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Siria y la Cumbre de Damasco

Cerco al último recalcitrante árabe

Fuentes: Rebelión

Traducido por Caty R.

Siria está en el banquillo. Es su turno después de Iraq, que estalló en 2003; Libia, que se derritió en 2006, a raíz de su rendición a las exigencias estadounidenses para salvar a su revolucionario dirigente Muammar Gadafi; y Egipto, que se neutralizó y marginó debido al carnaval solitario de su pacto con Israel en 1979.

La turbia y perpetua verbena de la política árabe es objeto de una maniobra de cercamiento por parte de los grandes países árabes con el fin de provocar, si no el hundimiento del régimen baasista, al menos obligarle a romper con su aliado iraní y anunciar su rendición al nuevo orden estadounidense que Estados Unidos y sus grandes aliados regionales, Arabia Saudí y Egipto, intentan instaurar en vano en Oriente Próximo desde el inicio de la presidencia de George Bush, hace ocho años.

Único país que se proclama laico en el mundo árabe, pero socio estratégico de Irán, el único régimen teocrático que se proclama chií, la rama rival del sunismo -fracción dominante en los países árabes-, Siria está acusada, simultánea y acumulativamente, de ser un hogar del terrorismo internacional, un pivote del eje del mal, fagocitaria de Líbano y Palestina y sepulturera del liderazgo libanés. En una palabra, el gran perturbador de la pacífica y risueña zona por excelencia: Oriente Próximo. Una tesis retransmitida sin contención y con una hermosa unanimidad por los grandes medios de comunicación occidentales, tanto en la prensa audiovisual como en la prensa escrita, tanto por los intelectuales mediáticos como por los plumillas necesitados.

Señalada con el del dedo por su presunta, pero no probada, responsabilidad en el asesinato del ex Primer Ministro libanés Rafic Hariri, Siria ha sido puesta en cuarentena diplomática por Estados Unidos, sometida a un boicoteo de hecho por los grandes países árabes, que le imputan el vacío de poder en Líbano, y regularmente avasallada, por añadidura y con toda impunidad, por las embestidas de Israel, a veces por una misteriosa incursión aérea sobre el norte sirio, como en el otoño de 2007, a veces por el asesinato en su territorio de un líder militar de Hezbolá, Imad Moughniyeh, jefe de las operaciones antioccidentales en Oriente Próximo desde hace veinte años.

Pero este paria, según el esquema occidental, se encuentra allí en sintonía con la multitud de los «olvidados» de la paz, al menos así la perciben, más allá de su torpeza, los que se consideran acreditados, con razón o sin ella, y que ven en Siria al último portador de la reivindicación nacionalista árabe en un período de la historia caracterizado por una pérdida de identidad y una religiosidad regresiva. Temible honor que le ha costado la hostilidad absoluta de los países calificados de «moderados» en la jerga diplomática y mediática occidental, principalmente Arabia Saudí, Egipto y Jordania, es decir, los regímenes que padecen las mismas taras de autoritarismo, nepotismo y corrupción que el régimen sirio pero a los que su dócil alineación al campo occidental exonera de cualquier crítica.

Primera secuencia (1966-1976): El rey Saud y el golpe de Estado antibaasista del coronel Salim Hatoum

El régimen baasista sirio dirigido por los alauitas, una secta minoritaria del Islam, se percibió desde el principio como un usurpador afectado de una tara congénita y, en consecuencia, será objeto de intrigas hostiles. A su nacimiento en 1966, mientras Israel emprendía el desvío del agua del Jordán para anticiparse a sus futuras necesidades hidráulicas, operación que revela teóricamente un acto manifiesto de casus belli, el Rey Saud de Arabia, atormentado por el prestigio del presidente egipcio Nasser y deseoso de desviar las miradas lejos de la corrupción del reino, se lanzó a una operación de desestabilización del joven equipo baasista de Siria recién llegado al poder. La operación saudí de distracción fue particularmente mal vista en la plena ebullición nacionalista que siguió al desvío del agua del Jordán. Las revelaciones de uno de los participantes sobre la contribución real saudí, del orden de un millón de dólares, para la conspiración dirigida por un coronel traidor sirio, Salim Hatoum, y fomentada por el futuro Primer Ministro jordano Wasfi Tall, en la época miembro de la Inteligencia británica (1), acarrea la evicción de Saud en favor de Faysal en el trono de Arabia, sin que esta sanción calme la ira egipcia. Víctima colateral de los conflictos, Kamel Mroueh, fundador del periódico «Al-Hayat» y cantor de la cooperación saudí-estadounidense, fue asesinado en 1966 por un matón de Beirut con ocasión del décimo aniversario de la agresión tripartita franco-anglo-israelí de Suez contra Nasser, el líder carismático del nacionalismo árabe y adversario absoluto de la dinastía wahabí.

