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Con los pies en la Tierra

Fuentes: Rebelión

Cuando aprendemos a diferenciar lo ordinario de lo extraordinario, podemos rescatar y valorar el maravilloso sentido de la vida, porque no es lo mismo perder el tiempo comiendo y durmiendo, que aprovechar el tiempo trabajando por la salud del Medio Ambiente. Por desgracia, siempre encasillamos nuestro presente con el trágico vivir por vivir, antes de […]

Cuando aprendemos a diferenciar lo ordinario de lo extraordinario, podemos rescatar y valorar el maravilloso sentido de la vida, porque no es lo mismo perder el tiempo comiendo y durmiendo, que aprovechar el tiempo trabajando por la salud del Medio Ambiente.

Por desgracia, siempre encasillamos nuestro presente con el trágico vivir por vivir, antes de comprometer el futuro con el anhelo de soñar para vivir. La falta de metas personales que motiven el aura del alma, nos condiciona a sobrellevar la realidad del existencialismo planetario, en un predecible estado vegetativo de conformismo.

La depresión somatizada por el patetismo del Ser Humano, arrebata el bienestar de la colosal Madre Tierra, que irradia la luz de los delitos ecológicos ocasionados en el siglo XXI, por la nueva psicosis tripolar establecida en el psicótico Mundo moderno.

Preferimos condenar nuestro destino a una muerte sin arrepentimiento, antes de sufrir el aprendizaje emocional de la desilusión, de la decepción y del dolor. Nunca deseamos aprender en las épocas de crisis, pero estamos perdiendo la oportunidad de reconectarnos con invaluables vivencias cotidianas, que nos ayudarán a superar el castigo de la confusión, y nos permitirán recuperar la hermosa osadía de soñar despiertos.

Podemos escuchar el trinar de los pájaros, sentarnos a meditar en el parque, observar el paso firme de los abuelos, reír con la risa de los niños, jugar con un perro de la calle, besar un pegadizo bostezo, gritar una canción a capela, cambiar el color del cielo azulado, y abrazar el tronco de un árbol.

Tenemos un sinfín de experiencias tan simples como fortificadoras, para elevar el sagrado espíritu de la Humanidad, y aflorar el sentimiento de sanidad en nuestra golpeada imaginación.

Una golpeada imaginación sideral, que diariamente es asediada y acosada por el meticuloso contenido negativo, explayado en el entorno biofísico circundante. De allí, que la pirámide invertida dibujada en la providencia terrenal, nos regala millones de rostros cansados de arrastrarse en una gran mentira, que representa el corazón agrietado y marchito de todos los hombres y sus mujeres.

Podemos pisotear una hormiga en el desierto, maldecir la autoridad de un relámpago, escupir el oasis del jardín, quemar por capricho la basura, glorificar el pecado del adulterio, abusar del consumo eléctrico, derrochar una gota de agua, limosnear por una limonada y bautizar la biología capitalista.

Tenemos un sinfín de experiencias tan complejas como fútiles, para derrumbar el sagrado espíritu de la Humanidad, y aflorar el sentimiento de animosidad en nuestra errática imaginación.

La guerra entre hacer el bien o rehacer el mal, es una batalla muy complicada de ganar por méritos individuales, ya que los grandes desafíos del Universo exigen la unión de las fuerzas antagónicas, para conseguir el único objetivo posible e imposible de rechazar: la paz.

Para poder alcanzar la santa paz, es necesario recordar aquellos hitos históricos de amor, que el pasado de nuestros antepasados se encargó de ensangrentar en blanco y negro. Esos paisajes inmemoriales donde los pies no tenían dueños, no soportaban cadenas y no coleccionaban miedos, porque caminaban descalzos y confiados en llegar hasta la casa de la nada.

Pero con el surgimiento de la electricidad proletaria, el revolucionario sentimiento del amor se banalizó, se ridiculizó, y se prostituyó en todos los burdeles de las calles orbitales, gracias al consentimiento anárquico derramado por los reyes, por los pontífices y por los dictadores de turno.

En un abrir y cerrar de ojos, el amor se transformó en una marca registrada de la ciencia ficción, y para ganar el gozo carnal provisto en el amuleto de Eros, tuvimos que adorar la sonrisa de cortesía del maldito Dios Dinero, y tuvimos que destruir el rosario de libertad de la bendita Madre Tierra.

