«¿Ves lo bonita que es la Luna?» Te pregunté mientras volvíamos a casa de noche caminando desde la parada del service [1] hasta nuestra casa en el barrio de Qudseya. «¡Pues tú eres más bonita aún!» Me apresuré a responder a mi propia pregunta antes de que te me adelantases. En otras ocasiones, no me […]
«¿Ves lo bonita que es la Luna?» Te pregunté mientras volvíamos a casa de noche caminando desde la parada del service [1] hasta nuestra casa en el barrio de Qudseya. «¡Pues tú eres más bonita aún!» Me apresuré a responder a mi propia pregunta antes de que te me adelantases. En otras ocasiones, no me dejabas terminar la pregunta y lo hacías tú rápidamente, mientras te mordías el labio inferior riendo y me guiñabas un ojo. Disfrutabas con las modestas habilidades de galán de tu compañero, que no daban para mucho más.
Me decías «¡Adiós, amoooor!» al salir de casa y me hacía gracia; «¡Amor!» cuando te llamaba para decirte que tal vez me retrasara en volver por la noche; o «No, cariño, no hace falta nada» cuando te llamaba de vuelta para preguntarte si necesitabas o necesitábamos algo. Tú expandías el amor por todas partes, Sammur, con total generosidad. Inundabas todo de amor, y cuánto me alegraba que esa fuente no hubiera dejado de brotar durante los casi trece años que pasamos juntos.
Te gustaba que yo te hiciera el café. Lo preparaba y limpiaba lo que se derramaba sobre los fogones, quejándome mientras lo hacía: «¡La vida es difícil!» Y ponías cara de tristeza, como hacen las madres, en solidaridad con el quejica llorón.
Nos contábamos nuestro día, las cosas que pasaban y de las que se podía hablar, cosas sin importancia en su mayoría, pero que configuraban nuestro espacio privado. Desde el sarcasmo, no nos faltaba malicia al hablar de nuestros conocidos y amigos. ¿Recuerdas a la señora Depresión? Ese fue el mote que le pusimos a aquella amiga nuestra que casi siempre estaba deprimida. ¿Recuerdas a «Dondeosmetéis», mote que le pusimos a un amigo que lo primero que decía cuando te veía o me veía era «¿Dónde os metéis?»? Esa malicia sin maldad es una de tantas cosas que extraño, Sammur. Cosas privadas, pequeñas, que nos ayudaban a organizar nuestro mundo en común.
Me empujabas a salir de casa, ver a los amigos, «cambiar de aires», moverme. No podías quejarte de que tu marido estuviera todo el día fuera de casa, sino de un marido que no paraba de buscar excusas para no salir de ella. Cierto es que no hablaba mucho, pero pensaba que sus expresiones no verbales te llegaban y cuánto alegraba a su corazón que le dijeras que así era.
Yo también te empujaba a salir, a viajar, no solo a Homs, donde estaban Najat, Fátima y tus hermanos, sino también a visitar a nuestros amigos en Alepo, Latakia o mi gente en Raqqa. No te gustaba viajar sola, querías que lo hiciéramos juntos. Sin embargo, en las pocas ocasiones en que te fuiste sola, la mayoría a Homs, a los dos días te echaba mucho en falta y, después de haber insistido en que salieras de viaje, te llamaba para desearte que te divirtieras durante tu estancia y de paso preguntar «¿Cuándo vuelves?» ¿Recuerdas aquella vez que fui a buscarte a la estación de autobuses a tu regreso de Homs? Cogí por error un service que no era y llegué tarde, cuando ya te habías marchado a casa. De vuelta, frustrado, pasé por la oficina de correos para recoger un paquete que me habían enviado, sin acordarme de que era viernes, por lo que me encontré la oficina cerrada. Cuando este ser distraído quiso hacer algo bueno, se cansó y no sirvió de nada. Sin embargo, tú, como de costumbre, le quitaste importancia y no dejaste que me sintiera tan torpe.
En tu ausencia, me debato entre una soledad en la que te echo de menos y un estar con la gente del que quiero huir para regresar a mi refugio de ermitaño. Creo que la familia es la solución para esta situación, pues conforma una pequeña parte de la sociedad en la que podemos estar solos y acompañados a mismo tiempo, esa parte que protege la intimidad, pero también satisface las necesidades sociales. Te hablaba de cosas y personas, y sabía que, en tu presencia, tenía licencia para equivocarme, excederme, ser injusto, ser tolerante, dudar y discutir conmigo mismo. Poco después, cambiaba de opinión, retrocedía, como si fuera necesario decírtelo a ti para comprobar si se podía decir antes de dar marcha atrás. Solía leer la expresión de tu rostro: no estabas contenta con lo que escuchabas, te oponías… Y siempre encontrabas la forma más amable de hacer que me retractara. La familia es un espacio también para reprocharle cosas al ser querido, una conciencia añadida. ¿Jugaba yo un papel semejante contio? Eso espero y creo. Nos ayudábamos a controlar nuestras reacciones iniciales.