Como consecuencia de la guerra de 1967 se establece una tregua de dieciséis años y la potenciación de la guerrilla palestina, a la que era necesario suprimir, y a lo que, por otra parte, se aplicará Siria; después vino la de octubre de 1973 y la potenciación de las petromonarquías del Golfo tras el embargo petrolero y la multiplicación por cuatro del precio del crudo. Un período en el que el nuevo jefe de Siria, el general Hafez Al-Assad, aparece como la mejor garantía de los intereses occidentales en Líbano: Llamado en refuerzo de las milicias cristianas en Líbano, el ejército sirio participó en la sede del campo palestino de Tall Zaatar, favoreciendo su erradicación, en agosto de 1976, sin dudar ni un momento en romper el impulso revolucionario del campo progresista palestino con el asesinato, en una zona bajo control sirio, del líder de la coalición, el dirigente druso del Partido socialista progresista Kamal Jumblatt.

Curiosamente los países occidentales seguirán cubriendo de elogios al iraquí Sadam Husein, a pesar de sus infamias, y de oprobio a su rival sirio Hafez AL-Assad, a pesar de sus repetidos gestos de buena voluntad con respecto a Occidente.

Segunda secuencia (1976-1986): Fahd y la rebelión de los Hermanos Musulmanes de la ciudad siria de Hama.

Faysal, reticente con respecto a los estadounidenses, se había jurado que iría a rezar a la Jerusalén liberada. Fue asesinado por uno de sus sobrinos en 1976. Su sucesor efectivo -después del breve interregno del Rey Khalid, austero y enfermo- Fahd, un joven desbocado, dio rienda suelta a una pasión desenfrenada por su guardián estadounidense y por las delicias de la vida occidental. Afectado de hemiplejía en 1995, se mantuvo por perfusión durante casi diez años, durante los que controló su reino en estado letárgico, en un período bisagra de la historia contemporánea caracterizado, en particular, por los atentados contra EEUU del 11 de septiembre de 2001, la guerra de Afganistán y la guerra de Iraq (2003). Pero mientras tanto los importantes servicios prestados a su amo estadounidense, en detrimento de la más elemental solidaridad árabe, explican, sin por ello justificar, su mantenimiento en supervivencia artificial durante un decenio (1995-2005).

Aprisionada entre Israel y Turquía e interceptada por su rival baasista, el Iraq de Sadam Husein, Siria se aplicó a aflojar el cerco con una alianza bajo cuerda con Irán, el antiguo policía estadounidense del Golfo, que se convirtió, bajo el régimen de Jomeini, en el nuevo ogro de las petromonarquías del Golfo. En mala hora. A raíz de la anexión de Jerusalén en diciembre de 1981, cuando Israel se preparaba para llevar al poder a su protegido libanés, el jefe falangista Bachir Gemayel, en febrero de 1982, a cuatro meses de la invasión israelí de Líbano, se fomentó una rebelión en Hama, en el norte de Siria, por los «Hermanos Musulmanes», la organización clandestina financiada por Arabia Saudí, que desencadenó una severa represión que produjo, según la información de la prensa, varios miles de muertes. La comunidad internacional culpó a Damasco por su ferocidad y no a Arabia Saudí que atizaba el fuego integrista. Fue al presidente Hafez AL-Assad en persona a quien se señaló con el dedo y no a su propio hermano, el general Rifaat AL-Assad, jefe de las brigadas de la defensa, guardia pretoriano del régimen y director de las masacres.