Es difícil pensar en Auschwitz, Chernóbil, Fukushima, Orlando, Taiji y Bento Rodrigues, sin antes pensar en los diez dedos del genocidio, del etnocidio y del ecocidio. Hemos utilizado nuestra inagotable capacidad de concentración, para construir gigantescos campos de inteligencia artificial, que no reconocen la serenidad del ser y la humanidad del humano.

El Humanismo exige una consolidación del respeto ambiental, que trascienda la gnosis malformada por las civilizaciones, por las religiones y por las politiquerías.

Sin embargo, la extinción del ancestral Lago Poopó demostró que la minería pulverizada, pudo desecar la fantasía de sus guerreras aguas. La grave contaminación del sacrosanto río Ganges, demuestra que el hinduismo también es víctima de la milenaria toxicidad. Y la casi extinción del piadoso Mar de Aral, demostró que la carrera belicista puede enmudecer a la tiranía del viento.

De hecho, nos produce muchísima alegría celebrar la independencia de nuestros países latinoamericanos, realizando una serie de actividades festivas que incluyen: el lanzamiento de pirotecnia, los coreográficos desfiles patrióticos, y la imposición pública del descanso laboral. Pero realmente estamos celebrando el éxito de la sangrienta irracionalidad, que se evidenció con las afiladas espadas de las masacres, con las rojizas flechas de los desastres, y con los indomables caballos del juicio final.

Por eso, antes de pretender solucionar los problemas ambientales mundiales, primero debemos identificar los problemas afectivos que existen en nuestras familias, hogares y comunidades. La dosis energética que define la interacción social de cada persona, también refleja la dinámica del trinomio basado en el pensamiento, en la acción y en la consecuencia.

A veces los resultados obtenidos del discernimiento cognitivo, no se ajustan al porvenir pragmático que esperábamos conseguir, por lo que la aplicación del libre albedrío en una decisión previamente tomada, NO debe escudarse en la tentación de las serpientes venenosas del pantano, para justificar los aciertos y los pecados que cometemos por mera discordia.

Cuando nuestro volcán de pasión se transforma en hielo ártico, solemos romper las piedras de los ríos más cercanos a la selva de concreto, buscando que los bosques de Alelí se traguen las monedas de nuestra orgullosa malcriadez, y así sigamos perdiendo la naturalidad del tiempo perfecto y consciente de la sabia Pachamama.

Si la enfermedad nos roba a un ser querido, a nadie le gustará escuchar la palabra Resignación. Si el desempleo nos deja con las manos vacías, a nadie le gustará escuchar la palabra Ánimo. Y si la vida nos obsequia lágrimas de desesperación, a nadie le gustará escuchar la palabra Paciencia.

Pero estamos seguros que con un poco de resignación, con una pizca de ánimo y con un toque de paciencia, los corazones rotos volverán a reconquistar la valentía del valiente, porque palpitamos con locura los más de 100.000 latidos, que vitalizan a diario el mágico milagro de la creación divina.

Una mágica creación divina que corre el riesgo de desaparecer, por la sofisticada soberbia que absorberá el péndulo de la Humanidad, antes que el Sol se canse de brillar en la galaxia, antes que la Madre Tierra se canse de amar a su descendencia, y antes que el asteroide se canse de golpear la corteza.

Imaginemos que compramos un boleto en el aeropuerto, para abordar el próximo avión de salida, y llegar con rapidez al destino elegido.

Todos los turistas mostramos signos de ansiedad, aburrimiento y preocupación, mientras esperamos el inevitable despegue del avión.

Una vez que aceleramos, ascendemos y gravitamos en el aire, le regalamos el preciado don de la vida a una máquina de turbinas, a un piloto con señales de ebriedad, y a un oxidado cinturón de seguridad.

No tenemos las alas celestiales de los ángeles, no tenemos las alas naturales de los pájaros, y no tenemos las alas supremas de los dioses. Pero jugamos a ser los dioses terrícolas, volando con un par de alas tecnológicas hechas por los superhéroes de la ingeniería aeronáutica, en un planeta Tierra tan grotescamente globalizado como el misterioso Triángulo de las Bermudas.

Un ejemplo prodigioso para la reflexión holística, lo encontramos en la película «Los Supersónicos conocen a Los Picapiedras», que fue producida por Hanna-Barbera y estrenada en el año de 1987, siendo un acontecimiento inédito para la vida de ambas familias, que protagonizaron dos grandes períodos generacionales.

La historia gira en torno a una máquina del tiempo, construida por el travieso Cometín para ganar un proyecto científico. Al principio todos sus familiares desconfiaron del supuesto artefacto, pero después se asombraron al ver que la máquina era un invento real.

