1.- De la crisis: ¿la barbarie sin alternativa? Sí, la crisis nunca es parálisis; es siempre reestructuración, transformación, modificación de equilibrios económicos y sociales. Es tiempo histórico que se acelera. Lo peor es pensar que la cantidad mutará en calidad por el hecho mismo de la crisis capitalista: nunca ha sido así. Lo subjetivo no […]
1.- De la crisis: ¿la barbarie sin alternativa?
Sí, la crisis nunca es parálisis; es siempre reestructuración, transformación, modificación de equilibrios económicos y sociales. Es tiempo histórico que se acelera.
Lo peor es pensar que la cantidad mutará en calidad por el hecho mismo de la crisis capitalista: nunca ha sido así. Lo subjetivo no es la consecuencia mecánica de lo objetivo: aquel tiene su propia dinámica, su propio desarrollo, sus marcos de posibilidad. La espera a que la crisis radicalice sin más el antagonismo social y que de ahí se derive la salida transformadora o revolucionaria es partir de una concepción economicista y especialmente primitiva de la dialéctica estructura- sobrestructura.
El capitalismo no caerá por si solo; siempre hay salidas y es la política la que decide en último término, es decir, la intervención consciente sobre la correlación real de fuerzas. La dinámica de imaginarios sociales, organización, lucha social y propuestas políticas es la que determinará el papel de las clases subalternas en la coyuntura histórica y la orientación de eso que, con cierta ligereza, se llama la salida de la crisis capitalista.
Aquí es donde reside el problema (estratégico) más importante, a saber, la desaparición, por parte del imaginario social de las clases trabajadoras, de la creencia en la deseabilidad y factibilidad de una sociedad alternativa al modo de producir, consumir y vivir del capitalismo, es decir, de eso que históricamente las clases subalternas han llamado socialismo.
No parece posible, a medio y largo plazo, resistir, luchar y organizarse con una subjetividad bloqueada y desnortada. De ahí, que la reconstrucción del poder social de las clases subalternas tenga un componente político-cultural fundante: organizar un imaginario emancipatorio alternativo a la crisis del capitalismo realmente existente.
La disyuntiva «socialismo o barbarie» intentaba, expresivamente, poner de manifiesto la enorme involución civilizatoria que supondría la continuidad de un capitalismo en decadencia ante la imposibilidad de construir una alternativa revolucionaria. Las palabras de Rosa Luxemburgo siguen teniendo hoy la misma fuerza que cuando las pronunció, a pocos días de su asesinato «¡Socialismo o hundimiento en la barbarie!». La comunista alemana reformulaba con mucha agudeza un conocido, y fundamental, paso del Manifiesto Comunista de Marx y Engels (la imagen de la decadencia del Imperio Romano está muy presente) «lucha (de clases) que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna».
La desaparición del imaginario revolucionario de las clases trabajadoras nos conduce a una situación histórica donde parecería que la crisis civilizatoria del capitalismo senil o en decadencia no tiene alternativa. Con mayor precisión: una barbarie sin otra salida que la previsible autodestrucción de la especie humana.
Por esto, no basta sólo con propuestas políticas concretas, con atenerse a los problemas de la gente, con la lucha social y la acción colectiva si no somos capaces a la vez de construir creencias, valores, principios que legitimen el compromiso de las personas con la emancipación; tener sólidas razones políticas y morales que justifiquen la crítica al desorden existente y la opción por otro tipo de sociedad y de poder.
En este sentido sabemos que las palabras comunismo, socialismo, están para muchas gentes negativamente marcadas. Esto será así durante mucho tiempo y es posible que la sociedad alternativa no se reconozca en esos nombres. Ahora bien, hay que ser prudentes y no dar por definitivamente perdidos imaginarios sociales que han nutrido la memoria histórica de las clases subalternas y que son un formidable problema no resuelto del programa (ahora sí) de la emancipación social. Y más allá, dar por mal terminada una larguísima historia de sufrimientos, de luchas desesperadas y gestas heroicas de masas en los cinco continentes.
