Procede de Confirma y confesa B. Michael. Yediot Aharonot, principal diario israelí, octubre de 2004. Traducido de la traducción inglesa del hebreo para Rebelión por Germán Leyens Entre el 29 de septiembre y el 15 de octubre, quince días en total, maté a treinta niños. Dos niños por día. Dos niños muertos por día son […]
Procede de Confirma y confesa B. Michael. Yediot Aharonot, principal diario israelí, octubre de 2004. Traducido de la traducción inglesa del hebreo para Rebelión por Germán Leyens
Entre el 29 de septiembre y el 15 de octubre, quince días en total, maté a treinta niños. Dos niños por día.
Dos niños muertos por día son más o menos cuatro padres desconsolados por día. ¿Por qué más o menos? Porque algunos eran hermanos. Así que, dos niños muertos por un par de padres desconsolados. Tal vez sea mejor, porque esos padres están desconsolados en todo caso, así que así que se afligen sólo dos veces, y otro par de padres no tiene que afligirse. Pero tal vez sea menos bueno, porque desconsolarse es peor que estar muerto, y quedarse desconsolado por partida doble es dos veces peor que estar muerto. Así que en realidad no sé qué decidir.
A todos esos niños los maté en la Franja de Gaza, y a todos los maté por error. Es decir, sabía que había niños y sabía que mataría a algunos, pero ya que sabía que sería por error, no me sentía tan abrumado. Porque todo el mundo comete errores. Sólo el que no hace nada no comete errores. Los errores suceden, somos todos seres humanos. Es lo que pienso que mis errores tienen de bueno, me hacen sentir tan humano y falible, ¿no es cierto?
Los 30 niños los maté por una infinidad de errores. Cada niño por su error especial. Hubo uno que pensé por error que no era niño. Y hubo otro al que le tiré porque insistió en quedarse de pie exactamente en el sitio al que había decidido que iba a disparar. Y hubo uno que lanzaba piedras y que no se veía como si tuviera seis años. Y hubo uno que desde el aire parecía ser un terrorista buscado. O un cohete Qassam. O como un terrorista que sujetaba un cohete Qassam. Y hubo algunos niños que por error metieron sus cabezas en parte de la metralla de la granada que disparé al interior de su casa. Y la que se escondió por error debajo de su cama justo cuando la hice volar para expulsar al pelotón terrorista que se escondía allí. Pero eso no cuenta, fue su error, no el mío.
Recuerdo que lo más duro fue mi primer error. Disparé y disparé y disparé, y me dijeron que había matado a un niño. Empalidecí y se me resecó la boca, y mis rodillas temblaron, y en general no dormí muy bien esa noche. Pero con el paso del tiempo, y de mis errores, se hizo mucho más fácil. Ahora hago errores sin sufrir apenas efectos secundarios. Me ayudó mucho que mis amigos, mi entorno, todos, no hicieran muchos líos por cada pequeño error.
Aquí, sólo la semana pasada, cuando maté por error a una niña, disparé dos errores más a su cabeza, para asegurarme que estaba cometiendo un error. Y luego, el resto de mi cargador, lleno de errores. Una sola vez. No habría podido hacerlo.
Es verdad, hay quien me dice que cometo un error al escribir esta confesión. Me dicen que no he estado en Gaza y que no disparé ni una bala, y que no lancé bombas, y que no ametrallé, y que no soy francotirador. Es verdad. No lo hice. ¿Pero quién pagó por las balas? ¿Y quién compró el fusil? ¿Y quién financió la granada? ¿Y el misil? Yo. Yo. Yo. También yo.
Y además, ¿quién ya no palidece con cada nuevo error? ¿Qué boca no se reseca cuando un niño más cae por tierra? ¿Qué rodillas no se debilitan cuando otro bebé anónimo yace muerto en una cuna ensangrentada? ¿Quién sigue durmiendo tranquilo incluso cuando la cantidad de errores llega a treinta en dos semanas? Yo. También yo.
Así que no me digan que no maté a nadie.