cómo francotiradores disparaban a las personas que les ordenaban, cuando éstas no suponían ningún peligro.
Oraciones de duelo en los funerales de Nadeem Nowarrah y Mohammad Abu Thaher.
Las cosas más extrañas se convierten en rutina. Todas las noches de la semana, hay un taxi parado frente al recinto de la prisión militar de Ofer en Beitunia, alrededor de 10 minutos al sur de Ramallah, esperando a que se abra la puerta y que la crucen un puñado de hombres aturdidos cargando sus pertenencias en bolsas selladas de plástico mientras caminan hacia la libertad o, al menos, hacia una cárcel más espaciosa conocida como Cisjordania. A veces hay una camioneta en la que venden café, patatas y barritas de caramelo a las familias de los presos mientras esperan en el suelo polvoriento fuera del recinto que también aloja una base militar Israelí, un checkpoint para camiones que entran a Israel, y un tribunal militar -la población de Cisjordania es juzgada en procesos militares en vez de civiles. La última vez que se publicaron datos sobre la tasa de condenas ascendía a 99,74%. La cárcel, por tanto, juega un papel de gran importancia en la vida de Cisjordania: prácticamente la mitad de todos los varones palestinos ha sido encarcelado en algún momento de su vida.
Cada viernes, cuando los tribunales están cerrados y ningún preso puede ser liberado, adolescentes y jóvenes de Beitunia, Ramallah, y los pueblos de alrededor se reúnen en la larga carretera fuera de la cárcel para tirar piedras hacia la puerta de metal. Pocas veces llegan lo suficientemente cerca para golpearla. Los soldados responden con balas de acero revestidas de goma, grandes cantidades de gases lacrimógenos y, en algunas ocasiones, con munición real. A veces los enfrentamientos pasan de los viernes a la semana laboral. A veces alguien lanza un cóctel molotov. A veces participan decenas de personas, otras sólo un puñado. Los portavoces del ejército israelí -y siguiendo su ejemplo la mayoría de los medios de comunicación israelíes- llaman a los enfrentamientos «disturbios», palabra que les despoja de cualquier intención política y, a quienes participan en ellos, de cualquier cosa parecido a la racionalidad. No son disturbios y tampoco son exactamente manifestaciones. La mayoría de protestas de Cisjordania tienen algún objetivo simbólico claro: cerrar una carretera o forzar un checkpoint, romper una valla, llegar a territorios ocupados por colonos. En la cárcel de Ofer, los niños arriesgan su vida por lanzar piedras a la prisión en la que seguramente serán encarcelados un día generalmente desde una distancia demasiado grande como para alcanzar su objetivo. La desesperanza también tiene sus rutinas.
Estaba en el centro de Ramallah cuando lo escuché. Alguien había sido asesinado fuera de la cárcel. Era el 15 de Mayo, el día de la Nakba, el 66 aniversario del día en el que se levantaron más de 700.000 palestinos en ciudades y pueblos de lo que se convertiría en el Estado de Israel. (Pregunta a los Cherokee: la fiesta patria de un hombre es un desastre para otro). De los postes de la luz colgaban banderas negras. Fui al hospital y encontré a cientos de personas reunidas en el patio. En la puerta, fui corriendo hacia un médico que conocía y se llamaba Ahmad Nasser. Acababa de llegar de Ofer. Había dos muertos, dijo. El había traído al primero. Se llamaba Nadeem Nowarrah. Le habían disparado en el corazón. Tenía 17 años.
Nasser me contó que había visto al comandante mirando a través de prismáticos y señalando a los francotiradores hacia dónde debían disparar. En total hubo nueve heridos, todos por munición real. El otro chico que murió también había recibido un disparo en el pecho. Se llamaba Mohammad Abu Thaher. También tenía 17 años. (Otras fuentes periodísticas han dado diferentes datos sobre su edad, de 15 a 22 años). Me encontré a Mohannad Darabee, el médico que había atendido a Abu Thaher en primer lugar. «Escuchamos el disparo y bajamos» dijo. «Miramos hacia atrás y él seguía en el suelo. Gritó y después no dijo nada más».
El muro de cemento fuera de Ofer. Los testigos informaron de que el disparo que mató a Nadeem fue disparado por soldados que se encontraban detrás de ese muro.
