El pasado dos de octubre se celebró el primer centenario del nacimiento del escritor Graham Greene. La BBC difundió una entrevista con el novelista efectuada con discreción hace veinte años, y nunca antes publicada, en la cual Greene se mostró insatisfecho con las versiones fílmicas de sus obras. No obstante, una de ellas, «El tercer […]
El pasado dos de octubre se celebró el primer centenario del nacimiento del escritor Graham Greene. La BBC difundió una entrevista con el novelista efectuada con discreción hace veinte años, y nunca antes publicada, en la cual Greene se mostró insatisfecho con las versiones fílmicas de sus obras. No obstante, una de ellas, «El tercer hombre», dirigida por Carol Reed causó una hondo conmoción en los medios artísticos.
Greene escribió el guión y debido al éxito de la cinta, luego escribió una novela basándose en el guión, al contrario de lo que suele suceder. Greene tuvo suerte en el cine, sin embargo, pues directores de la talla de John Ford, Fritz Lang, Joseph L. Mankiewicz y Otto Preminger, además del mencionado Reed, escogieron sus obras para llevarla a la pantalla. Este aniversario ha sido celebrado con múltiples reediciones de sus obras y conferencias, simposios y encuentros internacionales en Gran Bretaña.
Greene fue un católico atormentado por sus contradicciones y lealtades. En la que acaso sea su obra magna «El poder y la gloria» un cura renegado, heterodoxo, indigno y desleal demuestra, con su actitud, estar más cerca de la santidad que otros, fieles a la rectitud del dogma.
Como Hemingway, Greene estaba convencido que entre los marginales existía un concepto de la ética. Las prostitutas y los ladrones poseían un sentido del honor que ponían en práctica de manera tan pundonorosa como un honrado burgués. Para ilustrar su tesis me confesó que en cierta ocasión había comprado cocaína al chofer de taxi del barrio chino de La Habana que le condujo a su hotel, durante su primera visita a Cuba en los años treinta. Cuando la probó advirtió que le habían vendido bicarbonato. Al día siguiente, el chofer se presentó a devolverle su dinero, a él también lo habían defraudado con droga falsa.
Esas ambigüedades le llevaron a separarse de su esposa legítima sin divorciarse y vivir la mayor parte de sus existencia junto a una mujer casada, Catherine Walston, que se semejaba físicamente a Ava Gardner. Murió, hace once años, junto a su tercera mujer Yvone Coletta, en Vevey, Suiza, el mismo pueblo que le sirvió de refugio final a Charles Chaplin.
Le conocí durante los años intensos de las luchas revolucionarias contra Batista, en Cuba. Luego visitó La Habana en otras ocasiones y le acompañé en sus recorridos por la isla. Le visité en Londres, donde vivía en un edificio que anteriormente fue residencia de Lord Byron. Nos vimos en Moscú y en París. Se opuso decididamente en libros y artículos al nuevo papel hegemónico de Estados Unidos.
Greene trabajó para el Servicio Secreto Británico, durante la Segunda Guerra Mundial, y abrió un burdel en Sierra Leona para obtener confesiones íntimas de los oficiales alemanes. Estuvo adscrito a la Sección Quinta del Servicio de Inteligencia Británico. Kim Philby era su jefe inmediato superior, quien en esa época trabajaba también para la K.G.B. soviética. Del mismo grupo formaban parte Guy Burgess y Donald McLean quienes, igual que Philby, más tarde escaparon hacia la Unión Soviética, escándalo que conmovió los cimientos del espionaje occidental.
Fue un simpatizante de las causas perdidas, de los humillados y ofendidos, de los que sufren el vasallaje y el despotismo. Se interesó por América Latina como pocos escritores de habla inglesa hayan hecho. En Cuba sostuvo varias veces largos diálogos con Fidel Castro. Fue un asiduo visitante de Panamá en tiempos de Omar Torrijos. Dedicó libros y artículos a México, Cuba, Argentina, Haití, Panamá, Uruguay, Paraguay y Nicaragua.
Escribir fue para él – y lo dejó dicho-, una forma de terapia. No lograba entender cómo se podía sobrevivir a la agonía, el pánico y la melancolía, inherentes al hombre, si uno no se refugiaba en la creatividad artística. Fue un hombre solitario y propenso a depresiones.
Fue íntegro y limpio. Luchó con sus intensas paradojas y supo emerger de ellas con decoro. Sus conflictos espirituales le hicieron abrazar una auténtica religiosidad y también le llevaron a denunciar la crueldad y la violencia –que siempre le fascinaron–, en las difíciles relaciones entre los seres humanos.
Quizás no haya sido un católico convencional y pudo haber violado los códigos de comportamiento, como todos, pero creo que en su íntimo ser experimentó la contrición de una conciencia prisionera de sus contradicciones. Fue uno de los más finos y dignos seres humanos que me haya sido dado el privilegio de conocer.