El socialismo/comunismo implica una historia, una lucha social centenaria y una experiencia real que no puede ser cancelada sin recuperar sus dilemas, sus limitaciones culturales y los enormes desafíos que dejan para los que creemos que el capitalismo debe ser superado y que es posible y necesaria otra sociedad, otra economía y otro poder al servicio de las necesidades de las personas, en armoniosa relación con la naturaleza, de la que irremediablemente somos parte.
2.- Para caracterizar la fase
2.1. El mundo está cambiando de base
No engañar ni engañarse, atenerse a lo que hay y no idear soluciones abstractas a problemas reales es un supuesto central de eso que se ha venido llamando concepción materialista del mundo. El otro es la intervención consciente, organizada, sistemática en una realidad que se conoce y cuyas entrañas son desveladas colectivamente. La realidad está preñada de lo mejor y de lo peor. De las tendencias que apuntan a la involución como las que nos llevan a la liberación. Ese es el marco de posibilidad que puede hacer posible la práctica de una política consciente, organizada y sistemática (conviene insistir frente a voluntarismo y a determinismos varios) por las fuerzas anticapitalistas, con voluntad socialista.
Los rasgos que caracterizan al capitalismo imperialista en la presente fase requieren de mucha atención, finura analítica y radicalidad político-moral. Se trata de tiempos de crisis, de transformaciones radicales y de cambios acelerados. Situarse bien en la fase no consiste sólo en definir los problemas centrales, precisar bien las mutaciones que se abren ante nosotros; hay que ir más allá. Se trataría (en lo macro y en lo micro, el largo y medio plazo, en el dato coyuntural que alumbra tendencias de fondo) de entrar metódicamente en los campos de fuerzas que organizan a los sujetos sociales, en las subjetividades imaginarios en transformación y en las diversas formas en que las clases subalternas actúan. Esta tarea debe ser colectiva y permanentemente actualizada, una puesta a punto periódica, por así decir.
El primer dato a tener en cuenta es la crisis. ¿Qué es lo que está en crisis en la crisis?: 1) la concreción histórica del capitalismo realmente existente. Nunca existe un capitalismo fuera del espacio y del tiempo. Tampoco un capitalismo homogéneo: centro y periferia están en procesos acelerados de transformación; 2) lo que llamamos capitalismo neoliberal o globalización capitalista ha sido también un proyecto político, una ideología, un discurso legitimador, que pretendía alumbrar un nuevo capitalismo; 3) lo que al final se concretó fue una transición histórica (económica, geopolítica y cultural) de grandes dimensiones que hoy, y es lo que hay que tener en cuenta, está en crisis. Para explicarlo de otra forma, lo que está en crisis es «la salida de la crisis» de los años setenta en sus tres componentes básicos: políticas (de clase) neoliberales, financiarización y globalización capitalista; 4) se puede decir, como síntesis y resumen, que estamos ante el fracaso del segundo intento histórico, al menos, del capitalismo para globalizar el conjunto de las relaciones sociales capitalistas (el mercado autorregulado) más allá de los Estados, naciones, culturas, pueblos y sociedades. Hacer del planeta un solo mundo homogéneamente mercantilizado bajos los patrones culturales y de poder del capitalismo occidental.
Un segundo aspecto a considerar tiene que ver con lo que podríamos llamar «la gran transición geopolítica». El meollo del asunto, muy visible, por lo demás, es esta enorme redistribución de poder que se esta produciendo en la economía-mundo capitalista.
En el centro, lo que aparece es la decadencia de EE. UU. y, más allá, la de Occidente en su conjunto; y la emergencia de nuevas potencias o de la recuperación de antiguas (como Rusia) que parecían condenadas (a pesar de su avanzada tecnología político-militar) al retroceso permanente. Es preciso relacionar crisis financiera y decadencia estadounidense. Las políticas neoliberales y la globalización capitalista fueron los instrumentos básicos de la reacción de las clases dominantes anglosajonas en un momento histórico crucial, donde el capitalismo entraba en crisis y la hegemonía norteamericana era puesta en cuestión (no se debe de olvidar) económica, política, militar e ideológicamente. En definitiva: es «la crisis de la salida a la crisis» de los años ochenta.