Este hermano menor del presidente sirio, un hombre de múltiples ramificaciones y tráficos, después fue desterrado de su país, pero curiosamente seguirá beneficiándose de la mansedumbre occidental, seguramente debido a sus alianzas matrimoniales con la familia Fustock, que lo convirtió en el hermano bonito del actual rey Abdalá de Arabia y del diputado maronita libanés Nassib Lahoud, eterno candidato a la presidencia libanesa. Y finalmente es a la Siria alauita a quien se declarará «enemiga del Islam» por haber sometido una rebelión fundamentalista que todos los ejércitos del mundo, tanto árabes como occidentales, llevarán a cabo después en nombre de la «guerra contra el terrorismo». Se bombardea de críticas a Siria mientras se magnifica a Argelia, Egipto, Marruecos y Túnez por haber erradicado el integrismo y se cubre de elogios a la Arabia fundamentalista por sus supuestos progresos en parsimoniosas reformas democráticas.

En este clima de oprobio generalizado, Siria, presente en Líbano desde 1976 a petición de los jefes maronitas, en mala posición en la época, fue obligada a retirar las tropas en junio de 1982, a raíz de la invasión israelí de Líbano. Se abre entonces un decenio infernal (1979-1989) para Occidente en Oriente Próximo: Destitución del sah pro estadounidense y asalto a los Lugares santos de la Meca en 1979; asesinato del egipcio Sadat, socio de Israel, en 1981; fracaso del tratado de paz israelí-libanés en 1983; atentados contra los cuarteles occidentales en Beirut en 1984; espiral de secuestros de occidentales en Líbano (1984-1988); atentados de París (1986-1988). Un decenio infernal que finaliza con la caída del Muro de Berlín en 1989, la implosión de la Unión Soviética y la afirmación mundial del imperio estadounidense, la hegemonía israelí en el ámbito regional y, en el mundo árabe, la preponderancia saudí bajo la tutela de Estados Unidos.

Tercera secuencia (1986-2006): Arabia redescubre las virtudes del arabismo

Arabia Saudí, teóricamente el enemigo más acérrimo de Israel, fue el artífice principal de la desviación del combate árabe al apoyar a Iraq contra Irán en la guerra convencional más larga de la historia contemporánea (1979-1988), desviándolo de golpe del campo de batalla principal, Palestina, vertiendo miles de millones de dólares y, sobre todo, desviando a la juventud árabe y musulmana hacia Afganistán, a miles de kilómetros del campo de batalla palestino, contra un enemigo ateo, ciertamente, pero aliado de los árabes: la Unión Soviética, el principal proveedor de armas de seis países árabes como mínimo (Siria, Iraq, Argelia, Libia, Sudán y Yemen) y que era, en resumen un contrapeso útil a la hegemonía de EEUU.

La Organización para la Liberación de Palestina, erradicada de Líbano, cede el puesto a un nuevo tipo de guerrilleros, los combatientes islamistas chiíes, la Yihad islámica y después Hezbolá, estimulados por los éxitos de la revolución iraní en el frente iraní-iraquí. Siria, expulsada de Líbano, en 1982 se vuelve a desplegar allí progresivamente, con el consentimiento estadounidense, para neutralizar la región fronteriza israelí-libanesa.

Deseoso de obtener la fianza de Siria para una intervención contra Iraq, invasor de Kuwait en 1990, Washington dio luz verde incluso al derrocamiento del jefe militar cristiano libanés, el general Michel Aoun, al que instaló provisionalmente como jefe del gobierno, y su sustitución por un tal Elias Hraui (Hraui, no Hariri), un presidente sin relieve frente al flamante nuevo Primer Ministro Rafic Hariri (1992), recién llegado a la escena libanesa, favorable a la financiarización de la vida pública internacional. El multimillonario líbano-saudí, con una carrera meteórica, ejerció el poder durante diez años, más que un ningún presidente libanés, a golpes de amenazas de dimisión (4 en diez años, lo que representa una media de una amenaza cada 30 meses), en un raro ejemplo de mezcolanza entre la gestión del ámbito público y de su patrimonio privado, con los estímulos admirativos de los dirigentes occidentales, con el presidente francés Jacques Chirac a la cabeza.

