En estas últimas semanas han adquirido gran relevancia dos hechos: la violencia racista en Torre Pacheco, impulsada por las ultraderechas, y la corrupción política -asimétrica- en las élites del PSOE y el PP, así como en el ámbito empresarial. Afectan, respectivamente, a los cimientos de la convivencia intercultural y la institucionalidad democrática. Con ambos incidentes se resquebrajan los fundamentos éticos, normativos y discursivos en que descansan la cohesión social y la legitimación del poder político y económico.
La situación interpela a las derechas tradicionales, el poder económico y las autoridades estatales, incluida la UE, la mayoría inclinados hacia la involución autoritaria y antipluralista. El poder establecido se va deslizando hacia una nueva hegemonía iliberal, con un imperialismo militarizado frente al Sur Global, con el total descrédito ciudadano por su complicidad en el genocidio palestino. Además, en la UE se generalizan un fuerte rearme y unos planes económicos y presupuestarios que conllevan un retroceso de los derechos sociales y servicios públicos.
La alternativa derechista extrema aparece en el horizonte de muchos países: autoritarismo político y segregación social y étnico-cultural. Se profundiza en la desvertebración de las sociedades, con la acentuación de los privilegios de unos grupos sociales y las desventajas de otros, más subordinados, junto con la involución antifeminista y el negacionismo climático. Ante ello, las fuerzas derechistas y parte de los poderosos, estadounidenses y europeos, ya están empujando hacia la reacción postdemocrática, regresiva, belicista y antipluralista, para imponer un retroceso social y democrático. El foco se pone en la marginación y subalternidad de la población inmigrante y la división popular.
Esta dinámica exige, sobre todo a las izquierdas políticas y sociales, un ejemplarizante esfuerzo regenerador y democratizador. Supone un reto para la cultura democrática de la ciudadanía y la calidad representativa de las instituciones. La actual trayectoria muestra una profunda quiebra moral y cultural de las élites políticas, y refleja, en particular, la gran reducción de la confianza ciudadana en los partidos políticos, inferior al 10%, cuestionando su papel mediador y articulador. Afecta, especialmente, a la gobernabilidad progresista y al proyecto democratizador de país, bastante estancado, así como a las problemáticas perspectivas demoscópicas para las fuerzas de izquierdas y la incertidumbre sobre la nueva legislatura.
La violencia racista
El racismo y la violencia racista no son nuevos en España. El acoso racista masivo ya se produjo hace un cuarto de siglo en el Ejido (Almería) y en Terrassa y otras poblaciones catalanas, con la confrontación entre las dos comunidades, la inmigrante, mayoritariamente la de origen magrebí y musulmán, y la autóctona. Tres características nuevas hay que añadir en los acontecimientos actuales.
Una, la existencia de un plan organizado de la extrema derecha para generar odio y violencia racista en un marco de espectacularización y acusación colectiva contra la comunidad musulmana. Dos, la cobertura institucional y mediática que tienen las ultraderechas, al amparo del ascenso político de VOX, en gran parte normalizadas legal y policialmente. Tres, el gran crecimiento de la extrema derecha europea y, especialmente, del trumpismo y las nuevas derechas autoritarias, que dan una mayor legitimidad pública a las políticas racistas, antiinmigración y de nacionalismo excluyente.
La cacería del inmigrante o la alusión a su deportación masiva buscan su segregación, su sometimiento sociolaboral y su exclusión habitacional y vital, y rechazan el necesario diálogo intercultural y la integración ciudadana. La inmigración actual no destruye la supuesta identidad nacional autóctona; exige respeto, tolerancia, reconocimiento mutuo, intercambio cooperativo y cierto mestizaje voluntario. Es el esfuerzo básico para la población receptora ante la creciente diversidad étnico-cultural, acumulada a la plurinacionalidad española, como marco para la convivencia cívica, especialmente entre las capas populares, y desde el cumplimiento de los derechos humanos y el acceso a las condiciones vitales dignas de la población inmigrante.
Ello choca con el nacionalismo españolista, esencialista y excluyente, de los sectores reaccionarios tradicionales, que hay que erradicar y transformar en convivencia y valores compartidos.