Seguramente el dato más relevante de las así llamadas potencias emergentes consista en el papel central del Estado como regulador del mercado, redistribuidor de renta y riqueza e impulsor de una estrategia de desarrollo nacional. Son países-continentes, con viejas civilizaciones y con fuerte proyectos de integración social, forjados, de una u otra forma, en duras luchas por la independencia y por la soberanía. Ciertamente, cada uno de estas potencias tiene intereses propios y relaciones de colaboración y conflicto con la potencia imperial; sin embargo su influencia crece y es ya muy difícil ignorarlos. Se puede decir que Occidente ya no puede seguir mandando como antes, están obligados a reconocer que existen otros poderes y que tienen que compartir decisiones. La tendencia de fondo es hacia el conflicto en torno a la definición de nuevas reglas, nuevos comportamientos y nuevas lógicas político-militares. Distribución de poder y multipolaridad serán las líneas principales de fractura de unas relaciones internacionales gobernadas por la incertidumbre, la competencia y la lucha denodada por asegurarse ventajas relativas, donde los recursos naturales serán cada vez más determinantes.
Un tercer aspecto tiene que ver con la crisis ecológica-social del planeta. La imagen de una megamáquina que, sin control y a una enorme velocidad, nos conduce al precipicio, da una idea precisa de la realidad que estamos viviendo.
Las evidencias disponibles tan abundantes, el consenso de la comunidad científica tan unánime y la percepción clara de la ciudadanía nos dicen que estamos, desde hace mucho tiempo, rebasando los límites de la reproducción y carga del planeta. Conviene no ocultar lo fundamental. No es, como se suele decir, que se deteriora el medio natural (como si la especie humana estuviera al margen de él) sino que lo que se está produciendo es una modificación sustancial de los equilibrios de la biosfera que permiten y hacen posible la vida humana. Al destruir el medio nos estamos destruyendo nosotros. Esa es la radicalidad de la crisis ecológica: la incompatibilidad entre el capitalismo industrial, productivista y la existencia de un planeta (finito) donde los seres humanos podamos vivir con dignidad.
La crisis económica está agravando dramáticamente los problemas ambientales, donde la conexión recursos naturales no-renovables, competencia entre Estados y conflictos políticos-militares es cada vez más evidente. A la grave crisis energética se le añade la crisis del agua y la alimentaria. Hemos rebasado los límites y ahora descontamos ya el futuro de las próximas generaciones.
Un cuarto aspecto tiene que ver con la cuestión político-militar. Como se ha indicado, la tendencia dominante es hacia el conflicto y la guerra en las relaciones internacionales. La redistribución del poder en la economía mundo capitalista siempre tiene un aspecto militar. EE. UU., Occidente en cierto sentido, está en decadencia.
Decadencia no significa colapso. Es más, el dato más característico es que el declive norteamericano se da en un contexto de superioridad militar nítida. Casi la mitad del gasto militar mundial lo realiza EE. UU. La interrelación entre economía, ciencia y armamento sigue siendo el núcleo central del poder en EE. UU. Todo esto en un contexto mundial donde EE. UU. tiene aproximadamente 700 bases militares con una enorme capacidad de movilizar, en plazos muy cortos, recursos humanos, militares y logísticos.
No es de extrañar que EE. UU. intente compensar geopolíticamente su declive económico y que haga del control de las instituciones internacionales un instrumento privilegiado para perpetuar su hegemonía. Más allá de la retórica al uso, la carrera de armamentos se acelera y cada vez hay más riesgos de que cualquier estallido parcial pueda generalizar conflictos armados de grandes dimensiones, convencionales o no. Mucho más, como antes se indicó, cuando la cuestión de los recursos naturales se convierte en un objetivo militar de primera importancia. Tampoco es casual que estos dos aspectos (recursos naturales y carrera armamentista) se concreten en América Latina, en otro tiempo patio trasero del Imperio y ahora territorio en disputa.