El atentado del 11 de septiembre de 2001 contra los símbolos de la superpotencia estadounidense destapó las complicidades saudíes en la potenciación del integrismo antioccidental. A pesar de que quince de los diecinueve kamikaces que participaron en la incursión del 11 de septiembre eran de nacionalidad saudí, la administración Bush, en vez de atacar al reino wahabí, hogar y vivero del fundamentalismo, fue a replicar a Afganistán e Iraq, los dos puntos de percusión de la cooperación estadounidense-saudí en la esfera árabe musulmana en la época de la Guerra Fría soviético-estadounidense, borrando así de paso cualquier rastro de sus delitos previos y consiguiendo, a buen precio, una nueva virginidad política bajo la bandera de la lucha para la promoción de la democracia en el mundo musulmán. Pero la destrucción de Iraq, paradójicamente, colocó a Siria e Irán como vencedores, a posteriori, de Sadam Husein, su enemigo más implacable desde hacía dos decenios; y de rebote consagró a Irán como potencia regional de hecho. Un resultado inaceptable para George Bush, el gran director de este caos destructivo para la población local y corrosivo para el propio Estados Unidos.

Siria e Irán fueron incluidas en el eje del mal y Yasser Arafat confinado metódicamente en su complejo de Ramala en una especie de asfixia simbólica de la reivindicación nacionalista palestina. La muerte del líder histórico de la resistencia palestina después de tres abominables años de confinamiento, en noviembre de 2004; la elección en esa línea, dos meses más tarde en Bagdad, antigua capital de los abasíes, de un kurdo a la cabeza de un Estado iraquí dotado con un nuevo emblema con los colores kurdo e israelí (azul y amarillo) en enero de 2005; y la vuelta hacia el campo estadounidense de Jacques Chirac, el principal opositor mundial a la invasión estadounidense de Iraq, acreditan, con razón o sin ella, la idea de una extensa conspiración occidental destinada a meter en vereda a los recalcitrantes al orden israelí-estadounidense en la zona (septiembre de 2004).

Como le ocurrió al periodista pro saudí Kamel Mrueh cuarenta años antes, Rafic Hariri, el mejor amigo del presidente francés Jacques Chirac, el vasallo saudí que simbolizaba la adhesión al campo occidental por excelencia, también fue una víctima colateral del conflicto entre las potencias. Pereció carbonizado en un atentado, el 14 de febrero de 2005, originando un terrible seísmo político que puso en movimiento una mecánica inevitable contra Siria e Irán.

Por segunda vez en su historia el ejército sirio fue obligado a retirarse de Líbano. Se decidió crear un tribunal internacional para juzgar a los asesinos del ex Primer Ministro libanés después de una investigación diligenciada por un funcionario comisionado por las Naciones Unidas. Curiosamente este dispositivo, singular en los anales judiciales internacionales, no se impondrá en Pakistán tras el asesinato de la ex Primera Ministra Benazir Bhutto en diciembre de 2007. El presidente pakistaní está condecorado, obviamente, con el título de «importante aliado de Estados Unidos» en su guerra contra el terrorismo, que le confiere la inmunidad y le exime de mayores explicaciones. Lo que no es el caso de Siria e Irán.

El tribunal internacional para Líbano y la potencial amenaza nuclear iraní son los dos grandes instrumentos de la diplomacia occidental para conducir al arrepentimiento a los dos refractarios al orden estadounidense a pesar de que la amenaza nuclear iraní se encuentre en fase virtual, su autenticidad discutida por los servicios de EEUU y aunque sea posterior, en sesenta años, a la amenaza nuclear israelí, bien real, que hipoteca cualquier reglamento que no se atenga a las exigencias israeloestadounidenses.

