Desde hace más de una década, Adoración Guamán investiga el accionar de las empresas transnacionales y sus impactos en los derechos humanos y de la naturaleza. En esta entrevista, detalla algunos aspectos de esta disputa, el rol de los Estados y la importancia de la movilización social en la defensa de la salud y de la vida.
La foto es de hace años. La mujer —joven, todavía con el pelo muy oscuro— está en medio de la selva. Más precisamente, en la zona de Lago Agrio, en plena Amazonia ecuatoriana. Muestra a cámara una palma negra y mira fijo, sin sonreír. Tampoco hay por qué: eso que parece un barro oscurísimo y que hace desaparecer su mano y sus dedos a plena luz del día es, en realidad, petróleo.
“La gente hasta organiza los llamados ‘toxic tours’ para recorrer la zona. Esa foto me la tomaron en uno de esos recorridos. Ahí, cuando clavas un palo en la tierra no sale agua: sale petróleo”, cuenta ahora del otro lado del Atlántico Adoración Guamán, la abogada ecuatoriano-española que desde hace décadas denuncia lo que no duda en calificar como una “arquitectura jurídica de la impunidad”.
Hoy, de hecho, y tras haber sido condenada en 2011 por un tribunal ecuatoriano en un juicio que duró ocho años, tuvo seis jueces y acumuló más de 220.000 fojas, la compañía terminó siendo beneficiada por un tribunal holandés.
Conclusión: ahora es Ecuador el que debe indemnizar a la empresa. “Las personas afectadas por la contaminación, en tanto, todavía no han visto un sólo dólar”, explica.
Además de activista por los derechos humanos, Guamán —la mujer de la foto en Lago Agrio— es una experta en comercio internacional, cadenas de suministro y esclavitud moderna.
Es catedrática en varias universidades de América Latina, ha sido asesora del gobierno de Ecuador durante la presidencia de Rafael Correa (2007-2017) y desde hace años lucha por la creación de un instrumento jurídico internacional y vinculante capaz de lograr lo que tanto cuesta: hacer que las empresas transnacionales, que violan los derechos humanos y provocan desastres ambientales lejos de sus casas matrices, respondan por sus actos, reparen a las víctimas y no resulten eternamente impunes.
«Después de que los afectados demandan y les ganan el juicio a Chevron, en 2011, con sentencia firme, Chevron se fue, dejando 300 dólares en la cuenta y la selva destrozada. Y, en el colmo de los absurdos, ahora —por la sentencia de un tribunal holandés en 2018— es Ecuador quien debe pagar. Eso es la impunidad» (Adoración Guamán).
Por eso también, Guamán —quien es profesora titular de Derecho al Trabajo en la Universidad de Valencia, cuenta con dos doctorados y es autora de 75 artículos científicos sobre el tema— es, hace una década, parte de una iniciativa de nombre prometedor: Campaña global para reivindicar la soberanía de los pueblos, desmantelar el poder de las transnacionales y poner fin a la impunidad. Nada menos.
“Además, desde junio de 2014, en las Naciones Unidas se votó avanzar en la creación de un instrumento en ese sentido”, detalla.
—¿En qué estado está hoy ese proyecto?
—Si bien el proceso en Naciones Unidas comenzó en 2014, las luchas populares venían de antes, con los tribunales de los pueblos, etc. Lo que sucedió en 2014 fue que se aprobó una resolución (la 269) para constituir un grupo de trabajo. Este fue impulsado por Ecuador y Sudáfrica, y ha realizado ya ocho sesiones; la novena será en noviembre de este año.
En ese momento, en 2014, Ecuador quería no sólo liderar la región en materia de derechos humanos sino controlar el poder corporativo, un mandato que está dentro de su Constitución. Todo eso estuvo muy marcado por el caso Chevron.
La idea del expresidente Correa y de su canciller era conseguir que se pudiera modificar el derecho internacional en materia de derechos humanos a fin de establecer instrumentos que permitieran que las grandes economías que controlan el mundo tuvieran obligaciones y responsabilidades respecto de los derechos humanos y de la naturaleza.
Esto fue apoyado por varios grupos de la sociedad civil y —en una votación sin precedentes y para estupefacción de la Unión Europea— convocaron a una votación y la ganaron. La Unión Europea, Japón y, por supuesto, Estados Unidos votaron en contra. La cosa empezó bien, pero, a ocho años del inicio, aún falta mucho.
—¿Por qué?
—Luego de las elecciones y tras un giro a la derecha en el gobierno de Ecuador, la cosa comienza a complicarse. Hubo batallas que no quisieron darse —la batalla por lograr ese binding treaty (acuerdo vinculante), por ejemplo— y América Latina en esta discusión no estaba y no está.
Así, tras ocho sesiones, tenemos un texto que se va enmendando y la presidencia del grupo, a cargo de Ecuador, deja mucho que desear. No ha sabido o no ha querido llevar adelante reuniones realmente productivas.
Nosotros pedíamos la creación de un comité o un tribunal que pudiera sancionar a las empresas de manera directa, como sucede en el caso de la Comisión de Crímenes Internacionales, o incluso abrir una sala especialmente dedicada a este tema en la Corte Internacional de Justicia, como había propuesto Francia.
Pero, tras el cambio de gobierno en Ecuador y con la llegada al poder de Lenin Moreno (2017-2021), se desechó el documento que habíamos escrito —donde habíamos incluido las obligaciones para las empresas— y lo que se presentó fue un texto sin dientes.