Un tema que no se suele tener en cuenta es que la tendencia a la multipolaridad y a la redistribución del poder a nivel mundial pone en cuestión también lo que pudiéramos llamar el «Occidentalismo», el predominio de los patrones culturales de las superpotencias dominantes en eso que se ha llamado la «modernidad». No es un cambio menor. El predominio político y económico siempre ha requerido la subalternidad cultural de los países dominados. Con la emergencia de estas nuevas superpotencias las relaciones van a ser sustancialmente modificadas y aparecerá con toda su fuerza la pluralidad cultural, en sentido fuerte, de la especie humana y con ello nuevos valores, nuevos horizontes de sentido que seguramente nacerán de una crítica de la modernidad eurocéntrica.
2.2. La encrucijada de la Unión Europea: un sueño que se convierte en pesadilla
Unos de los errores más graves de la izquierda social y política es no haber tomado nota de los cambios operados en Europa tras la disolución del Pacto de Varsovia, la desintegración de la URSS y, sobre todo, la unificación de Alemania. Se estaba definiendo lo que algunos autores han llamado «el nuevo europeísmo», es decir, un conjunto de políticas, estrategias y discursos que daban un giro radical a la orientación central de la así llamada integración europea.
Los elementos básicos de este «nuevo europeísmo» se pueden se pueden sintetizar del modo siguiente:
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La pérdida progresiva del control de la soberanía popular de la economía en general y de la política económica en particular. La estrategia hacia el Estado mínimo, ha sido reiteradamente señalado, requería un doble proceso ideológico: «naturalizar la economía», tal como la cuentan los neoliberales, y «despolitizar la política» (económica, pero no sólo).
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Este objetivo se ha concretado en políticas que, desde el Acta Única y Maastricht, han sido convenientemente constitucionalizadas en los tratados. Nada explica esto mejor que la construcción de un mercado único, competitivo y desregulado, gobernado por un Banco Central independiente, cuyo único objetivo es controlar la inflación, es decir asegurar el valor de los que poseen el dinero (el poder económico).
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La operación era muy sabia: se le quitaba el poder monetario a los Estados Nacionales y se lo transferían no a una entidad democráticamente controlada sino a un organismo, supuestamente «técnico y neutral», que por definición no depende de ningún órgano electivo. Más allá de la retórica, controlado por los poderes financieros y específicamente por la «Gran Alemania».
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Esta es la cuestión central. Sabemos, todo se sabe pero a destiempo, que el tema central fue durante mucho tiempo el miedo al despertar, de nuevo, de la llamada «cuestión alemana» después de su reunificación. La conclusión de tantas precauciones, miedos y cálculos, fue construir una Europa bajo hegemonía teutona. La lección que sacaron las clases dirigentes tras la reunificación fue radicalizar el proyecto orientándolo hacia la competencia entre Estados en el marco de la Unión Europea. El cambio es muy importante; por definición, un proyecto de integración es incompatible con una estrategia basada en la competencia entre unidades estatales profundamente desiguales cuando, además, no existen instrumentos reales compensatorios y políticas redistributivas significativas.
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El euro fue, al final, la pieza clave de esta arquitectura institucional. A partir de la moneda única la competencia sería ya en términos reales, y cuando los «choques asimétricos» (la crisis) llegaron a los Estados no les quedó otra que las, así llamadas, «devaluaciones internas»: reducciones salariales, flexibilización radical de las relaciones laborales, ataque sistemático a los derechos sociales, laborales y sindicales e iniciar el proceso de liquidación definitiva del Estado social.
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Estos son los famosos «deberes» que Alemania ya hizo, según dice Merkel, y que ahora se impone dictatorialmente al conjunto de los países del Sur. Esta política no sólo conducirá a una auténtica involución social y económica sino que no va a resolver ninguno de los problemas existentes. Una estrategia basada en una competencia entre unidades estatales sin política fiscal común, sin instrumentos reales de regulación y compensación, conducirá a que se estabilice un centro y una periferia que hará a medio plazo imposible una Unión Europea así configurada. La Europa del euro agrava las desigualdades en la Unión, incrementa las disparidades territoriales y desestructura radicalmente las economías nacionales.
