Un extranjero que no conozca el sistema político español, y que viera anoche la retransmisión que hizo TVE sobre el recuento de votos (yo lo hice a través del canal internacional), habría llegado a la conclusión de que en España se elegía presidente, no diputados y senadores, y que sólo existen dos partidos políticos. De […]
Un extranjero que no conozca el sistema político español, y que viera anoche la retransmisión que hizo TVE sobre el recuento de votos (yo lo hice a través del canal internacional), habría llegado a la conclusión de que en España se elegía presidente, no diputados y senadores, y que sólo existen dos partidos políticos. De la pantalla no se despegaba un gráfico con las imágenes de Zapatero y Rajoy, y el baile de escaños atribuidos en función del porcentaje de votos escrutados. Al contrario que en otras ocasiones, no se mostraron gráficos con la distribución de votos y escaños por provincias, salvo cuando no quedaba más remedio, y cuando Rubalcaba comenzó a describir el reparto territorial el canal público cambió de tercio y pasó a los comentarios de los «expertos» de turno.
Como se anticipaba, el bipartidismo se ha acentuado hasta el extremo de que el conjunto de fuerzas políticas al margen del tándem PSOE-PP no llega a 27 diputados en el Congreso, mientras que en 1996 representaban 53. Para conseguir este resultado se ha necesitado un alto grado de movilización del voto por medio de un uso intensivo de los medios de comunicación vinculados a los dos grandes partidos (es decir, prácticamente todos los de alcance estatal) y de internet, explotando hasta la saciedad las herramientas «descubiertas» en 2004. Además, PSOE y PP gastaron en publicidad electoral seis veces más que el resto de los partidos.
Es la lección que los estrategas han extraido del costoso final del felipismo y del abrupto fin del aznarismo: la única manera de conseguir un cambio de gobierno es elevando el ruido mediático hasta niveles ensordecedores, construyendo una polarización no ya de partidos, sino de «líderes». El Partido Popular en algún momento confió en que su populismo de derechas podría inclinar la balanza a su favor en una «revolución neoconservadora» a la española. De momento, no ha sido así.
Sucede que cuando te dan a elegir entre lo malo conocido y lo peor por conocer (y en este caso, entre lo malo conocido y lo peor más que sufrido) el riesgo de empate también se incrementa. Este no es un fenómeno exclusivamente español. Así, en los últimos años han proliferado las elecciones-espectáculo reñidas entre candidatos presidenciales en los sistemas presidencialistas, y entre partidos o alianzas de partidos en unos sistemas parlamentarios que imitan los modos presidenciales: elección presidencial en Estados Unidos en 2000 (George Bush obtuvo 48 % y Al Gore, 49%), elecciones legislativas en Alemania en 2005 (el CDU de Angela Merkel logró 35,2% y el Partido Socialista Alemán de Schroeder, 34,3%), y en Italia en abril de 2006 (la alianza dirigida por Romano Prodi obtuvo el 50,1% y la de Berlusconi, 49,9%). El mismo año, en la América Central y del Sur se reprodujo el mismo fenómeno en las elecciones presidenciales de diversos países: en Costa Rica en febrero de 2006 (Oscar Arias logró 40,9% y Otton Solis, 39,8%), en Chile (en segunda vuelta, 46.5 % de Sebastián Piñera y 53.5 % de Michelle Bachelet), en Perú (en segunda vuelta, 52 % de Alan García frente a 47,3 % de Ollanta Humala) y en México (Felipe Calderón obtuvo el 36, 37% y Andrés López Obrador, el 35,37 %).
Quienes crean que la crisis de la democracia representativa se mide exclusivamente por el porcentaje de abstención se habrán llevado un chasco, con un nivel de participación que vuelve a alcanzar el 75 %, a pesar del abstencionismo militante vasco o el de comunidades como la canaria. Pero sólo una visión fetichista del voto -cada uno tiene un significado homologable en la gráfica estadística, pero no en la realidad- permite hablar de triunfo de la democracia cuando la abstención es baja y de crisis cuando la abstención es elevada.
Un signo de la crisis (que dura ya décadas) es la progresiva transformación del ritual electoral en un reality show televisivo. Me sorprende que todavía no se haya implantado el voto mediante el mando a distancia o mediante el envío de SMS, que podría ser además una fuente de ingresos para el Estado. Como en Gran Hermano o Eurovisión, sólo nos dejan elegir entre personajes esperpénticos o entre voluntariosos pero mediocres grupos musicales. Sólo la bufonada parece radical, sólo la irreverencia parece alterar el guión preestablecido. Pero, ay, hasta Chikilicuatre lo inventó un programa de televisión.