Uno en el que las empresas ya no aparecían como sujetos de obligación directa. Un texto descafeinado que insistía en las obligaciones de los Estados y en el que se le quitaba la primacía a los derechos humanos. Además, se eliminaba toda referencia a la creación de un tribunal y se hablaba, apenas, de un comité. Pero todo fue muy poco transparente. No se sabía ni quién redactaba aquellos textos.
—Al día de hoy no se ven sanciones internacionales ni justicia para las víctimas, más allá de algún acuerdo económico extrajudicial. ¿Qué la hace mantener la esperanza?
—Para mí, hay dos puntos de esperanza claros. Por un lado, el que la movilización social sigue. Alrededor del planeta, las organizaciones sociales le están plantando cara a las empresas transnacionales y su voz cada vez se oye más.
Hace 16 años, ni en los medios de comunicación ni en los ámbitos académicos se escuchaba a estas voces que apuntaban a las transnacionales. No se escuchaba a quienes hablaban contra la impunidad o sobre el poder corporativo global.
Hoy, ya solo con la lucha por este tratado vinculante hemos logrado poner sobre la mesa de negociación que existen estos poderes que —como dijo Salvador Allende en 1972 (presidente de Chile entonces)— son poderes supraestatales, que manejan el mundo y a los cuales es imposible ponerles freno.
Frente a esto, está la lucha social y también la academia militante. Pero, a la vez, en el marco nacional, hay numerosas iniciativas que están dando algún resultado.
—¿Cómo cuáles?
—La ley francesa, en materia de debida diligencia, está empezando a dar resultados. Lo mismo la alemana. En España también estamos redactando una y en América Latina hay muchas iniciativas de normativa en ese sentido.
Además, se están consiguiendo logros en tribunales internacionales y en materia de litigios climáticos y por derechos humanos, por ejemplo. Eso está funcionando bien.
Hay datos de organizaciones sociales que han llevado a tribunales internacionales a multitud de empresas. Y están ganando. Se ha conseguido poner contra las cuerdas a muchas transnacionales y, con acuerdo vinculante o no, se sigue avanzando muchísimo.
Va lento y no va a ser fácil, porque esto va directamente al hueso duro del capitalismo transnacionalizado. Hoy puede parecer que la impunidad se mantiene, pero a nivel social esto no es así.Así dejó la empresa estadounidense Chevrón el suelo del Lago Agrio, en la Amazonia ecuatoriana, con una capa de petróleo en parte de su superficie. Imagen: PxP
—¿Qué rol les cabe a consumidores y consumidoras en todo este asunto?
—Esta es una cuestión que la hemos discutido mucho, porque durante muchos años hubo una tendencia —sobre todo cuando quedó en evidencia que la responsabilidad social empresarial era sólo una lavada de cara— según la cual la responsabilidad debía ser sobre todo del comprador. Sin embargo, y si bien la conciencia ciudadana respecto del consumo es muy importante, en realidad es un deber del Estado que eso ocurra.
No podemos hacer responsable sólo a la gente por el consumo de mercancías que deberían estar prohibidas justamente por haber sido producidas en base a violaciones graves de los derechos humanos o del medioambiente. ¿Por qué? Porque cuando una mercadería o un servicio están manchados de sangre o producidos mediante la destrucción de la naturaleza, el Estado tiene que hacer algo.
—¿Hay algún buen ejemplo en ese sentido?
—La ley holandesa de debida diligencia —que aún no salió— va un poco en ese sentido. Propone que los consumidores puedan comprar “con paz mental”. Dicen, explícitamente, “esta ley es para que los consumidores compren tranquilos”.
Pero, mi lucha no va por ahí, no es para que los consumidores compren tranquilos. Lo que busco es que el Estado se responsabilice de cómo las empresas importan para vender (en su territorio o en otro), para producir plusvalía en base a la violación de derechos, no importa dónde se cometan.
—Pero, ¿qué se hace ahora que las corporaciones están en los gobiernos?
—La captura corporativa de los poderes públicos es un fenómeno que, para nuestra desgracia, se está dando en todos los lugares. Desde el Madrid de esta señora cuyo hermano traficaba con mascarillas hasta el ministro de Trabajo que venía del sector bananero, etc. Con todo, el hecho de tener normas que puedan conseguir que —más allá de esta captura— haya una ley, ya es algo.
Por eso yo las llamo “leyes trinchera”: porque se las sanciona bajo gobiernos progresistas para que, cuando lleguen gobiernos conservadores, estén allí. Hasta que las deroguen, al menos. Cuando he estado en gobiernos, me he dedicado a atrincherar políticas sociales.
—¿Cómo fue la experiencia litigando contra Chevron?
—Ese fue mi primer caso en estas cuestiones y me vinculé con él relativamente tarde, cuando ya la primera demanda había ocurrido. Soy muy amiga de Pablo Fajardo, el abogado demandante, y me vinculé con el caso como parte de la Unión de Abogados por Chevron Texaco (Udat).
Tuve la oportunidad de trabajar con ellos en terreno y eso fue lo que me llevó de regreso a Ecuador. Y descubrir la barbaridad que habían hecho fue lo que me llevó a involucrarme aún más.
Como sabrás, después de que los afectados demandan y les ganan el juicio a Chevron, en 2011, con sentencia firme, Chevron se fue, dejando 300 dólares en la cuenta y la selva destrozada. Y, en el colmo de los absurdos, ahora —por la sentencia de un tribunal holandés en 2018— es Ecuador quien debe pagar. Eso es la impunidad.