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Esta crisis pone fin a esta insulsa utopía llamada federalismo europeo. Por mucho que se repita una y otra vez, en los últimos 20 años, que vamos a un horizonte federal, la realidad, tercamente, nos dice que esta entidad llamada Unión Europea expropia a los Estados de su soberanía y la deja en manos de los poderes económicos organizados desde el Banco Central Europeo y la Comisión. Más allá, como se evidencia cada día en los medios, consolida una operación geopolítica que garantiza la hegemonía alemana. Se ha pasado de una Alemania europea a una Europa alemana y eso tiene y tendrá consecuencias negativas para el conjunto de los ciudadanos y ciudadanas.
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El aspecto fundamental, sin embargo, tiene que ver con la democracia. La globalización capitalista y el proceso de construcción europea han erosionado gravemente el Estado-nación, y con ello han devaluado la democracia y la soberanía popular. La decadencia de la política tiene aquí su fundamento: lo que deciden los ciudadanos es cada vez menos, lo poderes económicos y mediáticos lo deciden todo y, a la hora de la verdad, lo que se elige es lo mismo que ya hay, pero realizado por otros. Se vota contra los que gobiernan y los que llegan realizan las mismas políticas o parecidas. La plutocracia, unida a una clase política subalterna y sin ningún tipo de autonomía es la que realmente decides y obliga a los pueblos a aceptar sus dictados bajo fórmulas democráticas. Estamos ante el retorno de una nueva democracia censitaria de base oligárquica.
2.3. La larga marcha de España hacia el subdesarrollo.
La crisis económico-financiera internacional puso fin al patrón de acumulación dominante en España. Más de una década de crecimiento modificó sustancialmente la estructura social y la composición de clases, las relaciones entre economía y política y, sobre todo, las percepciones y los imaginarios de las personas. Se vivió como un sueño y, en parte, como una liberación: el «ya somos como ellos» se convirtió en la consigna de varias generaciones y el objetivo que generaba mayorías electorales y enormes consensos sociales; por fin europeos de pleno derecho, dejamos atrás el atraso, las miserias y la dictadura. El sueño se hacía realidad y el progreso estaba asegurado, los medios cumplieron su papel a la perfección y a la burbuja financiero-inmobiliaria se la añadió la otra, la más pesada, la político-cultural.
Hubo casandras en la política (pocas y silenciadas rápidamente), entre los académicos (aún menos) y en los medios de comunicación (se contaban con los dedos de la mano) que advirtieron de lo que venía, pero cumplieron fielmente su guión histórico: acertar y que nadie les creyera. Luego, muchos, se apuntaron a los acertijos históricos y los teóricos de siempre se subieron al carro, bien lleno al principio, de la «refundación del capitalismo». Más adelante, en lo que se puede denominar sin más como una de las mayores supercherías intelectuales de nuestra historia patria, se convirtieron en los arietes de una enorme ofensiva ideológica contra lo público y los derechos sociales al servicio (bien cobrado, por lo demás) de la oligarquía financiero-inmobiliaria, causante de la crisis y principal beneficiaria de la operación «rescate» (pagada por la ciudadanía).
Conviene aquí, también, preguntarse qué es realmente lo que ha entrado en crisis con la crisis.
Antes, un aspecto metodológicamente muy importante: la unidad de análisis. Hay una cierta esquizofrenia: se sabe que la UE determina nuestras opciones políticas fundamentales y que somos un país intervenido, una especie de «protectorado» de una entidad geopolíticamente dependiente de Alemania. Sin embargo, se sigue hablando de España como si fuese un Estado nacional, un Estado soberano. No es casual que sean las fuerzas de la derecha nacionalista los que hablen de España o de Madrid como el origen de todos los males, ocultando que el «soberano» real es un poder difuso, que poco o nada tiene que ver con la soberanía nacional-popular, firmemente controlado por los poderes económicos y que en la Europa de la que quieren formar parte como Estados la única soberanía realmente existente es la de la plutocracia, el poder de la minoría que tiene el dinero.
