I. El 8 de mayo de 1794 Antoine-Laurent de Lavoisier, padre de la Química moderna, fue guillotinado en Francia. El presidente del tribunal sancionador argumentó la sentencia con esta frase: «La Revolución no tiene necesidad de sabios». Por este camino, la misma Revolución que había visto allanado su arribo por décadas de una actividad política […]
I.
El 8 de mayo de 1794 Antoine-Laurent de Lavoisier, padre de la Química moderna, fue guillotinado en Francia. El presidente del tribunal sancionador argumentó la sentencia con esta frase: «La Revolución no tiene necesidad de sabios».
Por este camino, la misma Revolución que había visto allanado su arribo por décadas de una actividad política e intelectual -actividad también de sabios y de poetas- que había socavado radicalmente el orden cultural medieval, esa misma Revolución, una vez abocada a la necesidad de constituir un poder revolucionario, no comprendía que ella misma procedía también del saber, que la Toma de la Bastilla habría sido impensable sin la Enciclopedia, El contrato social, y la idea de los derechos naturales del hombre construida por la Ilustración.
Una revolución reformula el campo del saber, sus temas y procedimientos, así como cambia la naturaleza de quienes lo producen, el marco de su actuación y expresión, y la propia filosofía de su existencia. Sin embargo, las estrategias por las cuales la llamada «Inteligencia» puede adherir políticamente el proyecto socialista, y hacerse parte constitutiva de él, poseen la historia propia de los melodramas.
El ensayo de Desiderio Navarro «In medias res publicas», contenido en Las causas de las cosas, esboza todo un libro sobre este tema no escrito en Cuba. El texto se integra a una tradición que en la Isla tiene entre sus mejores exponentes a Ernesto Che Guevara, Alfredo Guevara, Roberto Fernández Retamar y Ambrosio Fornet, y que en años más recientes ha sido continuada, entre otros, por Jorge Luis Acanda y Rafael Hernández.
A esta tradición específica no le interesa tanto una «historia de la intelectualidad» como la de conquistar una definición en torno a cuáles deben ser las relaciones entre política y cultura dentro de un proceso revolucionario.
II.
El marxismo de Desiderio Navarro, que antes hemos visto desplegarse en obras como Cultura y marxismo: problemas y polémicas y Ejercicios del Criterio, amén de su labor de edición, traducción y crítica que supone la simpar revista Criterios, conduce primero a complejizar el entendimiento sobre la relación entre política y cultura.
Para empezar, deberíamos saber que hablar de «política» y de «cultura», de «poder» y de «saber», como esferas independientes entre las cuales ha de mediar una relación política, es comprender muy mal el asunto.
Ello, por ejemplo, conduce al equívoco de considerar a los intelectuales per se como «la mala conciencia», la «conciencia crítica» del sistema, cuando la abrumadora mayoría de los intelectuales, en su más amplia acepción, no hacen sino otra cosa que reproducir la hegemonía del propio sistema, sea en las cátedras universitarias, las escuelas primarias, los tribunales de justicia o el trazado urbanístico de las calles.
Por ese marxismo sabemos que poder y saber, política y cultura, son instancias que, lejos de oponerse, y de marchar por caminos independientes, se fundan mutuamente, se producen una a la otra en el marco de una unidad que las constituye dentro de los límites planteados por la definición del sistema.
De hecho, cuando la política y la cultura aparecen «ante nuestros ojos» como diferentes, nos encontramos ante una crisis de hegemonía, en el sentido gramsciano, pero no ante la separación de una y otra.
Ahora bien, comprender el problema de esta manera significa lo mismo que en el lenguaje popular quiere decir «tirarse de barriga»; esto es, tocar la política con las manos, corriendo el riesgo, siempre presente, de quemarse los dedos.
Precisamente, es esto lo que hace Desiderio Navarro en «In medias res publicas».
III.