Eras mi familia, Sammur, y yo la tuya, un oasis para los dos, una solución para la soledad y la necesidad de intimidad a un tiempo. Una conciencia el uno para el otro.
Me sentía mal y me castigaba a mí mismo recordándome aquello que le decías a la vecina que llamaba a la puerta para que fueras a beber mate con ella: «Yassin está de visita». Con ese comentario llamabas la atención sobre el hecho de que el susodicho se pasaba los días en su habitación, pensando, trabajando y sin apenas hablar.
Apenas decía nada cariñoso. Desciendo de un pueblo cuyos hombres no han aprendido a expresar lo que sienten. No es necesariamente porque seamos crueles, Sammur, y eso lo sabes bien, sino porque ocultamos la fragilidad de nuestro interior con el silencio, porque tememos que se descubra el amor que contiene. Tenemos miedo del amor y de las mujeres, de veras, pues ellas perciben perfectamente esa debilidad nuestra que no se puede esconder, y no parece que ellas protejan su corazón de la misma manera que nosotros. Me he fijado muchas, muchísimas veces, en que las mujeres en nuestra sociedad, como en otras, son más valientes que los hombres, y no solo en el amor.
En tu ausencia, mi vida se reparte entre el tiempo de trabajo, en el que estoy solo, la vida social entre amigos y conocidos, y mi vida contigo. Esa se da cuando estoy solo, que es la mayor parte del tiempo, pero se mezcla con el trabajo e incluso con la vida social y pública en ocasiones. Me apaño para manejar la combinación de amor y tristeza que siento cuando estás conmigo en mi soledad, pero me cuesta más controlarlo cuando no estoy solo, especialmente cuando hablo de ti delante de la gente.
Lo más deprimente de la soledad es cuando voy a hacer la compra y me llevo comida y cosas para la casa. Es como si lo que esta tarea entraña de conexión con la realidad reforzara mi sentimiento de culpa. Me ahogo como le pasaba a mi madre cuando alguno de sus hijos estaba ausente: no disfrutaba de la comida ni la bebida, se ahogaba de veras. No me he convertido en «el señor Depresión» como nuestra amiga, desaparecida hace años. Mi depresión es la sombra de una lucha sin miedo a la muerte. En tu ausencia le tengo mucho menos miedo que antes y creo que en que en ello se juntan la valentía y la tristeza, la tristeza por lo horrible de nuestras pérdidas. Luchamos mientras lloramos. Quien no teme a la muerte sabe que no se detendrá y encuentra en su interior, en su imagen, en su imaginación y en sus amigos la energía que le permite continuar.
Ojalá que tu nombre remita a una lucha heroica y sin miedo a la muerte, que sea símbolo de la lucha por la libertad, la justicia y la dignidad y que la pena ocupe un solo instante de esa generosa y valiente lucha. Tu épica ausencia hace que nuestra causa sea la del conocimiento y la verdad, más que de la justicia y la libertad. Sabes que lo que me pedía a mí mismo era buscar el conocimiento, más que cualquier otra cosa. Ahora que estás ausente, tengo dudas de que eso fuera lo más inteligente. Lo que se busca es dignidad, una vida digna y hacer el bien. Se supone que ese es el objetivo y el significado del conocimiento. Buscarte, saber de ti, satisface ese significado, le proporciona un factor impulsor más fuerte y hace del conocimiento un acto de justicia y dignidad. En el pasado, tal vez la búsqueda del conocimiento me llevara lejos, me hizo no comulgar con nada; sin embargo, la búsqueda de conocimiento en sí mismo ha adoptado tu nombre, Sammur. Tu nombre es el nombre de lo que quiero hacer. Tú eres la desconocida ausente cuyo conocimiento se busca.
Tal vez el conocimiento salve a quien lo busca, o quizá lo destruya, pero la pesadilla de quien quiere saber es no saber.
No saber nunca.
Nota:
[1] Furgoneta que sirve como medio de transporte colectivo en Siria.
Fuente: http://traduccionsiria.blogspot.com/2019/12/cartas-samira-15.html