Por esto hay que analizar los problemas de España como la de una «región de la Unión» y como Estado subordinado y dependiente. Claro que existe autonomía y que las cosas pueden cambiar. Es, precisamente, observar la realidad desde el punto de vista del cambio lo que pone de manifiesto la enorme dependencia, el «amarre» a que los poderes fácticos han sometido a la soberanía popular para hacer irreversible las políticas neoliberales e impedir, no ya el socialismo, sino cualquier tipo de sociedad con una lógica y unos derechos de ciudadanía no sometidos al poder financiero y a las grandes trasnacionales.
La «cuestión nacional» que emerge, lenta pero firmemente, es la del Estado español en su conjunto. Es eso que históricamente se llamó España la que sufre una situación de subordinación política, dependencia económica, pérdida sustancial de soberanía, retroceso de libertades y derechos, y vaciamiento de la democracia, convertida en un sistema meramente electoral de refrendo de lo que se decide desde poderes opacos, sin ningún control ni responsabilidad democrática.
La «vieja» cuestión nacional y la «nueva» se entrecruzan y se limitan. La clave es comprender la relación entre Unión Europea, Estado español (plurinacional) y conflicto social y de clase. Es el ejercicio del derecho de autodeterminación democrático de la ciudadanía y de los pueblos de España lo que esta radicalmente en cuestión. El qué decidimos, cómo decidimos y quién decide poco o nada tiene ya que ver con los ciudadanos y ciudadanas, con el soberano. Este es hoy por hoy el problema principal.
Cuando los partidos políticos de las burguesías nacionalistas vascas y catalanas defienden la independencia y su conversión en Estados de la Unión Europea consiguen un triple objetivo como clase (dominante): a) justificar los recortes sociales culpabilizando a «Madrid» (recortes que ellos, a su vez, aprueban en el Parlamento español); b) asegurarse la defensa irreversible de sus intereses de clase perteneciendo a una entidad, la UE, que constitucionaliza las políticas neoliberales, limita derechos y libertades ciudadanas y convierte la democracia en un mecanismo de selección de la clase gobernante; c) subordinar duraderamente los conflictos de clase a los intereses de los poderes económicamente dominantes e impedir las relaciones de solidaridad con las clases trabajadoras del Estado.
Las crisis también brindan una posibilidad a las burguesías dominantes: intentar pactar con la potencia hegemónica, Alemania, un estatus de aliado subalterno y desconectarse de una Península Ibérica empobrecida, condenada al atraso y sin capacidad de ser verdaderamente un Estado-nación. La otra nacionalidad histórica, Galicia, como siempre, apenas cuenta, convertida en «colonia interna» como Extremadura, Andalucía o, desde otro sentido diferente, Portugal.
Un primer elemento parece claro: lo que terminó fue el modelo inmobiliario-financiero que durante años había estructurado la economía española. Como ha sido señalado desde diversas perspectivas, la cuestión va más allá y engarza con la Transición, los Pactos de la Moncloa y el felipismo.
La crisis del desarrollismo puso fin a un determinado patrón económico y generó un nuevo bloque de poder (hegemonizado, como siempre, por la burguesía financiera y por el capital trasnacional) que impulsó, con el PSOE ya en el gobierno, un nuevo modelo de crecimiento después de una durísima reconversión industrial. El dato básico fue, como es muy conocido y poco recordado ahora, la renuncia a una economía productiva nacional de base propia y fiarlo todo a la economía internacional y, sobre todo, europea que, eso era la dramático, estaba en un proceso de cambio tecnológico acelerado, de redefinición de una nueva división del trabajo y de afirmación, sobre nuevas bases, de la hegemonía alemana.
Lo que vino después fue el viejo modelo económico franquista, en muchos sentidos empeorado, financiado por abundante capital europeo e internacional. Crecimiento a préstamo de base inmobiliaria financiara y teniendo al euro como instrumento fundamental que permitía eludir, temporalmente (como se dijo en su tiempo debido y hoy repetido incoherentemente por casi todos) las tradicionales dificultades de nuestra balanza de pagos. La consecuencia de todo ello fue una gigantesca deuda privada que la crisis terminó por convertir en pública.