Desde 2006, Israel y los aliados libaneses de EEUU han acumulado sucesivamente derrotas militares y afrentas políticas que han obstaculizado considerablemente la labor de meter en vereda a Líbano y, más allá, a Siria, Irán y la porción palestina bajo la autoridad de Hamás. Así, con un planteamiento simétrico pero no sincronizado, Hezbolá infligió efectivamente a Israel, en el verano de 2006, una escandalosa afrenta militar en la que Hamás se inspiró con éxito en marzo de 2008 durante la invasión de la Franja por el ejército de ocupación israelí, mientras que, paralelamente, los dirigentes maronitas Nassib Lahoud y Amine Gemayel eran derrotados repetidamente en una competición electoral, en su propio feudo del Metn, por el principal aliado cristiano de Hezbolá, el general Michel Aoun; un fracaso comparable al revés electoral del presidente palestino Mahmud Abbas frente sus opositores islamistas. Una secuencia calamitosa en todos los aspectos para la administración neoconservadora estadounidense.

El reino wahhabí tiene como rentas de situación el Islam y el petróleo, los dos vectores de su fuerza. Con el diseño, según su magisterio moral, de la presencia sobre su suelo de los principales Lugares santos del Islam (La Meca y Medina) y la fuerza financiera de sus gigantescas reservas energéticas, ha consagrado la mayor parte de sus esfuerzos a combatir, más que cualquier otro país, el nacionalismo árabe, creando la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), una estructura de diplomacia paralela competidora de la Liga Árabe. A raíz de la derrota militar israelí en Líbano, en el verano de 2006, se trocó, con gran asombro de casi todos los observadores internacionales, en parangón del arabismo. El cantor de la fraternidad islámica durante tres décadas acusó sin rubor a Siria de haber pactado con Irán, la antigua Persia, país ciertamente musulmán pero no árabe. Una mancha indeleble para el nuevo abanderado del arabismo.

El «peligro chií» sucedió entonces al «peligro rojo» que estadounidenses y saudíes combatieron sin descanso en los decenios anteriores. A raíz del revés militar israelí del verano de 2006 en Líbano, Arabia Saudí se redescubre árabe para desmarcarse de la victoria de Hezbolá, la milicia chií libanesa. Descuidando su principal vector transnacional, la MBC (Middleast Broadcasting Corporation), se había dotado previamente de una cadena transfronteriza llamada «Al-Arabiyah» como para reivindicar mejor su «arabidad», un vocablo que había borrado de su léxico diplomático durante medio siglo. Este comportamiento aparece como una mistificación. Pero el reino que lanzó dos planes de paz para la solución del conflicto israeloárabe (Plan Fahd en 1982 y Plan Abdalá en 2002) sin encontrar el menor eco ni por parte de EEUU ni de Israel, no se desviará nunca, a pesar de este rechazo, de su línea, a saber: la alianza privilegiada con el gran guardián del principal enemigo de los árabes, Israel, el usurpador de Palestina, según una amplia fracción de la población saudí y árabe, consintiendo a todas sus peticiones sin vacilar y sin la menor contención.

Y con razón. La dinastía wahhabí ha sido el principal beneficiario del trabajo de zapa operado desde hace treinta años por los estadounidenses y los israelíes para reducir la resistencia del núcleo duro del mundo árabe islámico: neutralización de Egipto por el tratado de paz con Israel (1979), destrucción de Iraq (2003), estrangulamiento de Siria (2004), caramelización de Libia (2005), aislamiento de Irán (2006), hasta el punto de que Israel aparece finalmente como el mejor aliado objetivo de los wahabíes, una rara conjunción en el mundo de dos regímenes teocráticos, el Estado hebreo sólo es democrático para la fracción judía de su población. En este contexto, la organización clandestina Al Qaeda de Osama Bin Laden y la cadena transnacional árabe Al-Yazira aparecen, retrospectivamente, como una excrecencia rebelde a la hegemonía saudí en el orden doméstico árabe, tanto en el ámbito político como en el plano mediático.