La calle del hospital estaba abarrotada. Adolescentes, algunos todavía con sus uniformes de colegio, pasaban por allí con lágrimas en los ojos. Otros se sentaban en la acera llorando. En dos ocasiones vi un grupo de chicos llevando a uno de ellos tambaleándose de pena hacia la sala de emergencias. Una multitud se había reunido en la morgue del hospital, un edificio bajo estucado. El padre de Nadeem Nowarrah estaba allí. Tendría unos cuarenta y cinco años, con el pelo prematuramente canoso. Las cámaras le rodeaban mientras esperaba a ver los restos de su hijo. Una y otra vez llamaba a Dios y a su hijo. «Querido mío», gritaba una y otra vez. «Si pudiera, si pudiera», gritaba. Detrás suyo, una mujer gemía gritando.
Un poco más tarde de las cinco, se formó una manifestación: cientos de personas aplaudiendo y cantando. Algunos de los jóvenes que había visto antes abrazándose unos a otros en lágrimas caminaban al frente gritando himnos nacionalistas. De un momento a otro, el dolor individual se transformó en rabia colectiva. Marcharon de la puerta del hospital a la morgue y al revés para llegar después a las calles de la ciudad. «La sangre de los mártires está llamando», gritaban. El chico que habían llevado antes a urgencias yacía colapsado en el cemento, tratando de respirar, solo.
Vi a Rajai Abu Khalil, un doctor joven que trabaja en urgencias de pie fuera del hospital fumando un cigarro. «Dentro es una locura» dijo. Uno de los heridos estaba todavía en cuidados intensivos. «Puede que salga», dijo, «puede que no». El resto había sido herido en las extremidades. Todo saldría bien. Pero Abu Khalil no tenía ninguna duda de que los soldados habían utilizado munición real (los medios de comunicación israelíes todavía repetían la afirmación del Ejército de que los soldados de Ofer solo habían disparado balas de goma). «Había heridas de salida», me contó Abu Khalil. Nadeem todavía estaba vivo cuando llegó al hospital. Cuando le abrió el pecho «su corazón estaba destrozado». Murió algunos minutos más tarde. Abu Khalil dio una larga calada a su cigarro. «Eran unos niños», dijo, «todos ellos».
Por la noche, las fotos estaban colgadas en Facebook: Nadeem haciendo girar su pelota de baloncesto, Mohammad sonriendo, un selfie de Nadeem con su uniforme de los Boy Scout con el brazo de un amigo rodeando sus hombros, los dos chicos boca abajo sobre el asfalto de la carretera de Ofer. A la mañana siguiente fui al funeral. Había demasiada gente para poder entrar en la mezquita, así que se reunieron en un campo detrás de la Universidad de Bir Zeit para realizar las plegarias. Se colocaron lonas gigantes azules y negras en el suelo para que los dolientes no se ensuciaran la ropa cuando se arrodillaran para rezar, pero las lonas no eran suficientemente grandes para que todo el mundo pudiera entrar. Algunos hombres trajeron sus propias alfombras para rezar. Otros se arrodillaron en periódicos o en sus kuffiyas (pañuelo palestino), en banderas amarillas de Fatah o verdes de Hamas. En el centro de la multitud, al frente, los dos cadáveres yacían en sus ataúdes, con sus cuerpos envueltos en banderas palestinas, una bandera amarilla en el pecho de Nadeem Nowarrah y una verde en el de Mohammad Abu Thaher.
Procesión en el funeral de Nadeem Nowarrah, en el pueblo de Mazra’a al Qabilia de Cisjordania.
