La obra de Pedro Rivera, Condición Humana y Guerra Infinita, ganadora en la Sección Ensayo del Concurso Ricardo Miró 2004, constituye, conforme al fallo del jurado integrado por Poli Délano (Chile), José Manuel Valenzuela (México) y Julio Yao (Panamá) «una reflexión original, profunda y sugerente, sobre procesos y temas relevantes que definen a las sociedades […]
La obra de Pedro Rivera, Condición Humana y Guerra Infinita, ganadora en la Sección Ensayo del Concurso Ricardo Miró 2004, constituye, conforme al fallo del jurado integrado por Poli Délano (Chile), José Manuel Valenzuela (México) y Julio Yao (Panamá) «una reflexión original, profunda y sugerente, sobre procesos y temas relevantes que definen a las sociedades contemporáneas. La obra está escrita con claridad, un solvente estilo literario y buena estructura.»
Su aparición en forma de libro no puede ser más oportuna, ahora cuando afloran formas originales de resistencia a los poderes dominantes en nuestra región que no escatiman utilizar armas — desde las más sutiles hasta las más violentas — para cancelar la verdadera libertad de expresión, criminalizar las protestas o brutalmente suprimir todo empeño reivindicativo o liberador.
En medio del fragor social, debemos relegar toda idea sobre el uso de la fuerza, recurso favorito de los violentos, para invocar, como bandera revolucionaria, la fuerza de las ideas. Ya lo dijo José Martí: «Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras», y lo acaba de reiterar con carácter de urgencia el presidente de Cuba, doctor Fidel Castro, en el reciente «Encuentro Internacional contra el Terrorismo, por la Dignidad y la Justicia», celebrado en La Habana a principios de junio del presente año, al exclamar: «Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras».
Es posible que las guerras, las invasiones y las matanzas produzcan otro mundo, pero el mundo mejor por el que luchamos sólo es posible mediante la confrontación de las ideas. Por eso debemos dar la bienvenida a esta obra de Pedro Rivera, consagrado poeta, cuentista y ensayista, pergeñada no de recetas ni exóticas prescripciones, sino de ideas trabajadas con la angustia y la acuciosidad de quien vive inmerso en la preocupación por el destino humano y de quien quiere ir más allá de las ideologías predominantes y convencionalismos académicos para encontrar respuestas.
El verdadero radicalismo no estriba en el grito, la consigna altisonante o la algazara sino en la profundidad de las ideas, de los conceptos y causas que se pretenden enarbolar. Ya lo dijo Carlos Marx, que «radical» es quien va a la raíz, y que «para el hombre, la raíz es el hombre mismo». En este sentido, el libro de Pedro Rivera alberga una radical indagación: la necesidad de responder a preguntas apremiantes sobre la naturaleza del ser humano, de las relaciones entre hombre y Naturaleza, y de las relaciones sociales propiamente dichas. En pocas palabras, para iniciar estos ensayos, Pedro debió preguntarse a sí mismo: ¿Cómo empezó todo este desastre?
El autor nos ofrece un rico inventario de ideas que constituyen retadoras hipótesis para un debate indispensable. La sociedad, dice, copia el modelo de la Naturaleza; la agresividad, genéticamente programada, activa la violencia. Dicha agresividad nunca desaparece aun cuando se vea estimulada o morigerada por las normas culturales a través del devenir histórico. El hombre se lanza sobre sus congéneres para arrebatarles la charquita, la comida, el abrigo, los recursos necesarios para la vida. Ahora es el gas, el agua, o el petróleo. El impulso básico para sobrevivir, apropiándose de los bienes y negándoselos a los demás, explica la dinámica social contradictoria en la que surgen las élites, los sectores y clases dominantes, la subordinación de unos pueblos a otros, el imperialismo.
Pedro Rivera explica en forma minuciosa y detallada (reiterativa a veces) los complejos mecanismos bioquímicos, fisiológicos, neurológicos y otros en los que descansa – como en un entramado neuronal – la agresividad «innata» del ser humano. Dicha agresividad, gatillo de la violencia, se manifiesta a través de las épocas de distintas maneras sin perder su esencia. Lo que llamamos «civilización» no ha sido capaz de cancelar, pese a todo, esta «cualidad inherente», si bien negativa, del hombre. Así, lo que hoy llamamos «mercado», bajo el paraguas del presunto «neoliberalismo», no es otra cosa que la dominación de la humanidad por verdaderas minorías expoliadoras y genocidas que han reemplazado las armas y bombardeos con toda una programación económica comercial (incluídas la «cooperación» internacional y las llamadas ayudas para el desarrollo) que matan más gente de las que mueren en guerras abiertas y directas, en asedios por hambre, en bloqueos.
El saqueo programado de antemano por el Centro, con las aportaciones de científicos, sociólogos, psicólogos, economistas, antropólogos, y otros, enarbola ideologías que ofrecen legitimidad a sus objetivos, de tal suerte que a veces los derechos humanos, la democracia, la libertad y el orden jurídico y todo aquello que frecuentemente invocamos para redimir nuestros derechos e intereses, son elementos de la trampa que el Centro – llamémosle Imperio – le tiende a los pueblos hambreados, indefensos e impotentes del Sur.
En otras palabras, los poderes dominantes utilizan nuestros propios valores en contra de nosotros mismos. Así, en ocasiones peleamos por los derechos humanos, la democracia y la libertad, de manera acrítica y ahistórica, cuando en realidad estamos defendiendo el derecho de intervención del Imperio, cuyas políticas agresivas no identificamos ni percibimos como amenazas a nuestro entorno.