En una entrevista hecha en los años noventa, Carlos Rafael Rodríguez decía: «Una de las características de la Revolución cubana es que los ‘teóricos’ de ella no han estado precisamente en Cuba, sino fuera del país y, por consiguiente, hemos sido sometidos a toda clase de tergiversaciones caprichosas. A veces en nombre de una falsa amistad y otras veces con amistad verdadera, pero con una mala comprensión de nuestra realidad».
La pregunta que para mí emerge de esa aseveración es: ¿y por qué los teóricos de la Revolución, que Carlos Rafael Rodríguez reclamaba a la altura de los años noventa, no habían surgido todavía en Cuba?
La respuesta, según entiendo, está muy bien explicada en el ensayo de Desiderio Navarro. Las exigencias que se le hacen a un texto sobre este tema son tantas, en cualidad y cantidad, que lo convierten, de entrada, en un texto extremadamente difícil de escribir.
Según el también director del Centro Teórico Cultural Criterios, en esa idea, la obra de temática social «ha de ser un microcosmos en el que no se puede omitir nada. Así, se condenan tajantemente las intervenciones críticas porque se concentran en revelar lo negativo y no presentan del todo o en su magnitud real (…) lo positivo que existe en la sociedad al lado de lo negativo criticado».
No se trata, entonces, de escribir tal «teoría» sobre la Revolución, sino de fijar las condiciones en que las teorías, o sea, las ideas y las prácticas con que ellas se relacionan, podrían escribirse, discutirse, y participar de la construcción de la ideología y la política.
IV.
Jean Paul Sartre aseguraba que la libertad de escribir comprendía la libertad del ciudadano. En este plano se coloca Desiderio Navarro para pensar la historia de la política cultural y, en general, la historia de las políticas hacia la cultura, en la acepción más general de esta última.
En este ensayo, escrito en el año 2000, Desiderio ya había situado problemas que han aflorado en la discusión sobre la política cultural del país generada en días recientes.
Desde esa fecha, aunque él y otros lo habían hecho también desde mucho antes, Desiderio había alertado sobre la instrumentación política de la memoria y del olvido, que entre otras cosas hace posible el «lavado de biografías», el «travestismo ideológico» y el «reciclaje de personajes de línea dura».
Hasta hace apenas unos días, hablar en público, investigar y escribir sobre tal período era considerado, por decirlo con levedad, «un tabú», cuando no una ingenuidad o un servicio prestado al enemigo, aunque también muchos lo utilizaron, sin rigor, apenas como un medio para epatar, o considerándolo como si fuese lo único importante habido en la historia cultural cubana posterior a 1959.
La realidad de hoy demuestra que siempre la historia toma venganza por sus silencios, y que la verdad, toda la verdad, es revolucionaria.
Walter Benjamín tenía razón cuando afirmaba que «solo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado. Lo cual quiere decir: solo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos».
Con el autor de las «Tesis sobre la Historia» sabemos que ello solo puede provenir de la política revolucionaria. Lo que ha pasado en los últimos días, si consigue al fin que ese pasado se haga citable, nos habrá hecho, tanto a las víctimas como a los victimarios de entonces, pero sobre todo a todos nosotros, ciudadanos de Cuba, más libres para vivir, pensar y soñar dentro de este país, y para hacerlo con la Revolución.
V.
Las posiciones de hoy de Desiderio Navarro -las que se plasman en este libro, y en sus emails que son, más que cartas, ensayos- son, hasta donde sé, muy parecidas a las que viene sosteniendo desde hace más de treinta años.
Desiderio -con lo que, con su permiso, llamaré «su lengua larga»- seguramente ha creado más de dos problemas, pero sobre todo ha contribuido a identificar, a explorar, a definir, a sacar a la luz muchos problemas -desde una ética anticapitalista y anticolonialista, y con una lucidez que se encuentra bastante fuera de lo común-, y el modo en que es posible resolverlos con salidas revolucionarias.
Por supuesto, la reflexión contenida en este libro no es solo útil por la coyuntura. Su análisis se inscribe en una reflexión mayor sobre la historia y el futuro del socialismo.