Después de la oración, cuando todo el mundo se levantó de nuevo y los discursos políticos habían acabado, los porteadores levantaron el cuerpo de Nowarrah en sus hombros y empezaron a transportarlo por la serpenteante carretera que bajaba hacia el valle, dirigiéndose al pueblo de su familia Mazra’a al Qabilia. Las mujeres miraban desde los balcones, llorando. Una banda de tambores en uniformes de los Boy Scout lideraba la procesión a lo largo de las estrechas callejuelas del pueblo. Detrás oscilaba Nowarrah en su ataúd, en una horrible parodia del sueño: sus ojos cerrados, sus mejillas lisas y ligeramente amarilleadas, los labios separados lo justo para enseñar sus dientes. Los hombres que estaban directamente a su alrededor daban palmas y gritaban, pero detrás de ellos, los asistentes caminaban en silencio hasta que llegaron al cementerio del pueblo, en una ladera elevada cubierta de hierba y cardos. En la parte de abajo del valle había un grupo de remolques blancos, un «puesto de avanzada», un asentamiento en embrión. Dos torres de radio sobresalían desde más colonias ya establecidas un poco más allá de las colinas. Casi todas las puertas y todas las paredes de la aldea tenían un cartel de Nadeem: un chico de pelo corto en camiseta y sudadera con capucha, frente a la cámara, con la mandíbula y la boca ligeramente torcidos, como si estuviera a punto de hablar, o a punto de sonreír.
Ya avanzada la tarde, tomé un taxi a Ofer. Los enfrentamientos casi habían terminado cuando llegué. Sólo cinco o seis jóvenes permanecían, turnándose para lanzar piedras contra un enemigo demasiado lejos para verlo. Dos ambulancias esperaban al ralentí al lado de ellos.
Regresé dos días más tarde con Mohannad Darabee, el médico que había tratado a Abu Thaher, y con Samer Nazal, un fotoperiodista que había estado a pocos metros de Nadeem cuando le dispararon. «Fue exactamente aquí», dijo Nazal, de pie en medio de la calle. Las puertas de la cárcel ni siquiera eran visibles desde donde estábamos. Había cerca de 60 personas en la calle esa tarde, dijo, 10 ó 12 lanzando piedras y otras 50 ligeramente más atrás. Era, dijo Nazal, un enfrentamiento «normal», incluso en calma. 20 ó 30 soldados se habían reunido detrás de un destrozado muro de hormigón, en el borde del aparcamiento de la prisión, a unos 200 metros carretera abajo. Un grupo más pequeño de la policía fronteriza israelí permanecía en la ladera, a unos 10 metros por encima de la calle y unos 50 metros de distancia.
La construcción junto a la cual Nowarrah y Abu Thaher fueron abatidos. Sus nombres han sido pintados en rojo sobre el muro.
Ambos grupos estaban demasiado distantes para estar en peligro de ser golpeados por las piedras, pero los soldados, dijo Nazal, estaban usando munición real cuando llegó al lugar. No estaban disparando salvajemente. «Cada vez era un solo disparo», dijo, «como un francotirador». Había permanecido allí menos de 15 minutos cuando Nowarrah fue alcanzado. «En ese momento recibió un disparo cuando simplemente permanecía de pie en la calle. Ellos le vieron y le dispararon». Darabee llegó al lugar unos 15 minutos después de que la ambulancia se llevara Nadeem. No había nadie allí pero sabía que la herida de Nadeem había sido fatal. Abu Thaher, dijo Darabee, sólo había tirado una piedra a la Policía de Fronteras que estaba en la colina, y corría para ponerse a cubierto detrás de un edificio. Le dispararon por la espalda y cayó en la calzada a unos 10 metros del lugar donde había caído Nadeem. Darabee puso su mano sobre la salida de la herida, en el pecho del chico, para que dejase de sangrar. «Puso su mano sobre la mía», dijo Darabee, y no se movió más. «Murió cuando estábamos llevándole hasta la ambulancia. Pensamos que se había desmayado».
El propietario del edificio nos invitó a su oficina para tomar un café. Sus cámaras de seguridad habían registrado los tiroteos, dijo, pero él le había dado el material de archivo a la policía palestina. (También le dio una copia a la organización no gubernamental Defensa Internacional de los Niños, que lo publicó en internet). Los testigos me dijeron que habían visto a los comandantes eligiendo los objetivos y habían apuntando hacia ellos antes de sonara cada disparo. El comandante del ejército que estaba detrás del muro derruido, dijo Darabee, usaba prismáticos. El comandante de la Policía de Fronteras en la ladera, dijo Nazal, no los necesitaba. Él señaló, un soldado disparó, y Nadeem cayó. «He estado en muchos enfrentamientos y nunca he visto esto antes», dijo Nazal. «Estaban de cacería».
Fuente original: http://boicotisrael.net/bds/carta-ramallah-ben-ehrenreich/