El próximo 21 de mayo se acercará a Gasteiz la flor y nata de la política española con un solo objetivo, con una sola misión: dar por inaugurado el Museo de la Memoria. Museo, donde, al margen de recordar a una parte de las víctimas del «conflicto vasco», exhibirán sus preciados trofeos de guerra en un claro intento de asentar su discurso y su sesgada memoria.
Sesgada memoria
donde el resto de víctimas producidas por la represión policial,
por las actuaciones de bandas paramilitares, por detenciones,
amenazas, desapariciones, torturas, abusos policiales y malos
tratos… no tienen cabida. No caben en ese museo, acaso en esos
chiringuitos abonados a los eufemismos lingüísticos a los que nos
tiene acostumbrados el señor Urkullu, donde ellos deciden quién,
cómo y cuándo una víctima lo es o deja de serlo.
Cuando
entren por la puerta del en su tiempo Banco de España (pero antes
Teatro de Gasteiz arrebatado a la ciudad), unos henchidos de orgullo
por semejante obra y otros agradecidos por dejarles salir en su foto,
seguramente no repararán en un amargo detalle que a una gran parte
de esta ciudad nos hiere, porque nos retrotrae a momentos que
dificilmente podemos olvidar.
A menos de cien metros de
ese edificio, justo donde el alcalde Urtaran ha puesto un ascensor y
escaleras mecánicas, y donde han colocado unos paneles explicativos
de las ruinas encontradas durante las obras, en ese mismo punto se
encontraba «la puerta del descenso al infierno». La antigua
comisaria de Policía, antes de ser traslada a la calle Olagibel, se
encontraba en ese lugar y en ella, en sus sótanos, en esas oficinas
oscuras con olor a sudor y madera vieja, fuimos muchas las personas
que pasamos los peores días de nuestra vida. Cien metros es lo que
separa el Museo de su memoria del lugar donde ciudadanos y ciudadanas
de esta ciudad fueron sometidos a torturas y malos tratos. Yo fui uno
de ellos.
El 26 de marzo de 1982, cuando la ley
antiterrorista permitía diez días de detención incomunicada, en el
asalto a la oficinas del grupo parlamentario de HB, entonces en la
calle Fueros, siete personas fuimos detenidas y trasladadas a la
citada comisaria. Todas ellas acabamos en un calabozo inmundo de la
Audiencia Nacional y posteriormente en el despacho de uno de sus
entonces afamados jueces; ante él denunciamos las torturas y golpes,
más que evidentes, que durante esos eternos días sufrimos en la más
absoluta indefensión por nuestra parte e impunidad por los agentes
de turno. Todo fue en balde: ignoraron nuestra denuncia, nos mandaron
a la tercera galería de Carabanchel, y en pocos días nos
trasladaron a Puerto Santa Maria, prisión a más de mil kilómetros
de Gasteiz, en la que pasamos todo un año para después salir
sobreseídos y sin causa. Evidentemente, el juez decidió el ingreso
en prisión en base a las declaraciones realizadas en comisaría bajo
torturas.
En esa comisaría, tras pedir poder salir al
servicio, di un puñetazo al cristal de una ventana con el objeto de
cortarme las venas y poder así salir de ese infierno. Conseguí que
me llevaran al entonces cuarto de socorro, pero no puede cruzar
palabra con nadie, tan solo miradas, dado que en todo momento les
impidieron hablar conmigo de cualquier cosa que no fueran los puntos
de sutura. En la Audiencia Nacional, el médico forense, que lucía
una bandera con el aguilucho franquista en la solapa, ni siquiera nos
miro, enviándonos con apenas dieciocho años a unas cárceles donde
la violencia gratuita y los esfuerzos por aniquilar a los presos eran
el patrón dominante.
Los nombres, los motes con los que
eran conocidos los policías torturadores (funcionarios públicos)
que nos machacaron, los gritos, los golpes, los olores, el frío, el
terror… forman parte también de la memoria de este pueblo. Nada
más y nada menos que 4.100 casos de tortura catalogados y
documentados, y apenas unos pocos policías condenados, la mayoría
después indultados por el Gobierno para el que trabajaban, para el
que torturaban. El sufrimiento de esas miles de personas no se puede
borrar ni se debe ignorar. Sólo separan cien metros su Memorial
excluyente de nuestro imborrable dolor, al que los políticos del
«suelo ético» que entonces miraron para otro lado ni se atreven a
nombrar y eufemísticamente llaman «utilización ilegitima de la
violencia por el Estado». El relato de lo que ha sufrido y aún
sufre este pueblo será de todos o no será.
Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/cien-metros