Para encontrar las «causas de las cosas», nos dice el autor del título, es imprescindible interrogar tanto al pasado como la forma en que él está contenido en el presente.
Nada de lo que describe Desiderio Navarro como instrumentos de limitación de la intervención crítica del intelectual existe en un vacío social, como él le llama, ni sus ejecutores gozan del estatus propio de diablos y de ángeles, esas almas sin cuerpo.
Virgilio Piñera aseguraba en septiembre de 1959: «Por más que me rompa la cabeza no encuentro un criterio o un paradigma para el ‘pesaje’ moral de una obra literaria.»
Sin embargo, si bien esto es cierto, no agota todo el problema. Detrás de las distintas formas de «pesar» la producción intelectual, subyacen siempre modos distintos de comprender la política, la ideología, la cultura, y con ellas, las propias definiciones de qué es la Revolución, que han cohabitado siempre contradictoriamente en su seno.
Lo que se está discutiendo en este libro, y en los debates de los cuales él es parte, tiene larga data, en Cuba y fuera de ella.
Las polémicas que se verificaron en la Isla, por ejemplo, en los años sesenta ya se discutieron desde presupuestos parecidos a los que encontramos hoy en el campo cultural cubano. Por ello, son relevantes no solo como un favor a la memoria sino como política hacia el presente.
Pongo solo tres ejemplos.
La polémica económica sostenida, entre otros, por Ernesto Guevara y Carlos Rafael Rodríguez entre 1963 y 1964 ponía en discusión la economía política del socialismo, la propia teoría marxista, el espacio para el debate de las opciones revolucionarias, y el modelo político sobre el que debía asentarse la construcción de una economía socialista.
La confrontación entre Blas Roca y Alfredo Guevara en 1963 alrededor de la exhibición cinematográfica traía a debate la validez de un espacio de discusión, con acuerdos y desacuerdos, entre los revolucionarios; la necesidad, tanto de la Revolución como de los intelectuales, de hablar sobre «lo inédito y lo ignoto», sobre lo no sancionado por las interpretaciones académicas o políticas, de proponer otro rumbo a esas interpretaciones, de criticar lo existente, de imaginar otras posibilidades y de crear las formas de expresarlo; así como la defensa de la necesaria especificidad del discurso artístico, la discusión sobre qué debe consumir el público, y la diferencia entre la educación y la cultura.
En la llamada «polémica de los manuales», verificada en 1966, una zona de los contendientes criticaba a la otra su negación «del carácter marxista de los manuales, su cuestionamiento a la posibilidad de sistematizar el marxismo, y su hacer de la duda un elemento connatural del pensamiento». Cuando la parte así increpada ripostó que su crítica al «manualismo» se basaba, sobre todo, en que el tipo de sistematización recogida en los manuales se había realizado bajo «una política estricta de regimentación cultural», colocaba ya la polémica en pleno territorio de la crítica a la política soviética.
No es difícil reconocer cómo todas esas discusiones pueden desembocar en el presente.
VI.
Con todo, este presente tiene muchas aristas.
La interpretación de los fenómenos culturales, el marco de su comprensión, ha sido siempre el territorio de batallas campales. En esas batallas el imaginario del capitalismo dominante ha conseguido grandes y duraderos éxitos: acuñar determinados mitos como si se tratase de certezas imbatibles.
Así, buena parte de la historia jacobina de la Revolución francesa está hegemonizada por la imagen del Terror, que si bien fue efectivamente «terror», y «hay que decirlo», también es necesario decir que ocasionó menos muertes que cualquiera de las represiones de las rebeliones campesinas infligidas por la «eterna majestad real».
No se trata aquí de comparar la vida de un hombre con la de un millón de hombres (pues el argumento que justifica la muerte de un hombre justifica la muerte de un millón, como decía Luis Britto García), sino de recordar cómo la historia del Terror Rojo cuenta con miles de libros y la historia del Terror Blanco lucha por aparecer solitaria en algún anaquel de biblioteca.