La construcción de estructuras opresivas y correspondientes ideologías constituye el útero en el cual nuestros pueblos realizan un aprendizaje, y es casi imposible desligarse del mismo, según el autor, porque es difícil pensar de forma distinta a la que se ha aprendido: «El aprendizaje se basa en un entramado neuronal…no se puede pensar de otra manera a la predeterminada…». Hay que tomar en cuenta, además, que en nuestros procesos racionales influyen frecuentemente las informaciones falsas instaladas por el poder mediático. Sofisticadas técnicas y terapias – mencionemos a Pavlov, o al Conductismo — se emplean para «conducir» o producir las respuestas esperadas.
La psique humana, en consecuencia, es el objetivo vital de todas las guerras, tanto calientes como frías. Ha sido así desde el principio, pero nunca antes como hoy los aparatos de dominación del Centro han sido refinados tanto para apropiarse de la mente de los pueblos a fin de uniformar los pensamientos y actitudes de los oprimidos y desmantelar cualquier forma de resistencia. «Las invasiones – dice el autor — son precedidas de invasiones neuronales».
El Imperio, o como se le quiera llamar, domina en todo sentido: doblega a los fuertes, elimina a los resistentes y héroes; mancilla, desacredita o conduce a los líderes, co-opta a los intelectuales, incluyendo a muchos considerados de izquierda; en fin, ejerce un control total sobre la dinámica de nuestras sociedades.
Las invasiones, como la alemana en Europa o la de Estados Unidos en Panamá, ofrecen ejemplos claros de cómo los «guerreros» preparan el camino de antemano para facilitar la ocupación — en los territorios y en las mentes — de los pueblos derrotados, desde la matanza indiscriminada de inocentes, hasta la erradicación de los símbolos de la sociedad y la nacionalidad, como ocurrió en Panamá con el hurto de la primera bandera nacional y tesoros arqueológicos por parte de la soldadesca estadounidense; o en Irak, con el desguazamiento de su cultura milenaria, realizado o propiciado por las hordas invasoras para matar la moral y las defensas de la población ocupada.
Pero, entonces, ¿pesará el fatalismo genético para siempre, y para siempre el hombre será «el lobo del hombre»? ¿Estaremos condenados a pelear por la charquita? Puestos en términos de Marx, ¿no saldremos nunca de la prehistoria?
El ensayista postula la necesidad de ejercer un «magisterio cultural» que construya un entorno igualitario a través de equipos interdisciplinarios que diseñen un nuevo tipo de sociedad, pero aquí surge el problema planteado por Marx en la tercera tesis sobre Feuerbach: ¿Y quién educa a los educadores?
Si no se lee con cuidado este libro, el lector podrá quedar preso de cierto pesimismo o de derrotismo, sobre todo cuando afirma: «El mundo conocido funciona así y no cambiará, al parecer, en el futuro inmediato. Por eso la estupidez humana es infinita y el hombre el animal perfecto. Y lo es porque – dicho en forma directa – subordina la racionalidad, su rasgo más singular, a los impulsos primarios instintivos-emotivos.»
Por mi parte, estimo que esta obra da pábulo a futuras interrogantes y que, como todo ensayo, ensaya interpretaciones originales sobre el destino humano. Pero como luchador que soy, me resisto a pensar que todo ha sido fatalmente determinado y que siempre seremos creaciones ciegas de la Historia. Después de todo, el darwinismo social preconizado por el mal llamado «neoliberalismo» jamás podrá convencernos de que el capitalismo es un producto de la Naturaleza.
Un genial psicólogo ruso, Lev Semenovich Vigotsky (1896-1934) muerto a los 38 años de edad sin que sus contribuciones fueran conocidas en Occidente en esa época, postuló a los 28 años de edad en el marco del «Segundo Congreso de Psiconeurología en Leningrado», que «sólo los seres humanos poseen la capacidad de transformar el medio para sus propios fines» y que esa cualidad los distinguen de otras formas inferiores de vida. Sus estudios, con raíces en Marx, sobre los procesos psicológicos superiores, replantearon la psicología a partir de bases científicas que permitieron abordar el estudio de la conciencia. Vigotsky considera clave el rol de las mediaciones entre el sujeto y su entorno para que aquél trascienda la inmediatez y se eleve a un nivel superior de conciencia y cognición, como paso preliminar para construirse un mundo mejor.
El mismo Pedro Rivera nos alerta contra la desilusión, al advertirnos así:
«¡Pero, ojo, esta visión, lejos de lo que algunos puedan suponer, no tiene nada de fatalista! Ni de pesimista. Ni de derrotista. Pues, necesario es reconocer que lo humano no permanecerá atrapado entre los intrincados vericuetos atávicos-ancestrales. Tal vez la agresividad consubstancial evolucione como un ingrediente en la construcción de entornos de convivencia pacíficos. ¿Sería un contrasentido hablar de agresividad positiva?
«Por lo pronto, la utopía, mientras no desaparezca como propuesta – y no desaparecerá — será una de las bifurcaciones de las muchas a configurarse en el interior de las llamadas crisis o estructurass disipativas garantes, sin duda, de la evolución. La creación de entornos pacíficos, afectivos y solidarios sustentables siguen siendo las únicas opciones humanas, aun cuando la especie jamás deje de poseer atributos agresivos. A pesar de su naturaleza violenta esencial, el hombre es la utopía, y su construcción, sin desmayo y sin pesimismo, realmente justifica la vida. Y mientras la construcción de otro mundo sea una posibilidad y una tentación, vale la pena vivirla.»
No en vano, el jurado calificador señaló: «Este trabajo contribuye a esclarecer aspectos marcantes de la historia social y nacional panameña y propone enfoques conceptuales que permiten interpretaciones para pensar alternativas que mejoren la convivencia humana.»