La igualdad, la solidaridad y la no dominación todavía son más imprescindibles en una sociedad plural. Es un gran reto en las sociedades europeas, particularmente, para las fuerzas progresistas, cuya dinámica va a definir la calidad de las democracias y las características de su estructura social y sus sistemas políticos. Contando con las variables sociodemográficas, económicas y geopolíticas en el mundo, no cabe el simple continuismo sociopolítico y cultural. Frente a la respuesta reaccionaria y divisiva que amenaza nuestra trayectoria, la solución debe ser proactiva, intercultural y solidaria.
La violencia racista es una estrategia disgregadora de grupos poderosos hacia las capas populares, que busca su fragmentación y la mayor subalternidad de los grupos inmigrantes y racializados, más vulnerables. Es una dinámica de dominación y segregación hacia abajo.
La corrupción de las élites y la catarsis democratizadora
La corrupción política y económica constituye una relación social de las élites; está vinculada al sistema capitalista y los grupos de poder institucional. Se necesita, por un lado, control de los recursos económicos y, por otro lado, dominio en la administración pública. El Estado y la regulación pública, en vez de cumplir su función, más o menos neutra, en favor del interés general, se instrumentalizan para ponerlos al servicio privado de unos pocos, para beneficiar ilegítimamente su posición económica o de poder. Solo es corregida por la democracia social y el Estado de derecho.
Desde una antropología realista se puede destacar la ambivalencia del ser humano, su bondad y su maldad, sus virtudes -su solidaridad y reciprocidad- y sus vicios -su egoísmo individual y su apropiación-. Ya a principios del siglo XVIII, el filósofo Bernard Mandeville explicaba que “los vicios privados -el egoísmo- constituyen las virtudes públicas -la prosperidad general-”. Es la fundamentación del liberalismo económico; el beneficio propio sería el motor de la economía y de la sociedad; el Estado, con su Administración, su coerción y su legislación, debería actuar a su servicio, apoyando la autorregulación del propio mercado, es decir, de los grupos empresariales. La moral convencional que priorizaba el bien común o los derechos humanos, se declara obsoleta y disfuncional para el crecimiento económico.
En estos tres siglos algo hemos aprendido, en particular que es la democracia, la articulación participativa de la población, la que debe definir los objetivos colectivos y los mecanismos productivos, reproductivos, protectores y redistributivos. La historia de estos siglos ha supuesto la pugna entre democracia y ética colectiva, desde la soberanía popular, frente a corruptores y corruptos empresariales e institucionales, que buscan mayores beneficios particulares, desbordando las ventajas proporcionadas por el control de la propiedad y unas relaciones desiguales de poder.
La corrupción, a gran escala institucional y económica, precisa oportunidades, poder y degradación ético-democrática. El caso Cerdán-Ábalos, más cutre, daña la credibilidad de la dirección socialista, que debe demostrar mayor exigencia moral y democrática que la de las derechas. El caso Montoro, más grave y generalizado, ha mostrado mayor refinamiento estructural de un sistema corrupto, y expone la gran imbricación de los gobiernos de derechas con la apropiación del Estado y la corrupción empresarial. Todo ello, presuntamente, a la espera del dictamen de los tribunales; pero refleja la bajeza moral y democrática en los núcleos de poder económico y político y la necesidad de la exigencia de responsabilidades.
Las élites políticas (y económicas) necesitan una catarsis para comenzar el curso con las tres misiones fundamentales para asegurar la democratización de las instituciones y su refuerzo ético: regeneración democrática inmediata e ineludible, tras varios intentos fallidos; políticas igualitarias para las mayorías sociales, incluida por sexo/género; articulación de la diversidad cultural y nacional.
Y termino con una concreción que conecta con las tres tareas reformadoras: el incremento redistributivo de la financiación autonómica, junto con el desarrollo territorial federalizante, una reforma fiscal progresiva y una articulación igualitaria de los servicios públicos fundamentales como la sanidad y la educación que, junto con la vivienda y el empleo de calidad, impidan su deterioro privatizador y segregador y el malestar social de fondo. Son políticas clave para facilitar el bienestar colectivo y, particularmente, la integración de la población inmigrante, y son decisivas para fortalecer la cohesión social y la convivencia intercultural en la próxima década.
Quizá sea difícil lograrlo para esta legislatura, que se está agotando, pero debería ser fundamental como plan progresista ahora y para la siguiente, en la que se juega el futuro del país, como contrato social con la ciudadanía.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo
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