Por ese mismo procedimiento se ha elaborado por el saber orgánico del capitalismo la imagen de que todas las revoluciones son solo émulas de Saturno, el dios que devoraba a sus hijos.
Como ese horror tiene «solución de continuidad» y todo va a concluir en un escalón peor, en una nueva vuelta de tuerca de esa «máquina que se aceita», la imagen de la relación entre los intelectuales y el poder dentro de los procesos revolucionarios está también poseída, no sin razón pero sin alternativas, por el rostro diabólico de la regimentación del saber, como si fuese la única regimentación existente del saber y el régimen capitalista fuese el páramo de la Inteligencia sin reglamentación.
Ciertamente, la historia oficial de la relación entre el saber y el poder, entre el intelectual y la política, construida a lo largo de siglos por el capitalismo hegemónico, es borrada cada amanecer, como los periódicos de la novela de Orwell, y sobrescrita siempre, en puridad de su corrección, en el «libro blanco» de la historia.
En rigor de verdad debería discutirse cómo el discurso intelectual, incluso buena parte del más progresista o revolucionario de hoy, está dominado en sus coordenadas más generales por una representación sobre el intelectual y sobre su relación con la política que constituye uno de los triunfos obtenidos a sangre y fuego en los campos de batalla de la Guerra Fría: la destrucción y el desprestigio de la noción de «intelectual comprometido», como hija del totalitarismo colectivista, a favor de la libérrima «autonomía» del intelectual «no sometido a otra jurisdicción que su propia conciencia», que se hace el favor de no preguntar jamás nada a nadie situado «fuera de su conciencia».
VII.
Hace años Perry Anderson aventuró la tesis de que desde la Reforma de Lutero el mundo nunca estuvo tan desprovisto de alternativas respecto al orden dominante. Si bien podría ser verdad, es necesario también practicar un reconocimiento: la única forma de que no existan alternativas es haber destruido todas las existentes. No obstante, acaso es viable encontrar modos de entender el problema que escapen a esa lógica prisionera.
A ello alude Desiderio Navarro cuando critica la tesis, presentada bajo diversos ropajes, de que los intelectuales «solo deben referirse a problemas artístico-literarios».
Manuel Moreno Fraginals, en su alegato marxista de «La historia como arma», criticaba a aquellos que reducían el trágico año de 1834 a una polémica entre el cubano Saco y el español Tacón y dejaban fuera del análisis «las figuras silenciosas de medio millón de esclavos -cinco años de promedio de vida en la plantación, 16 horas diarias de trabajo, sangrientas sublevaciones y la inversión económica de centenares de millones de pesos».
De eso se trata: de entender cualquier problema cultural, no como la discusión entre dos o tres intelectuales, sino como la necesidad de conservar la preocupación social en cualquier debate cultural y, asimismo, indagar en las condiciones económicas, políticas, espirituales, sociales, en fin, que existen junto a ese problema, para colocarse así en posibilidad de abarcarla en su totalidad.
VIII.
En «In medias res publicas» Desiderio habla de las restricciones a la intervención del intelectual en la esfera pública, provenientes de la Razón de Estado que resume de este modo: «no conviene, o no se debe permitir, la crítica social porque el enemigo podría aprovecharse, porque el pueblo no tiene la preparación necesaria, o porque se pondría en riesgo la unidad necesaria para la supervivencia».
Por más que lo parezca, no es un problema irresoluble. De hecho, debemos recordar que cuenta con experiencias triunfantes en el campo revolucionario.
Lenin, en 1917, sin esperar el momento de «madurez revolucionaria», organizó la huelga. Tres años después era el líder del partido de la clase obrera sin clase obrera, pues esta casi había sido extinguida durante la guerra civil. Luego organizó un Estado debiendo empezar a crear su propia base política.