La cumbre de Damasco y la concentración naval estadounidense frente a la costa de Líbano

La Cumbre árabe de Damasco, la primera de la historia contemporánea que se celebra en la capital siria, simbólicamente debería presentar a Siria frente a todos sus adversarios reunidos. Pero los dos patriarcas octogenarios árabes, el egipcio Hosni Mubarak, obsesionado por su seguridad a causa de los numerosos atentados que ha sufrido -una veintena en 27 años de reinado- y el saudí Abdalá, ambos preocupados por su sucesión, podrían boicotearla arguyendo el bloqueo de la situación libanesa cuya responsabilidad imputan a Siria, exclusivamente a Siria, y se olvidan de sus propias e incesantes interferencias en la escena libanesa, de una intensidad comparable a la de Siria, materializadas por las inyecciones financieras regulares de Arabia para el rearme de las milicias privadas suníes, su impulsión en Jordania y su control por Egipto (2).

La concentración naval estadounidense frente a la costa de Beirut, oficialmente, tiene por objeto ejercer presión sobre Siria y la oposición libanesa para facilitar la elección consensuada de un presidente pro occidental en Líbano. Pero el objetivo real es barrenar el caparazón del núcleo duro del mundo árabe musulmán por su parte más débil, Líbano, donde los países occidentales disponen de una amplia gama de aliados reclutados entre los antiguos jefes de guerra feudales y de clan, los cristianos Samir Geagea y Amine Gemayel y el druso Walid Jumblatt, así como su principal proveedor de fondos, el suní Saad Hariri, oportunamente reconvertidos en abanderados de la democracia que nunca han practicado y en defensores de los derechos humanos de los que se han burlado constantemente.

Un detalle espinoso que ilustra la indigencia de la «diplomacia de talonario de cheques» manejada en todas las épocas por los saudíes: el hombre encargado de los asuntos libaneses en Siria durante treinta años, el mismo a quien temían las distintas facciones libanesas y las cancillerías árabes y occidentales, que desataba las tormentas y ordenaba la calma y por lo tanto principal responsable de las derivas sirias en Líbano, es el vicepresidente de la República Abdel Halim Khaddam.

Khaddam, el bien nombrado, cuyo patronímico en árabe significa literalmente «el criado», renegó singularmente de su militancia después de haber pinchado erróneamente en Líbano, protagonizando, por codicia, la reconversión más escandalosa de la historia política reciente y terminando su vida como intendente de su correligionario suní libanés Rafic Hariri. El multimillonario libano-saudí gratificó largamente a este tránsfuga por su apostasía ofreciéndole la residencia del potentado petrolero griego Aristóteles Onassis en la arteria más famosa de la capital francesa, la Avenida Foch, mientras que su dependiente francés, el ex presidente Jacques Chirac, tuvo derecho a un apartamento con vistas al Sena en el muelle Voltaire de París. Judas traicionó a su señor por treinta monedas. Algunas traiciones ciertamente valen su peso en oro pero abruman al renegado con un descrédito para toda su vida.

Se trata de ablandar el núcleo duro del mundo árabe por la invasión repetitiva de Gaza, feudo del movimiento islamista Hamás; con el acoso a Hezbolá por operaciones de distracción de los políticos libaneses; y la neutralización de la constelación del Duwal AL Mumanah, la alianza de hecho entre el Hamás palestino, el Hezbolá libanés, Siria e Irán que está considerado como el sistema de prealerta destinado a inmunizar al mundo árabe musulmán contra el virus de la oferta de la hegemonía israeloestadounidense. Agotar el último islote de resistencia como preludio de una posible ofensiva contra Irán que daría la posibilidad a George Bush de efectuar una voltereta magistral y pasar de peor presidente de Estados Unidos -debido a su lamentable balance-, a insigne ingeniero político de la historia contemporánea. Una pista suplementaria de esta hipótesis la ofrece la dimisión, a mediados de marzo, del almirante William Fallon, el jefe supremo del comando central, la zona que cubre el arco de crisis que va de Afganistán a Marruecos, en desacuerdo con la estrategia de la administración neoconservadora.