Una segunda cuestión tiene que ver con la cualidad y calidad de nuestra democracia. No es este el lugar para hacer balance de lo que significó la transición política en España. Baste decir que la reforma pactada no puso en cuestión los poderes reales existentes y donde el «partido militar» impuso durísimas condiciones que, de un lado, no solucionaron viejos problemas como la cuestión de las nacionalidades históricas y, de otro, limitó sustancialmente las potencialidades de un movimiento democrático y popular que luchó, no sólo por un cambio de régimen, sino por una sociedad más justa e igualitaria. Cuestión social y democratización se separaron y esto tuvo, como se ve ahora, enormes consecuencias para el futuro.
La Constitución de 1978, que fue síntesis o resumen de esa ruptura pactada, ha ido cambiando para peor casi desde el principio. Hay dos cuestiones que la desvirtuaron sustancialmente y que hoy aparecen con todo su dramatismo. Se ha ido construyendo una nueva Constitución material que limita y diluye la Constitución formal. Dos elementos centrales han contribuido poderosamente a este proceso de reforma constitucional sin el ejercicio del poder constituyente de los ciudadanos. Se trata de los procesos de integración europea y la llamada cuestión autonómica.
Sin exageración se puede decir que el gran consenso social de la transición fue Europa. Ser como ellos, alcanzar sus derechos sociales y sus libertades cívicas se convirtió en un horizonte que transversalmente configuró un bloque social y una opinión. Los abundantes fondos públicos, la unanimidad de las fuerzas políticas y de los medios convirtieron a los distintos momentos de la integración europea en «avances» hacia mayores cuotas de derechos y de democracia. Así, Europa se convirtió en una entidad casi mítica e independiente del conflicto social y de poder, hasta el punto que cada paso en la supuesta integración se consideraba un bien en sí, indiscutido e indiscutible. Se llegó al dominio pleno de lo que se denominó el «europensamiento». Lo peor fue la complicidad de la izquierda social y política, con la excepción de Izquierda Unida durante la etapa de Julio Anguita.
Lo que no se quería ver era que la integración europea, sobre todo después de 1989, fue definiendo un marco determinado por las políticas neoliberales, sustraídas conscientemente a la representación popular con la complicidad de las élites gobernantes. El Tratado de Maastricht supuso el inicio del giro radical y todo lo que vino después fue el intento de constitucionalizar el neoliberalismo y el desmantelamiento progresivo del Estado social. Las normas europeas, materialmente constitucionales, han ido creando una nueva Constitución socioeconómica superpuesta y delimitadora de la Constitución formal española. El «Estado social y democrático de derecho» hace ya mucho tiempo que no existe y lo que vivimos ahora es un estado de excepción que suspende el derecho (en todo lo que se oponga a sus dictados) y consolida el dominio de unos poderes fácticos democráticamente no controlados y sin responsabilidad.
La otra cuestión es el Estado de las Autonomías. El no querer admitir, por imposición del «partido militar», el carácter plurinacional del Estado español configuró un Título VIII de la Constitución que ha permitido todo tipo de interpretaciones y de lógicas políticas en función de las tensiones que el propio sistema generaba. Hay que decir que España ha vivido un gran proceso de descentralización pero no de democratización política. Descentralización y democratización no se fundieron en un proceso único y lo que se configuró fue más una ampliación de la oligarquía que una mayor participación política de la ciudadanía. El patrón económico de poder inmobiliario financiero fue acompañado en diversos grados y formas de un patrón de poder que puso a las clases políticas regionales y de las nacionalidades históricas al servicio de los poderes económicos.
En este marco de conflictos y luchas de poder hay que situar las propuestas que vienen, tanto de Cataluña como de Euskadi, a favor del ejercicio del derecho a la autodeterminación, para plantearse la independencia y ser parte de la Unión Europea. A lo ya dicho, sólo añadir que la verdadera cuestión nacional tiene que estar relacionada, si lo hacemos desde la izquierda, con tres cuestiones: a) el tipo de Unión Europea que se está construyendo y el papel del Estado español en él; b) el papel actual de las Comunidades Históricas de las regiones del Estado; c) la crisis de la globalización capitalista y el papel de las clases trabajadoras.