Slavoj Zizek puso el dedo en la llaga: «Con Lenin, como con Lacan, el punto está en que la revolución solo puede ser autorizada por ella misma». No es que las condiciones permitan o «autoricen la posibilidad» de la Revolución, sino que esta captura una posibilidad y lucha por afirmarla.
Esto podría decirse quizás de este modo: si las condiciones no permiten a los revolucionarios ser reformistas, entonces acaso debamos ser radicales.
IX.
La esfera pública es fundamental en este ensayo de Desiderio Navarro porque ella es el espacio de la política, única instancia de decisión colectiva posible.
La existencia de una esfera pública como escenario de constitución de la política remite a dos planos de análisis: el filosófico y el político.
En el primer plano, conduce a reconsiderar la autonomía respectiva de los ámbitos de lo estatal, lo social y lo individual, así como el marco de su confluencia.
El segundo plano, el político, remite a entender el hecho de no viabilizar un debate abierto de posiciones comprometidas con la Revolución, de no buscar consensos a partir de la expresión de contradicciones socialistas, y de no debatir formas diferentes de concebir los problemas y las soluciones revolucionarias precisamente como una pérdida de posibilidades revolucionarias.
Una Revolución puede encontrar en la esfera pública -que pone «constantemente a prueba los límites de sí misma y vuelve continuamente sobre sí»- la instancia instituyente de lo revolucionario: no la condición del «peligro» nacido de revelar sus problemas y carencias -aún en medio del escenario de «plaza sitiada» que es el hábitat natural de los procesos de cambio social-, sino la calidad de sus firmezas: Las soluciones revolucionarias se encuentran en la participación ciudadana.
X.
A la pregunta de José Stalin de por qué no aparecía un Tolstói soviético, Isaac Deustcher respondió que tal escritor no podía darse en un medio donde le fuera imposible decir: «No puedo callar».
Se trata de ejercer un deber y un derecho. De decir sí o no con la naturalidad con que respiramos. Se trata de conquistar todo el lenguaje. Se trata de reconocer que somos diversos. Se trata de conquistar una unidad que nos fortalezca y no que nos debilite. Se trata de afirmar una diversidad que no nos diluya en la impotencia.
Se trata de «la imaginación al poder» como la norma. Se trata de saber que heredamos, y que tenemos que considerar críticamente, luchas centenarias por la libertad, para asumirlas, pero también para repudiar a conciencia las tragedias habidas en su nombre.
No podemos ser socialistas sin discutir toda la crítica socialista, que empieza en el propio Marx y le sigue con mucha fecundidad hasta hoy. Como asegura Desiderio Navarro, se trata de ser marxistas en la cultura, y no en la ignorancia.
Se trata no de reclamar fórmulas «liberalizadoras», ni de buscar mayores «libertades» para un sector, sino de aspirar a ampliar cada día más el número de personas que puedan definir qué es lo revolucionario.
Se trata no de ser herejes sino de considerar la crítica como naturaleza en una cultura del socialismo. Se trata de ser ciudadanos, seres pensantes y actuantes.
Somos más libres porque ha existido una Revolución en Cuba. Por ser más libres, afirmamos que la Revolución tiene que ser la ampliación de cada nueva libertad conquistada.
Se trata de que ensayos como «In medias res publicas» sean monedas de curso corriente.
Se trata de considerar la crítica social, según aquí afirma Desiderio Navarro, no una amenaza para el socialismo, sino lo que es: su «oxígeno», su «motor»; una necesidad para la supervivencia y la salud del proceso revolucionario.
Ensayos como estos sirven para encantarnos y reencantarnos en el gusto, en el placer, en la lucidez de vivir de un modo revolucionario, de encontrar la belleza solo en la complejidad, de preocuparnos por el color del pasado, como dijo días atrás Desiderio, pero sobre todo por el color del futuro.
Palabras leídas en el Sábado del Libro, Instituto Cubano del Libro, en la presentación de Las causas de las cosas, de Desiderio Navarro, el 3 de febrero de 2007.