El mundo árabe constituye, con América Latina, una de las raras zonas de oposición a la hegemonía estadounidense. Más allá de las duras críticas basadas y justificadas en las torpezas sirias, el hermetismo de su régimen, su autarquía, su burocracia y su nepotismo, comparables en todo a los demás regímenes árabes, incluso los más cercanos a la gran democracia estadounidense, si surgiera la implosión de Líbano y arrastrase en su estela el colapso de Siria, se abriría un largo período de servidumbre y tribalización para los árabes: suníes y chiíes, salafistas o sufistas, malekitas, chafeitas, hanafitas o hanbalitas, kurdos y drusos, alauitas y wahabíes, incluso maronitas.

Y el amado Líbano ya no sería más que un «Hariristán» a la imagen del Kurdistán iraquí, incluso del Bantustán palestino que los israelíes y estadounidenses se afanan por construir sobre los pedazos de Palestina. Y la pérdida de Líbano sería llorada entonces como lo ha sido la pérdida de Palestina, como antes la pérdida de Andalucía: copiosamente.

Como corolario, a manera de meditación para los aprendices de brujo que surcan este país desde hace mucho tiempo con toda impunidad, este verso del poeta francés Jean Racine:

Llora, llora en esta noche cruel

Quien para todo un pueblo fue una noche eterna.

Notas

(1) La Révolution dans la rancœur, Ed. Julliard 1967, obra agotada del periodista libanés Edouard Saab, ex redactor jefe del Orient Le Jour y ex corresponsal del diario Le Monde en Líbano, muerto durante la guerra civil libanesa.

(2) «Las extrañas alianzas de los grupos radicales islamistas». Investigación sobre la implantación de Al Qaeda en Líbano. Le Monde diplomatique, febrero de 2008, de Fida Itani.

Sobre el mismo tema:

– Artículo de Seymour Hersch en el New Yorker, marzo de 2007, sobre los enfrentamientos el campo palestino de Nahr el Bared, en el norte de Líbano, entre el ejército libanés y los grupos armados palestinos suníes. Enfrentamientos de tres meses especialmente mortíferos para el ejército libanés, que acabaron con la rendición del campo pero con la misteriosa evaporación del jefe del comando palestino.

– «The Middle East, The Gaza Bombshell», de David Rose, Abril de 2008, Vanity Fair. (En inglés): http://www.vanityfair.com/politics/features/2008/04/gaza200804

Más información (en francés):

Liban-présidentielles: Un président au terme d’une vacance de pouvoir sans précédent, d’une jonglerie juridique sans pareille

http://renenaba.blog.fr/2008/01/07/liban_presidentielles~3540904

Egypte: L’Egypte dans la tourmente islamiste

http://renenaba.blog.fr/1995/07/24/flashback-l-egypte-dans-la-tourmente-isl-3836934

Egypte: Le rétablissement du crime d’apostasie, une longue complainte de la liberté étranglée

http://renenaba.blog.fr/1995/06/26/flashback-le-retablissement-du-crime-d-a-3867611

L’Arabie saoudite: La grande frayeur de la dynastie wahabite

http://renenaba.blog.fr/1995/03/20/flashback-arabie-saoudite-la-grande-fray-3856703

Texto original en francés:

http://renenaba.blog.fr/2008/03/19/syrie-sommet-arabe-le-contournement-du-d-3904657

René Naba es un periodista francés de origen libanés ex responsable del mundo árabe-musulmán en el servicio diplomático de la Agencia France Presse y ex consejero del Director General de RMC/Moyen-Orient, encargado de la información. Es autor de las siguientes obras: Il était une fois la dépêche d’agence, Editions l’Armoise, 2007; Aux origines de la tragédie arabe, Éditions Bachari 2006. Du bougnoule au sauvageon, voyage dans l’imaginaire français, L’Harmattan 2002. Rafic Hariri, un homme d’affaires, Premier ministre, L’ Harmattan 2000. Guerre des ondes, guerre de religion, la bataille hertzienne dans le ciel méditerranéen, L’Harmattan 1998.

Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.