La salud y la vida de las mujeres presas está atravesada por múltiples violencias. A la violencia de género que sufrimos todas las mujeres, por el hecho de serlo, se suman, en el caso de las mujeres presas, todas las violencias que inflige el sistema penal y penitenciario patriarcal.
El pasado día 8 de noviembre murió una mujer presa en la cárcel de Pamplona. Las reacciones ante la noticia fueron múltiples, apuntaban a la gravedad de las muertes en prisión y reclamaban explicaciones sobre cuál fue la respuesta institucional y sanitaria en esta concreta situación. Sin embargo, al día siguiente, la atención mediática cambió rápidamente el foco, dejando una vez más a un lado la denuncia de la situación estructural de desatención y abandono que sufren las personas presas y, en concreto, las mujeres encarceladas.
La problemática en torno a la protección de la vida y la salud física y mental de las mujeres presas, atravesada por continuas y diversas violencias, comienza ya antes de su propio ingreso en prisión. Como consecuencia de la continua violencia a la que nos vemos expuestas las mujeres en esta sociedad misógina, un estudio reciente constató que entre el 70 y el 75% de las mujeres encarceladas habían sido víctimas de violencia de género grave. Sin embargo, según el reciente Informe del Comité para la Prevención de la Tortura (CPT), cuando una mujer ingresa en prisión, no se atiende a esta particular problemática ni ofreciendo información ni reconocimientos médicos de violencia sexual ni ningún tipo de asistencia psicológica, como prescriben las Reglas de Bangkok para la protección internacional de las mujeres privadas de libertad.
Una vez dentro de las cárceles, las condiciones de vida en prisión no hacen sino empeorar la salud de todas las personas que son encarceladas. En el caso de las mujeres, se añaden violencias concretas que contribuyen a ese empeoramiento de la salud. Uno de esos elementos que sin duda tiene consecuencias negativas en la salud de las mujeres es el doble estigma que soportan cuando delinquen, acusadas de delincuentes y de “malas mujeres” por haber violado, no solo su rol de “ciudadanas obedientes”, sino también el de mujeres no violentas y cuidadoras. Es la “doble condena” —y la doble violencia— que se impone a las mujeres que delinquen.
Además, dado el bajo porcentaje de mujeres encarceladas (alrededor del 7% del total de la población penitenciaria) y dada la configuración patriarcal del sistema carcelario, las mujeres son invisibilizadas y ocupan una posición marginal, que hace incrementar para ellas la dureza de la cárcel. Normalmente, las mujeres son encarceladas en prisiones hechas para hombres, donde ocupan un anexo a la prisión, y habitualmente, por la escasez de espacios de reclusión para mujeres, se ven obligadas a aceptar condiciones de encarcelamiento especialmente exigentes (como ocurre en la cárcel de Pamplona, cuyo módulo de mujeres es un “Módulo de Respeto”), e incluso, a alejarse cientos de kilómetros de sus lugares de arraigo. Estos elementos añaden violencias a las mujeres presas y tienen consecuencias negativas muy graves en su salud física y mental. De hecho, si la tasa de suicidio aumenta para las personas privadas de libertad respecto de la población en general, este porcentaje es aún mayor cuando se trata de mujeres encarceladas.
A pesar de la especial vulnerabilidad de las mujeres presas en términos de salud y calidad de vida, la atención sanitaria en las cárceles del Estado español es absolutamente lamentable. Son innumerables las críticas que se pueden hacer al respecto. Para empezar, que en la atención médica priman el orden y la seguridad sobre los criterios sanitarios, y que faltan profesionales sanitarias, ya que ni siquiera se cubren las plazas previstas y esto impide que pueda darse una atención sanitaria adecuada.
Otro problema fundamental es la atención a la salud mental y el funcionamiento de los protocolos de prevención de suicidios (PPS). Las cárceles del Estado español están llenas de personas con problemáticas de salud mental, previas a la entrada en prisión o desarrolladas durante el cumplimiento de la condena. La estancia en la cárcel no hace sino aumentar este sufrimiento psicológico, siendo frecuentes los episodios de autolesiones e intentos de suicidio. Sin embargo, prácticamente no existen vías para que quienes sufren trastornos mentales accedan a recursos adecuados de atención psiquiátrica y, en las cárceles, la mencionada perspectiva de orden y seguridad y la falta de medios sanitarios, hacen que las respuestas a los episodios sean de carácter punitivo en lugar de terapéutico, implicando incluso sanciones disciplinarias, como denuncia el CPT en su Informe.
Cuando una persona muestra signos de querer acabar con su vida y se activa el protocolo de prevención de suicidios, la principal (si no, la única) medida que se toma es encomendar a otra persona presa que actúe como observadora, como “presa sombra”, acompañando a la persona las 24 horas y vigilándola. Esta medida resulta aberrante: no se ofrece a la persona la atención profesional que requiere y se impone a la “presa sombra” —a menudo, coaccionada— la responsabilidad de atender y sostener esta compleja situación, pudiendo afectar negativamente a su salud mental y física. Esta práctica debe desaparecer y, como —una vez más— recomienda el CPT en su Informe, estas situaciones se tienen que atender por personal sanitario capacitado.
No pretendemos abarcar en este texto la multiplicidad y la gravedad de violencias que soportan las mujeres presas y la afectación en su salud y en su vida. Sería una tarea imposible.
Lo que pretendemos es contribuir a volver a poner el foco en el lugar correcto: ¿Quién protege a las mujeres presas de las múltiples violencias a las que están expuestas en el sistema penitenciario? ¿Cómo asume el Estado su responsabilidad de garantizar la salud y la vida de las mujeres presas? ¿Qué va a hacer el Gobierno de Navarra? Tras la asunción de la competencia de la sanidad penitenciaria, tiene la obligación de garantizar la salud y la vida de las personas presas en la cárcel de Pamplona. La sociedad civil tenemos el deber de permanecer atentas y reivindicativas. Es por eso por lo que, tanto el 25 de noviembre, como todos los días, la denuncia de las violencias contra las mujeres tiene que incluir a todas ellas. Desde Salhaketa Nafarroa, no nos cansaremos de gritar: ¡No estamos todas, faltan las presas!
Lorena Alemán, Libertad Francés, Irati Jiménez, María Rodés, Maje Martínez, Ruth Martínez, Claudia Velasco, Ana Berruezo, June San Millán y Manuel Ledesma como miembros de Salhaketa Nafarroa.
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