La máquina poseía una palanca de control, y dos niveles de ajuste para viajar al Pasado o al Futuro. Toda la familia supersónica aceptó con alegría viajar al futuro, deseando conocer el estilo de vida del extravagante siglo 25.

Pese a que Cometín dijo que su máquina fue ajustada para viajar al futuro, nos llamó la atención que la palanca señalaba con claridad el Pasado. Y cuando el perro de la familia llamado Astro, se emocionó porque también fue invitado al estupendo viaje, vimos que movió accidentalmente la palanca con su cola. Aunque con ese movimiento el nivel de ajuste debía indicar el Futuro, la caprichosa palanca otra vez se situaba en el nivel de Pasado.

Pero Los Supersónicos viajaron confiados de que llegarían al futuro, y bromeaban sobre la oportunidad de escapar de sus problemas. Luego de aterrizar en suelo desconocido, toda la familia se mostró confundida, sin saber qué planeta estaban visitando, y con temor de encontrar a una gente espeluznante, por el uso exagerado de vitaminas y esteroides.

El único que aterrizó tranquilo y alegre fue el perro Astro, que reconoció de inmediato la belleza de la Naturaleza, y los frondosos árboles en el bosque.

Todo lo contrario ocurrió con Súper, Ultra, Lucero y Cometín, que nunca habían tocado el pasto verdoso de la Tierra, y solo conocían la ecología aprendida en las lecturas de la historia antigua.

Pero sin saberlo, Los Supersónicos se encontraban en el mismo bosque de la edad de Piedra, donde Los Picapiedras estaban pasando unas improvisadas vacaciones, ya que Pedro y Pablo habían sido despedidos de sus trabajos, por lo que decidieron salir de las calles de Piedradura, para que Vilma y Betty no supieran lo sucedido.

Las dos familias se conocieron en el prehistórico bosque. Los Supersónicos pensaban encontrar seres más futuristas, y Los Picapiedras pensaron encontrar seres más primitivos.

Tras el desaliento de Los Supersónicos por el arcaico futuro, Cometín exclamó lo siguiente: «Tal vez avanzamos tanto en el futuro, que el tiempo empezó otra vez».

Más allá de los problemas para relacionarse, ambas familias lograron comunicarse rápidamente, mediante el uso en común de la palabra «Amigo», que tanto Los Picapiedras como Los Supersónicos entendían su significado.

Las familias simpatizaron, se adaptaron a los cambios y estaban sorprendidas, por las increíbles botas antigravedad que presumían los foráneos, y por el cómodo sofá de esquisto que presumían los oriundos.

No obstante, el verdadero plan que tramaba Pedro Picapiedra, era fructificar los avances tecnológicos de Los Supersónicos, para impresionar a su exjefe y recuperar su trabajo.

Pero la tecnología no le sirvió a Pedro, y el señor Rajuela no le devolvió el puesto de trabajo. En ese preciso momento, Los Supersónicos decidieron usar la máquina del tiempo para regresar a casa, pues Súper también estaba a punto de perder su trabajo, ya que su jefe el Señor Júpiter lo acusaba injustamente de soplón.

Antes de irse, Súper quiso tomar una fotografía con Los Picapiedras. Les pidió que se quedaran quietos, para que todos salieran encuadrados y sonrientes. Pero justo al decir la palabra «Quietos», un desperfecto en la máquina del tiempo de Cometín, hizo que Los Picapiedras fueran transportados hasta el futuro.

Volvió a llamarnos la atención, que la caprichosa máquina indicaba el nivel de Pasado, cuando Los Picapiedras llegaron al mundo de Los Supersónicos.

El salvaje antagonismo de vida, no fue un impedimento para ninguna de las familias. Los Supersónicos se acostumbraron a las cuevas, y Los Picapiedras se acostumbraron a la multimedia.

Pero lamentablemente, cada familia fue utilizada y explotada por los astutos empresarios, que vieron en las excentricidades de Los Picapiedras y de Los Supersónicos, una posibilidad de ganar dinero fácil para sus propios intereses comerciales.

El impactante vuelo rapaz de Súper, hizo que su familia ganara una fortuna para comprar automóviles, salones de belleza, coliseos, hoteles, gimnasios, discotecas, y hasta la estación de bomberos.

Y el impactante rostro cavernario de Pedro, hizo que fuera proclamado como «el milagro de la época», «el portavoz de la edad de piedra» y «el hombre más famoso del Universo».