Una tercera cuestión está relacionada con la «otra burbuja», la burbuja cultural. Se ha dicho muchas veces que nuestro país vivió un sueño. El despertar ha sido muy brusco y, todavía, una gran parte de la población vive sumida en un shock. En un primer momento no se reconoció la crisis, luego no se quiso tomar nota de su gravedad y, posteriormente (el triunfo del PP tiene que ver con eso), el supuesto de que esto era cosa de pocos años y que después de un ajuste más o menos duro, volveríamos a los años de crecimiento.
Hoy muchos saben que el pasado no volverá y lo que costará más trabajo de entender es que el capitalismo que está emergiendo en la crisis es incompatible con los derechos sociales y las libertades cívicas de las poblaciones. Este viejo dilema entre «lo viejo que no acaba de morir y lo nuevo que no acaba de nacer» es el marco de las profundas contradicciones que vive la izquierda política y social, los trabajadores y las clases populares. El ciclo largo de crecimiento económico ha tenido efectos devastadores sobre la conciencia de clase, sobre principios y valores y ha debilitado muy seriamente los vínculos organizativos y morales, ya de por sí muy débiles en la etapa anterior.
Una cuarta cuestión tiene que ver con la aceleración del tiempo histórico. Si algo demuestra la historia es que el tiempo no es lineal, ni homogéneo, ni acumulativo. El tiempo histórico real es heterogéneo, se mueve a saltos y es capaz de comprimirse en el tiempo y en el espacio. Hoy vivimos un tiempo así, tiempo de ruptura, de cambios profundos y decepción. Entender esto es entender la necesidad del giro estratégico que deben dar las fuerzas anticapitalistas con voluntad socialista.
En España se está abriendo una crisis de régimen, de Estado y de la política; una crisis «orgánica» del capitalismo español realmente existente. La izquierda política, social y cultural llega a ella extremadamente débil, sin imaginación y sin proyecto, tan desnortada como la población y sin reservas estratégicas para entender lo que pasa o intervenir realmente en la sociedad, y sin capacidad de generar ilusión, entusiasmo o esperanza. Esta es nuestra singularidad, comparable a la de Italia y lejos de la de Portugal y la de Grecia.
La contradicción más dramática, la angustia que muchos militantes viven en carne propia, es la asimetría que hay entre lo que se tendría que hacer y lo que podemos realmente hacer. Lo nuevo que emerge es una nueva disponibilidad social para comprometerse y luchar. En este sentido el 15M ha abierto una nueva fase que obliga a la fragmentada izquierda a medirse con ella y a adoptar los instrumentos necesarios para que no se añada a los sufrimientos de la población más frustración y bloqueo de cualquier esperanza de cambio futuro.
Desde muchos sentidos las «condiciones objetivas» están dadas. Lo que falta es la respuesta organizada de un sujeto popular y democrático capaz de cambiar la realidad y transformar la subjetividad. No está escrito que esto no se pueda dar a medio plazo en nuestro país. Es necesario superar con propuestas, luchas y unidad el «bloqueo de subjetividad» existente hoy.
3. Para seguir debatiendo. El desafío estratégico: situar el socialismo como programa
Una asociación como Socialismo 21 tiene como tarea la emancipación de las clases subalternas del mal social de la explotación, la discriminación y el dominio. Sabemos que el socialismo como proceso secular de liberación del capitalismo está, en muchos sentidos, por inventarse y que será una tarea heroica construida colectivamente por las clases trabajadoras, los intelectuales críticos y los nuevos movimientos emancipatorios.
El desafío es enorme y marcará toda una etapa histórica. El siglo XX puede ser visto como el fracaso de socialismo (y directa o indirectamente el triunfo del capitalismo) o como una experiencia frustrada de una sociedad alternativa. Esto no es sólo una cuestión de convicción moral sino que serán las luchas sociales, la autoorganización y la creación de imaginarios emancipatorios críticos con lo existente y creadores de una esperanza que puede ser posible.
Como siempre esto dependió de las personas, de las clases y de la voluntad creadora.
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