Ocho mil irredentos-as que se van y la colonización que se queda. Los caminos del Eretz Israel son inescrutables mientras el Ejército sionista desaloja asentamientos y, paradójicamente, reafirma su control por tierra, mar y aire en esta extraña Franja alejada de dios (al menos de alguno de ellos) pero no tanto de los intereses occidentales […]
Ocho mil irredentos-as que se van y la colonización que se queda. Los caminos del Eretz Israel son inescrutables mientras el Ejército sionista desaloja asentamientos y, paradójicamente, reafirma su control por tierra, mar y aire en esta extraña Franja alejada de dios (al menos de alguno de ellos) pero no tanto de los intereses occidentales y su voluntad eterna. En Gaza, conviene recordarlo, hay ancianos palestinos que en cada puesta de sol repiten el rito de dirigir su mirada hacia los territorios del 48 mientras rememoran las matanzas que acompañaron aquella verdadera expulsión que les convirtió en refugiados de por vida e imaginan sus casas en Haifa o Nazaret siempre a la sombra de un olivo sosteniendo en las manos un maltrecho papel-documento que acredita sus raíces. En Gaza, no lo cuentan las agencias de prensa internacionales, existe un particular código, un catecismo doctrinal fraguado en décadas a sangre y fuego que tiene un único precepto como axioma: «Prohibido nacer árabe en tierra árabe conquistada». Ahora, mientras nuestras retinas se llenan de imágenes de abandonos más o menos forzosos pero, eso sí, sustancialmente remunerados (300.000 dólares por familia más complementos, vivienda y subvenciones para los propietarios de empresas, negocios o invernaderos), buena parte de la confundida opinión pública mundial muestra su extrañeza ante la aparente contradicción de un Estado que da «marcha atrás» en sus pretensiones anexionistas utilizando a una «población indefensa», vanguardia de la causa durante décadas en un entorno agresivo. Hombres y mujeres llegados desde la diáspora judía en diversas oleadas de políticas migratorias con la guerra demográfica como trasfondo, que han servido de carne de cañón del expansionismo sionista, siempre encubierto en una interiorizada amalgama de justificaciones personales, económicas y religiosas.
¿Renuncia programática del Likud? ¿Victoria parcial de la causa palestina después de años de resistencia? ¿Superación progresiva por parte de las autoridades israelíes de su histórica mentalidad militarista y teocrática? Todo parece indicar que no. Los últimos «movimientos poblacionales» apuntan más bien a la revaluación que el actual Estado de Israel, asesorado por su «amigo americano», realiza de sus concepciones tradicionales de seguridad desde la necesidad de un reequilibrio geográfico que le llevaría a mantener el control fronterizo provisional del área mientras «blinda» su presencia en Cisjordania (muro incluido) y deja en manos de la autoridad palestina una bomba de tiempo que podría hacer saltar por los aires el actual y delicado equilibrio de fuerzas interno. No deja de ser significativo, por ejemplo, que organizaciones como Hamas o la Yihad Islámica hayan hecho verdaderas demostraciones de fuerza por las calles de Gaza en estos días, en un claro aviso de quién es quién en este complejo tablero de operaciones. Mientras Al Fatah trata de cerrar filas con su gobierno a la vez que muestra en la Franja su vertiente más «islamista» y las organizaciones palestinas laicas siguen sin superar su histórica crisis de identidad y falta de penetración social, las formaciones político-religiosas son concientes de su fuerza y de su papel de «contrapoder real» en la zona, extensible paulatinamente al resto de los Territorios Ocupados.
Más allá de determinadas lecturas seculares y de simbologías al uso tan rentables siempre para los gobiernos israelíes, fueran éstos laboristas o del Likud, la salida de la Franja de Gaza de los ocho mil colonos-as y la evacuación de esos veintiún enclaves-torres de vigilancia, parece responder realmente a un nuevo ajuste táctico en un control político-militar que no cesa desde 1948 y que, generación a generación, ha marcado la vida y la muerte de centenares de miles de hombres, mujeres y niños condenados al estigma de nacer árabes en tierras árabes conquistadas. Mientras tanto, cada tarde, a la caída del sol, los ancianos de esos campamentos de refugiados con sesenta años de provisionalidad y quién sabe, siguen dirigiendo sus miradas hacia el horizonte buscando en la distancia las ramas de ese olivo que imaginan creciendo todavía en Haifa o Nazaret…