Sin poder lidiar con las frívolas responsabilidades, ambas familias se aborrecieron de sus propias vidas. Los Supersónicos se llenaron de quejas, enojos, insatisfacciones y pesares. Los Picapiedras se llenaron de egocentrismos, envidias, rencores y traiciones.

La palabra «Amigo» que había unificado la cultura de las dos familias, se había transformado en un amargo llamado de Auxilio, para regresar con la máquina del tiempo a sus vidas pasadas.

Irónicamente, la sirvienta de Los Supersónicos llamada Robotina, quien no fue invitada a viajar con la máquina del tiempo, resultó ser la heroína de la película rescatando a su amada familia supersónica, y logrando que todos los personajes regresaran sanos y salvos a la era espacial.

Mientras que Los Picapiedras regresaron a la edad de Piedra, porque absorbieron parte de la energía de la máquina del tiempo, y por la nostalgia que sintieron al sentarse en su vehículo prehistórico, que fue una novedosa mercancía de venta para los consumidores espaciales.

Al final de la historia, Pedro y Súper reconocieron sus tropiezos, recuperaron sus trabajos, y valoraron el gran poder de la amistad.

Queda claro que la evolución es un proceso limitativo, que tarde o temprano conduce a su propia involución. Es una ley tan natural como la promesa de nacer, crecer, envejecer y morir.

No se necesitan noches de insomnio, aceleradores de partículas ni hechizos astrológicos, para saber que el origen de todo lo que conocemos a lo largo y ancho de la vida, es un juego muchísimo más simple y adictivo de resolver, que incendiar las neuronas con la pregunta del huevo y la gallina.

En el caso particular del planeta Tierra, las imborrables huellas antropológicas de la especie humana, demuestran que la legendaria ley del Talión se comió el nido de los inocentes, el huevo de los soñadores, y la gallina de los pueblos laicos.

Cada instante evolutivo de los Seres Humanos, ha estado eclipsado por la más rudimentaria y violenta segregación social, que basándose en el instinto orgánico de supervivencia, llegó a consolidar un paradigma tan rebuscado como la ingratitud, la enemistad y la venganza.

Por eso podemos fabricar bombas nucleares, pero no podemos curar el Cáncer. Podemos colonizar la superficie de Marte, pero no podemos curar la Esclerosis Lateral Amiotrófica. Podemos clonar a una oveja, pero no podemos curar la Diabetes. Podemos reconstruir las torres gemelas, pero no podemos reconstruir la Capa de Ozono. Podemos curar la ignorancia, pero no podemos curar el Sida.

Es obvio que la prehistoria será el postmodernismo de la Tierra. Los Picapiedras tuvieron toda la suerte del Mundo, porque vivieron por primera vez el futuro, con la pureza de todos los recursos naturales existentes. Pero nosotros los Supersónicos ensuciamos todas las piedras preciosas, para que cuando regresemos por segunda vez al futuro, ya no existan dinosaurios que muevan sus colas de felicidad, ya no existan trompas de elefantes que calienten el agua potable, y ya no existan cuernófonos que hablen tonterías hasta la muerte.

Nos acostumbramos a la división cultural de los países, de las banderas, de los himnos, de los colores, de las fronteras y de los credos.

Pero hubo un inolvidable primero de enero, que reconoció al planeta Tierra como el único techo compartido por la Humanidad, como el único refugio compartido por la biodiversidad, y como el único camino por compartir en la vida.

Australia no siempre fue Australia, Venezuela no siempre fue Venezuela, e Italia no siempre fue Italia. No siempre los esquimales fueron esquimales, no siempre los indígenas fueron indígenas, y no siempre los templarios fueron templarios. Los americanos no siempre fueron americanos, los africanos no siempre fueron africanos, y los marcianos no siempre fueron marcianos.

Hubo un bendito primero de enero, en que todos fuimos hermanos de sangre, en que todos fuimos hermanos de raza, y en que todos fuimos hermanos de conciencia.

Hubo un bendito primero de enero, en que todos hablamos la misma lengua, en que todos comimos con la misma lengua, y en que todos besamos la misma lengua.

Hubo un bendito primero de enero, en que todos despertamos desnudos, en que todos dormimos desnudos, y en que todos soñamos desnudos.

Todo suena demasiado trillado, demasiado infantil y demasiado previsible, pero es la auténtica verdad que emancipa al planeta Tierra.

Si no podemos recordarlo, aceptarlo o imaginarlo, es porque el sentimiento de animosidad venció al sentimiento de sanidad, y el amor está muy lejos del último tren a casa.

Blog del autor: http://ekologia.com.ve/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.